29 de marzo de 2016

Tango


El Tango debería haberse proclamado como una de las maravillas de la humanidad. El tango es lo más cercano y acertado en la transmisión de las experiencias de vida. Quien no ha vivido y como consecuencia sufrido no está capacitado para escuchar un tango y mucho menos bailarlo; no es deleite de niños y no conmueve a la juventud, se necesita experiencia de vida. Escuchar un tango es contactar con lo más sagrado e íntimo de nuestros dramas: el desencuentro, la soledad, el miedo, la muerte. No podemos permanecer oyendo tangos todo el tiempo, los velos se caen y quedamos solos con el verdadero drama de nuestras vidas, solos con nuestra copa de vino y los recuerdos de nuestra lucha vital siempre fracasada. Conmueve, desgarra y se goza intensamente.


El tango es también un homenaje al amor y la amistad que no son precisamente los afectos privilegiados de nuestro tiempo. Se tiene miedo al compromiso con los otros y por ello se fracasa antes de intentar, se traiciona, se vive escapando, se vive escondido y la voz se apaga. Pues allí aparece el tango y grita al cobarde con la vida el desperdicio que ha representado su existencia escondido detrás de parapetos del miedo. El tango no hace concesiones, no perdona al que no se ha entregado al amor, al que no se ha desgarrado ante el abandono, al que no ha intentado el abrazo sensual aunque este le dure tres minutos y en ello se le vaya la vida.  Al que sabiendo, como lo recuerda Alfredo Vallota, que la condición humana es la soledad, no haya luchado y perseguido en la vida la ilusión de ser dos. Nos habla de nuestros dolores íntimos, de lo que fuimos y ya no somos, del declive biológico, de los buenos encuentros que no se repetirán; pero también y a pesar de todo nos recuerda que estamos vivos y no debemos detenernos. Esta allí, constantemente posibilitando nuevos escenarios, máquinas de significados.

En esa función que no cesa, el ir buscando por el mundo sentidos a los múltiples misterios del ser humano, el tango irrumpe como un grito desesperado en su reclamo por un lugar de encuentro. Homenaje al privilegio de contar con otro para no morir antes de tiempo, al deleite de los cuerpos, poder salir de nuestro encierro para quedar extasiados por los movimientos sensuales del que se hace uno con nosotros, por breves momentos. Aunque surja nuevamente la voz terrible que nos recuerda que estamos solos y solos debemos seguir buscando nuestros albergues. El tango repulsa al lleno de odio, al tirano, al verdugo, ese de los opacos ojos y la mirada turbia. El tango es irreverente y es un himno de libertad y riesgos. Es salir de esa isla de colores opacos y extasiarse en la belleza de lo femenino, en la fuerza masculina, en el mundo por construir, en la elegancia de los modales, en los ritmos libres y en los placeres por el porvenir. Es el despertar de la primavera, de la nuestra, es el experimentar con intensidad la vida que se nos quiso arrebatar.

Así que el escenario fue perfecto, nada como bailar tango para llenar al mundo de un simbolismo de buenos aires. En el corazón de esta maravilla tanguera está siempre viva la llama del deseo por salir de la oscuridad, de la maldad. Como bellamente nos los expresa Alfredo Vallota, el filósofo tanguero, “El lazo con los otros no surge de un contrato social, ni de un pacto político, ni de la sumisión, ni de la obediencia, ni de la idolatría, ni siquiera de la perfección que alcancemos. Sólo cuando esto se entiende, pueden surgir las relaciones de amistad y amor como intento de superación y por eso en el tango está en juego la pasión. Y el amor toma su forma más realizada en el amor del hombre y la mujer. Pero si se alcanza, como dice Eladia Blázquez, al menos debemos no solo durar sino honrar la vida”.

El tango se bailó, el tango nos mostró nuevos signos, allí los tenemos, sólo debemos otorgarle los grandes significados que reclama, aunque arrastremos con Cátulo Castillo la sensación de la fragilidad de los momentos: Lástima bandoneón mi corazón, tu ronca maldición maleva.  Ya sé, no me digás, tenés razón, la vida es una herida absurda, y es todo, todo tan fugaz, que es una curda nada más, mi confesión. No sé cuánto nos dure el impacto de este tango presidencial y sus señales de nuevos tiempos en nuestro hemisferio, pero no recrear los escenarios de nuevos horizontes  es como negarse a una buena curda en la vida, o negarse a vivir esos momentos de pasión y desgarre por los que se vive agradecido. Los momentos mágicos de intimidad que nos ha arrebatado tanta injerencia absurda y que han hecho de nuestras vidas algo que el amante del tango no puede llamar vida. La injerencia de tanto discurso tramposo y traidor al individuo. En insuperables palabras de Alfredo “Pero, a pesar de ello, los problemas están allí, olvidados por la abrumadora injerencia de los temas económicos, por la opresora intrusión del poder, el deprecio al individuo en favor de universales como la patria, el pueblo, la revolución o la empresa. Quizás por eso el tango, que tiene esos olvidos en su centro, los canta, e inspiran sus notas, haya adquirido cotas de aceptación planetaria y al que la gente de todo el mundo acudió buscando ayuda e inspiración para, entre los acordes de un fueye quejumbroso, los versos de Lepera y abrazado a su pareja, pudiera crear la magia de ser uno con el otro, por lo menos durante 3 minutos”.

Este monumento a la vida, que los Argentinos legaron al mundo y que Ernesto Sábato lo calificó “como una expresión original que deriva de una movilización humana gigantesca y excepcional”, vuelve a sonar su bandoneón con toda su candencia de lágrimas contenidas por el “dolor de ya no ser” y por la invitación de volver a encontrarnos e inventarnos un lugar donde podamos volver a vivir.

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