26 de abril de 2016

Llamemos las cosas por su nombre


Estamos siendo invadidos por la vulgaridad y corremos el grave peligro de comenzar a comportarnos como lo imponen las corrientes pestilentes. Como adolescentes que aún no se han apropiado de su identidad comenzamos actuar con la rebeldía propia de esa etapa de la vida; entregando sin escatimar lo más preciado: la identidad y con ella la verdadera libertad. No es fácil nadar contra corriente, terminamos agotados porque no hay cabida para descuidos ni flaquezas en la voluntad, a riesgo de perder la vida. Sí, es la vida que ponemos en juego cuando nos perdemos en esa corriente masificadora del irrespeto, mirándonos en un espejo en el cual no se pueden identificar con claridad las diferencias de imágenes, envilecimiento de  seres idénticos, uniformados en el orden o desorden social que se nos impone, envilecidos por ceder a comportarnos sin una marca identitaria propia y de ese modo y sin pensar botar como desecho el derecho de ser lo que hemos decidido ser. Como apunta Javier Marías, “suicidas supervivientes”.


Si somos arrastrados a donde no queremos ir, a comportarnos de una manera en la que dejemos de reconocernos, a abandonar la cultura propia, la identidad y nuestras diferencias, estamos entregando nuestra dignidad y definitivamente vejados por la imposición de un totalitarismo. Ese es el verdadero triunfo del poder, no solo de los que lo ejercen desde el Estado, sino de las masas al imponer una voluntad colectiva. Ya lo advertía Ortega y Gasset  la verdadera amenaza del futuro que ya vislumbraba desde el siglo XIX. No pertenecemos por completo a un solo grupo, somos producto de diferentes identificaciones y de lo que en un momento determinado decidimos ser con la libertad de lo que determinó los intereses, el placer, los gustos y las inclinaciones propias. La única limitación que debemos contemplar, sin duda, es no perjudicar con nuestras acciones a la integridad del otro. Estas son las únicas normativas que deben imponerse por parte de las autoridades. Las únicas que debemos exigir a los órganos competentes y rechazar como una intromisión inaceptable cualquier otra injerencia en nuestras decisiones de vida. La libertad a la posición moral, estética y cultural escogida no se negocia ni se traiciona por un plato de comida. No es la imposición la que nos forma es la práctica de comportarnos como decidimos ser.

Mucho se habla de libertad hasta el punto que ya esta palabra comienza a perder su contenido; creemos la mayoría de las veces que es simplemente un hacer lo que viene en gana como realmente lo reclamaría un niño. La libertad estriba en mi propia decisión de vida, cómo quiero ser, a qué me voy a dedicar, cuáles son mis preferencias en la ociosidad, cuáles verdades quiero conocer y sobre todo qué no estoy dispuesto aceptar. Todo ello se alcanza con un arduo trabajo personal, no son inspiraciones, sueños, intercambios de copias con los demás, infantiladas de retaliaciones. Ejercicio propio de la inteligencia y contacto con nuestras emociones, acompañadas por las responsabilidades y justos criterios de la vida adulta.  Sin esta libertad no es posible la felicidad, ni siquiera un bienestar mínimo. Es esta la libertad que nos obligan a entregar al comenzar a comportarnos con la vulgaridad de la mayoría que hoy invaden nuestros espacios públicos. Lo estamos viendo cada vez con mayor desparpajo en nuestra vida ciudadana. Golpes por un producto, linchamientos, vejaciones a la dignidad del otro con el baladí argumento de estar haciendo justicia; así tenemos ante nuestras narices el espectáculo aterrador de estar perdiendo el terreno más preciado en una sociedad, nuestros irrenunciables valores.

Signos irrefutables de esclavitud, obligados a actuar fuera de los límites personales. Stuart Mill en su extraordinario ensayo sobre la libertad resalta el gravísimo error de renunciar a la individualidad y permitir que los grupos vulgares impongan sus formas sobre las personas cultivadas  "….puede ejecutar y ejecuta sus propios decretos; y si los dicta malos o a propósito de cosas en las que no debiera mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que cualquier opresión legal: en efecto, si esta tiranía no tiene a su servicio frenos tan fuertes como otras, ofrece en cambio menos medios de poder escapar a su acción, pues penetra mucho más a fondo en los detalles de la vida, llegando hasta encadenar el alma". Ezra Heymann en un fabuloso ensayo sobre la identidad nos conmina a llamar las cosas por su nombre “cabe pensar de este modo que los canales de comunicación intersubjetiva, que es en algún grado también intercultural (ya que no existen dos personas con idéntico fondo cultural), se desarrollan a la par con los canales de comunicación intrapsíquica. La elaboración de estos sistemas viales y el ejercicio de comunicación en ellos es quizás lo que más propiamente puede reivindicar el nombre de cultura. Pero de todos modos, lo inhumano de la cultura y de la lealtad única tiene que ser llamado por su nombre. Hemos callado por demasiado tiempo”.

Lo peor que estamos percibiendo de esta etapa tan oscura de nuestra historia, es como se ha ido permeando en nuestras mentes lo peor de nuestra sociedad, como vamos dejando que lo inaceptable se ejerza con desfachatez, como vemos con acostumbrada indiferencia actos que hasta hace nada eran ajenos a nuestro entorno, como nos vamos uniformando en nuestros odios, como entregamos el alma sin dolor sino con rabia. Dejamos de vivir, nos suicidamos encerrados en un solipsismo perplejo, aunque sigamos dando patadas por un plato de comida. Llamemos las cosas por su nombre estamos cediendo ante la verdadera tiranía mientras nos distraemos peleando imaginariamente con nuestros arraigos.

Llamemos las cosas por su nombre esta es la verdadera tiranía, ya no solo la que se ejerce desde afuera sino la permeabilidad en la psique de los destructivo de nuestras individualidades. Cuando permitimos ser confundidos con la vulgaridad y lo inhumano. Cuando no nos conducimos por nuestras propias elecciones sino que nos dejamos arrastrar por lo que ahora se acostumbra.


19 de abril de 2016

Carl Schmitt


Jurista alemán y profesor de la Universidad de Berlín desde 1934 es conocido por su colaboración en las implementaciones de las políticas nazis. Fue muy crudo en las calumnias antisemitas y sin embargo se ha recrudecido el interés en sus pensamiento debido a las críticas penetrantes que hizo al liberalismo contemporáneo. Se opuso a considerar a la deliberación o al consenso nacional como la esencia de la política sino más bien afirmó que esta se fundamenta en la enemistad. Sin el antagonismo y la dinámica inherente a la relación amigo-enemigo no hay política. “La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo”. Afirmó que en el liberalismo hay políticas culturales, económicas, eclesiásticas y educativas, pero no una política de Estado.


Muchas vueltas dio para clasificar y fundamentar esta relación y su origen. Para explicar por qué es inevitable el conflicto entre los seres humanos, terminó apoyándose en un relato bíblico que, según él, da cuenta de lo inherente a la naturaleza humana que es el antagonismo. Caín y Abel le sirvieron como referencia; como sabemos este fue un conflicto entre hermanos que culminó en muerte. Esta dinámica enemigo-amigo debe ser entendida en el plano existencial, en los hechos reales y concretos y no como metáforas. Los hombres se pelean para defender su “estar” en un territorio determinado y son estas luchas y las defensas de la idiosincrasia de cada región lo que realmente es política. Por lo que termina afirmando que todos los conceptos centrales de las modernas teorías de Estado son conceptos teológicos secularizados. Curioso hecho o quizás no tan curioso que la fundamentación de pensamientos dominadores y criminales se apoyen en revelaciones religiosas. Otros pensadores que llegaron a la misma conclusión de una naturaleza humana con impulsos destructivos no tuvieron que acudir a argumentos teológicos-políticos y además ofrecieron salidas para contener nuestros impulsos destructores. Schmitt no, más bien conminó a estar atentos y no eludir estos conflictos utilizando las armas y métodos que estén a nuestro alcance cuando haya “una amenaza real a nuestra forma de vida”.

Aterra este pasaje en su análisis del actor revolucionario “Pero ¿no será posible que el tipo humano que hasta ahora constituyó al partisano consiga adaptarse al nuevo ambiente técnico-industrial, que sirva de los nuevos medios y que desarrolle una nueva especie adecuada de partisano, digamos el partisano industrial?”. Como muy bien subraya Richard J. Bernstein “pregunta aterradora que adquieren un sentido de urgencia especial después de lo sucedido el 11 de Setiembre de 2001”. Schmitt fue uno de los primeros teóricos en apreciar la importancia de la guerra de guerrillas en el siglo XX, pensador que ha contribuido como ningún otro a la orientación bélica de políticas teológicas que tanto vemos y padecemos en nuestros días. Hay que señalar que comenzó creyendo que era posible separar la política de la moral, terminó siendo un puro de la política y alimentando en el alma de la humanidad los impulsos destructores. Contribuyó de forma privilegiada a la violencia que hoy observamos en nuestro mundo sin tomar en cuenta las valoraciones, ideales, normas con los que debemos estar comprometidos.

Así que no es de extrañar la influencia de Schmitt sobre la izquierda marxista, sobre todo sobre la izquierda partisana de los años sesentas. Señala José Luis López de Lizaga “La crítica schmittiana a la concepción liberal de la política es perfectamente compatible con el activismo revolucionario….el antagonismo de amigo y enemigo ya no se aplica a los conflictos de clase, sino que se hace extensivo a la totalidad de las oposiciones políticas”. La enemistad absoluta que hoy observamos entre oriente y occidente para Schmitt es la máxima manifestación de la política, la devaluación completa de la vida humana y la deshumanización del enemigo. En palabras de Bernstein “Con la aparición de armas cada vez más sofisticadas, matar al enemigo se convierte en algo impersonal. Con frecuencia las guerras y la matanza se realizan sin la más mínima consideración de la distinción entre personal militar y la población civil. Este es el caso para los terroristas como para las naciones que toman represalias contra el terrorismo”. Y en este estado de cosas Schmitt contribuyó con creses, con razón su pensamiento vuelve a tomar el interés de los que debaten filosofía política.

Pues bien, la ponencia de la Corte Suprema de Justicia en Venezuela, acaba de mencionar a Schmitt como sustento de sus argumentos para rechazar la ley de amnistía. Con razón, porque todo lo que suene a reconciliación y paz tiene que ser expulsado por anti político. Todo lo que es acuerdo y tregua entre antagonistas es una impostura, no obedece a normativas morales genuinas. Esos asuntos se deben resolver en campos de batallas y hacia allá nos empujan. No haberles tomado la palabra ha sido uno de los grandes aciertos de la oposición venezolana. Evitar una catástrofe es precisamente la tarea de los que estamos del lado de la importancia de las cuestiones normativas-morales. Establecer estrategias para limitar la violencia y no provocarla como lo manda el pensamiento totalitario. La reivindicación de su pensamiento reaccionario viene principalmente de la izquierda, una vez más comprobamos cómo se están pareciendo al nazismo. Su obra es venerada porque desojó las margaritas del liberalismo. Su obra se está leyendo y alimentando los pensamientos radicales de las guerrillas y el terrorismo. Y nosotros como es costumbre de un tiempo acá descollamos en estos menesteres espantosos.


Qué fácil es deslizarnos en las posiciones que mantenemos, en nombre de la bondad podemos cometer las peores atrocidades. ¿Sera posible que civilizaciones que no se entienden por tantos años se sienten  a hablar? Sin duda Carl Schmitt diría que no, seria para él una impostura de la política neoliberal y del republicanismo. Schmitt interpreta la paz y el acuerdo como el fin de la política. En esas manos estamos.

12 de abril de 2016

Al filo de la navaja


Transitamos por un borde incierto porque nuestro destino se encuentra suspendido. Aún no sabemos hacia qué lado se moverá el péndulo. Umbral de la libertad o de la esclavitud, nuestra historia no se define y vivimos con la incertidumbre de donde terminaremos. Unas interminables coincidencias, casualidades, golpes de suerte o mala suerte nos arrojarán en cualquiera de estas dos direcciones. No hay claridad, no se percibe dirección, no hay sentimientos unificadores, desapareció la certeza, el entusiasmo de sabernos mayoría. Somos aplastados por la imparable maquinaria de depredadores que nos quitan el alma, que nos vacían de intimidad, que nos arrojan a la peor angustia, a una crisis identitaria. Ya no somos lo que fuimos.


Hermosa película de Edmund Goulding, Al filo de la Navaja, basada en la novela de William Somerset publicada en 1944. Este clásico del cine, que es oportuno recordar en estos momentos aciagos, trata de la historia de una búsqueda, del viaje espiritual de un hombre que, insatisfecho con el tiempo y la vida que le ha tocado vivir, emprende un viaje para encontrar el sentido de su vida. Protagonista de su historia encuentra los asideros propios en los cuales reconciliarse consigo mismo y vivir a su manera. Es la tarea que nos toca en esta guerra que nos inventaron, donde participamos sin querer de un total sinsentido, del despojo de nuestros referentes que nos constituyen como sujetos, de la imagen ominosa de la muerte cruel. Heridos nos encontramos e instintivamente nos protegemos para no enloquecer. Hacemos intentos diarios por volver a encontrarnos, intentos desesperados que nos recuerdan la difícil tarea de comenzar nuevamente a buscar nuestro sentido, esa aventura que nos hace andar por el filo de una navaja.

Experimento macabro que podemos ver magistralmente relatado en Houseland. Tome Ud. A un hombre bueno y manipúlelo hasta ponerlo a su servicio para las funciones más crueles. Comience aislándolo, torturándolo, separándolo de todos sus afectos y referencias vitales. Cuando ya esté al borde de la locura hágalo enamorarse, trátelo bien y ofrézcale nuevos referentes. Introduzca una ideología en su cabeza y hágale sentir un perenne agradecimiento. Ya lo tenemos, el plato está servido. Buen apetito digiera al hombre nuevo. Están allí y por montones después de diecisiete años; faz inexpresivas, mirada perdida, acciones automáticas, mismo andar y misma manera prepotente, soez de relacionarse con los otros. Despersonalizados, ya no son sujetos humanos y no se plantean ni se plantearan jamás volver a comenzar el viaje por su identidad. Son marionetas y su ser se sacia de tragar todo lo que este en compra y venta. Devorar es su divisa.

Pero también hay una población muy grande que resolvió no pertenecer al mundo del mercado, ni sus cuerpos ni su ser se han puesto a la venta. Poseen sus representaciones sobre el mundo que no les pueden ser arrebatadas, poseen criterios para jerarquizar lo importante, su núcleo central por el cual luchan pertenece a la “lógica identitaria” que nos describió Castoriadis. Pero han sido expulsados de las constelaciones organizadoras que permiten la operacionalidad de sus vidas, se activan las defensas para no ser desintegrados y se busca ese regazo familiar donde esperar que la tempestad amaine. Es individual la salida, unos optarán por religiones que los apacigüen, otros recurrirán a la escritura, la música, el cine, la lectura. Sus casas aun con posibilidades de un cierto confort, pero sin agua y sin electricidad. Las redes sociales se constituyen en aquellos sitios públicos que nos ofrecían un encuentro con los otros. A los que ya no podemos ir por miedo a que nos asalten o nos maten. El ágora de nuestros días.

Ese gran inconsciente el lenguaje que nos arropa y que nos esperó en el mundo, cambió radicalmente, no encontramos los mismos símbolos con los cuales pudimos conformarnos en sujetos conscientes y con intenciones. Los nuevos no los queremos, no son nuestros, no pertenecemos a esta barbarie, no estamos en sintonía. Nuestros deseos no coinciden con este estado de cosas. Rafael Cadena llama desesperadamente a la unidad, y tiene razón es nuestra mayor fortaleza y nuestra única arma para poder trascender tanta tragedia. Pero debemos preguntarnos por qué es tan difícil. Pareciera que todavía no hemos encontrado un factor unificador fuerte que nos aglutine. Cuando creemos que lo tenemos se va diluyendo por el tiempo inerme y la desesperación de seguir en el filo de la navaja.  Un enemigo común, que lo tenemos, no ha sido suficiente. Hemos sido desubjetivizados y arrancados de la socialización, el malestar es único en cada individuo.

La subjetividad regula los destinos del deseo al articular los enunciados que hacen sintonía con una realidad. Las modalidades discursivas vehiculizan la virtud y sin ello somos seres desalmados. Volveremos a encontrar nuestro destino articulado y volveremos a ser sujetos de nuestras vidas pero mientras tanto es la incertidumbre la que reina y la que no hace lazo social al mantenernos desintegrados. Somos los seres humanos los que articulamos la realidad pero al mismo tiempo ella nos articula a nosotros y aquí tenemos que empezar de nuevo. El arsenal subjetivo con el contamos producto de nuestra experiencias pasadas es realmente nuestra única arma. Huecos, filtraciones, errores, contradicciones hay y a montones, si somos hábiles es por allí que debemos colarnos en la búsqueda de nuevas subjetividades, nuevos modelos discursivos, nuevas posibilidades de relacionarnos con la sociedad. Si en algo estamos claros es que queremos cambiar esta terrible y mortal realidad.

Es la expresión de una “crisis” que Hannah Arendt definió como el lugar de reunión conflictivo entre el pasado y el futuro. Este es el momento, aun no estamos ni aquí ni allá. En el filo de la navaja y en plena crisis.

5 de abril de 2016

Ritos

Foto de Federico Vegas

Es propio de lo humano, y expresión de estar inmersos en discursos, emitir mensajes a través de gestos, miradas, hábitos y ritos. Estas expresiones muestran una manera de ser, no solo individual, sino colectiva. Por esta vía se manifiesta el deseo inconsciente y nuestra inserción en una tradición particular. Es la forma que tenemos de legar algo que no podemos trasmitir en palabras porque comporta algo desconocido, un añadido, un plus, una diferencia, una pincelada que revela la marca del autor, un misterio propio. Ese algo que se revela en las formas particulares de estar alegre, de manifestar el dolor; esa forma particular de amar, odiar, e incluso de morir. Diferencias individuales y colectivas que sentimos como un vacío, un despojo cuando nos distanciamos de ellas pero que reconocemos familiar y propias cuando se vuelven a contactar, sin poder explicar de qué se trata. Expresiones como “es algo mío con lo que no puedo hacer contacto si no estoy aquí”. Mitos, historias, relatos, formas particulares de crear y de vivir.


El tiempo lo vamos revistiendo de diferentes significados y de ritos que nos sumergen en emociones variadas. La Navidad, Carnavales, Semana Santa. Los periodos de asueto, de vacaciones, de rupturas de las monotonías, de cambios tan necesarios para el entusiasmo y para el contacto con nuestra única y propia vitalidad. No podemos vivir en una monotonía mortecina sin ir perdiendo los revestimientos simbólicos, el entusiasmo y terminar reducidos a objetos sin anclajes y lazos sociales. Invade una angustia desbordada que nos da la señal del peligro de ya no poder dialogar ni con nuestros muertos.  

Perdemos lo esencial para poder ser reconocidos como “humanos”, la pertenencia a un discurso compartido donde nos reconocemos y reconocemos a los otros. “El aquí no pasa nada y todo sigue igual” es el grito desesperado de haber perdido nuestras tradiciones, nuestros símbolos y nuestros ritos. La sensación de transcurrir como “almas en pena” arrastrando dolor y desarraigo. No sentimos nuestros rituales con los cuales nos revestimos, nuestros adornos particulares, los perdimos o los mantenemos pospuestos; solo invaden como intrusos los discursos ajenos, extraños y sinsentido.

Estas pérdidas vitales, muy patentes en nuestro país, es fenómeno más o menos generalizado en la vida contemporánea, producto de haber cambiado las creencias. Ya no se hace lazos con las ideas, los antiguos dioses fueron desterrados y otros nuevos erigidos. Nuestros cuerpos elevados a una categoría venerable ayudados por la ciencia que los transforman y la tecnología como medio para exhibirlos.  Nos negamos a los cambios que inexorablemente el paso del tiempo impone, queremos permanecer adorándonos frente a un espejo. No son pocas las consecuencias. Los jóvenes quedaron admirados como la perfección de la creación y desprovistos de sus propios cambios. Un vacío de responsabilidades en su formación los hace muy vulnerables a quedar fuera de toda línea civilizada. Abandonados a sí mismos, a su sensación de ser eternos y a la violencia al ser incapaces de reconocer autoridad alguna. No son ayudados en la difícil travesía que implica la adolescencia, no se acompañan con los rituales que señalan los cambios y que ayudan a la inscripción de nuevas etapas y nuevas responsabilidades. Los padres ya no cumplen la función moldeadora porque ellos están embobados con los nuevos dioses de los cuerpos. No se respeta a los mayores, más bien se les desprecia e insulta. Los abuelos ya no tienen lugar y se les abandona.

Dado este descontrol que no nos conduce sino a la expresión de la pulsión de muerte, a la maldad desbordada comienzan a surgir propuestas para inventarnos nuevamente. Eric Laurent, psicoanalista lacaniano, propone la urgencia de inventarnos nuevos rituales para ayudar a los niños a contener su violencia; quizás nuevos modelos para lo cual tendríamos que sacudir a los padres para que despierten de su sueño narcisista y quizás nuevas pasiones colectivas que los inviten a tener algo común con los otros seres humanos. Enseñarlos a insertarse en un mundo y descubrir la maravilla de vivir en armonía. De lo contrario serán victimas fáciles de los delirios terroristas y del desprecio a toda autoridad que los organice. Es lo que estamos viendo en el mundo, las identificaciones, en ese mundo líquido de Bauman, son efímeras y arrojan al vértigo de que nada es propio sino todo es cuestión de oportunidad, todo hay que aprovecharlo de inmediato; las tragedias de los otros es la ocasión para resaltar, enriquecer y trascender. El surgimiento de las tribus. Un mundo descreído.

No se siguen consignas comunes; si se acompaña a los otros en una manifestación común se hace desde un lugar de la ignorancia, no se sabe a ciencia cierta qué se quiere y por qué se está allí, poco importa y cada vez menos nos vemos impulsados de pertenecer a este tipo de manifestaciones. No estamos identificados porque pertenecemos al mundo de la labilidad. Se desconfía y nos cuidamos en exceso de ser utilizados. En realidad desaparecemos como sujetos y en ese vacío solo obedecemos a los fantasmas. Eric Laurent expresa este rasgo de la hipermodernidad de esta manera, “Cuando un sujeto puede decir “no sé por qué estoy allí pero debo estar” se trata precisamente de este movimiento por el cual el que no está identificado a ningún rasgo unario viene a testimoniar de su propia desaparición para poner en escena cierta nadificación de los ideales y valores establecidos y presentar un goce otro”.

El mundo reclama nuevos lazos sociales, salir de la soledad, de los encierros propios. No solo requerimos volver a nuestros ritos con los que nos reconocemos y cohesionamos sino, también, recuperar la confianza en los otros y proporcionarnos seguridad asumiendo nuestros propios riesgos. Un proyecto común que requiere la recuperación de nuestro espacio. Identificaciones sólidas para no volver a dejar que nos arrebaten lo nuestro; para no seguir, como adolescentes desorientados, persiguiendo falsas creencias.


O será como dice Leonardo Padrón “Ya no hay dinero para los ritos”