29 de septiembre de 2015

El derecho a tener derechos

Mucho hablamos de la dignidad humana en términos discursivos, pero tendemos a pasarla desapercibida cuando nos enfrentamos día a día a las experiencias atropellantes que debemos sortear. La imagen que nos hacemos cuando se nos dice que en un país se está violando la dignidad humana, es que se está abusando del ciudadano, que no se le está garantizando su derecho a la vida, a la salud, a la libertad. Nos imaginamos, entonces, a personas desprotegidas por el abuso de autoridades que no respetan los derechos humanos y creemos que esto es un asunto que solo compete al ámbito político y por lo tanto dejamos que sean las personas con poder las que solucionen los atropellos e injusticias. Mientras esto sucede, si es que sucede, pareciera que se vive con una especie de resignación los vejámenes de que somos objeto todos los días. La libertad y la igualdad ante la ley son conceptos que el ser humano conquistó producto de sus luchas a lo largo de la historia; y sobre todo el gran impulsor para esta conquista fueron las dos mortales heridas que nos dejaron las dos guerras mundiales. A partir de allí y con la clara conciencia, por haberla experimentado, supimos que puede haber otros seres humanos que se propongan arrebatar los derechos de otros humanos.
 
Solo por el hecho de ser humanos debemos concebirnos libres para pensar y proporcionarnos una vida digna de ser vivida. No importa el lugar, etnia, credo religioso o preferencia sexual. Ninguna persona puede ni otorgar ni quitar lo que por derecho tiene un ser humano desde el momento en el que nace, su derecho a ser respetado y tratado con la deferencia del reconocimiento a su dignidad. Así mismo como se debe tratar con respeto a un niño y por respeto también educarlo para que tenga conciencia de su inalienable importancia y de la igual inalienable importancia de los demás; así mismo, como adultos, no deberíamos pasar por alto, no deberíamos dejarnos herir constantemente con el bochornoso espectáculo de los maltratos inferidos a través de sentencias truncadas, de atropellos xenofóbicos a destacados comunicadores sociales, con la tortura y muerte a mansalva de los valientes ciudadanos que ejercen a plenitud su dignidad. Cuando vemos a un hombre justo tras las rejas o cuando una digna persona nos debe recordar que “la libertad es una fiesta” es porque en nuestro país se nos están violando nuestros derechos constantemente y se nos está negando una vida digna. No es posible ser espectadores de un circo macabro sin salir de la experiencia mortalmente heridos.
Lo que nos pasa es que no hay un reconocimiento práctico, una conciencia plena de la conquista humana irreversible del lugar que ocupamos en la vida; de los derechos individuales, intocables, indisolubles con los que estamos dotados. No hay conciencia cuando maltratamos a un animal, no hay conciencia cuando arruinamos al medio ambiente y de esa misma manera salvaje como tratamos a nuestro entorno, de esa misma manera salvaje nos tratamos a nosotros mismos. No ocupamos con dignidad la condición de la existencia y vamos dejando en el camino las huellas del desprecio por la titánica tarea que conquistaron nuestros antepasados. Nuestros derechos y el respeto por la existencia es una conquista de todos los días, es tarea del diario vivir; requiere levantar la voz cuando las circunstancias lo ameritan, requiere de la manifestación de la indignación, requiere del reclamo por el despojo de nuestra condición de humanos. Pero para ello antes teníamos que habernos conformados en humanos y en esta importante tarea nos descuidamos. Esta facultad de reconocer y respetar la esencia humana la posee el hombre por su condición de poseer un lenguaje, pero así mismo puede desestimarla, como bien nos recordaba Sandra Pinardi en su conferencia sobre los Derechos Humanos. Pueden quedar relegados a un plano de la idealidad o bien solo escritos en tratados internacionales que muy pocos leen.
Se trata de inscribirse en una ley ética y cultural que  haga posible una convivencia armoniosa. Sin estar sujetos a estos ordenadores morales no es posible la racionalidad ni el ejercicio pleno de nuestras obligaciones y derechos. Ignorando o expulsando las leyes fundamentales que demarcan y definen lo propiamente humano lo que podemos esperar es el primitivismo y la locura. Ya vemos con qué facilidad se logra la barbarie utilizando como medio operador ideologías que desconocen por completo al ser humano en su esencia; lo cosifican y utilizan como herramientas para su perpetuación dominadora. Mientras más atrasada se mantenga una población en cuanto a la concientización de los derechos humanos, más fácil victima será de los atropellos ejercidos por otros. De esta forma recuerda Sandra que la concientización de nuestros derechos constituye un “micropoder”, capaz de modificar estructuras, instituciones; de modificar un orden político. Mantener un estilo de vida digno, a pesar de la insistencia por doblegarnos, es la mejor manera de resistirse a un tirano; ejercer a plenitud y con verdadera responsabilidad las tareas a la que cada quien se dedica y no ceder a imposiciones ni vejaciones en cualquier lugar que estas aparezcan. Ejemplos de dignidad no nos han faltado y conmueven hasta las lágrimas. Reconforta oír en una peluquería, en un restaurant, en las humillantes colas por comida, como la gente comenta emocionada el valiente y emotivo discurso de un hombre que no vende su dignidad por nada. Esas acciones son las que hacen patria.
Heridas profunda dejó a la humanidad el nazismo y el comunismo, pero estamos ahora presenciando otras profundas heridas que se le infringe a la humanidad en nombre de fundamentalismos y populismos que recrudecen en todo el planeta. Personas que tienen que abandonar  su país porque no se les ofrecen condiciones adecuadas para poder desarrollar sus vidas de formas dignas. Allí a donde vayan se llevan consigo lo que nadie les puede arrebatar, su derecho a tener derechos. Y esa es la gran batalla que se libra hoy en el mundo y en nuestro país en particular. Digámosle pues NO a este atropello constante.

22 de septiembre de 2015

Eso no se debe hacer

Estamos tan tomados por esta trágica realidad que a veces pareciera que nos han invadido abusadores, sin haber sido invitados, en lo más íntimo y sagrado de nuestro ser. Borrar esa barrera entre lo público y lo privado es el objetivo de todo totalitarismo, el comunista con aquello de es el “orden de la historia” y el nazismo con su “historia de la vida”. Hacerlo todo público y tener la osadía de juzgar lo más íntimo de un ser humano es de las cosas que no se deben hacer. Las personas tenemos derecho a sentir como sintamos, tenemos derecho a indignarnos, a sentir dolor, a  tener miedo, odio. Tenemos derecho a perder las esperanzas y luego, y con suerte, a recuperarla. A tener un sentido trágico de la vida o por el contrario a creer que las acciones humanas siempre conllevan a la búsqueda y logro del bienestar. Así que aquello de ¿por qué estas abatido si eso ya se sabía?, duele por la lejanía empática y por la soledad en la que se deja al otro. Esas reacciones provienen de alguien que se erigió en autoridad moral y determina como debe sentir el otro o no; de alguien que además se erige en autoridad intelectual y determina lo que se tiene que saber o no. Montarse en un pedestal y mirar hacia abajo a los demás, no se debe hacer.
 
Unos de los grandes logros de la civilización occidental son el derecho, las instituciones, el resguardo de la ley y la justicia, sin las cuales no tenemos elementos que nos protejan de las fuerzas salvajes destructivas de la naturaleza y de los instintos más bajos de los humanos. Quedar a la intemperie y sin protección nos hace seres débiles y objetos fáciles de la manipulación y esto, simplemente, no se debe hacer. No se puede permitir que nos socaven las herramientas fundamentales para la seguridad para quedar entonces presos del resentimiento y del constante presentimiento de la maldad que acecha; convertirnos en seres atentos solo para la sospecha y de esta forma vivir encerrados en nuestros miedos sin tener la capacidad de comprender y unirnos al que esta de igual manera maltratado. Perder la capacidad de vernos y entendernos porque, sin duda, el malestar dificulta el vínculo social. Convertirnos en enemigos o ceder ante los espejos de imágenes distorsionadas, solo por el espejismo de migajas protectoras; esto no se debe hacer. Adoptar una moral utilitaria, donde no ponemos en juicio las consecuencias de nuestros actos; en la cual no se tiene en consideración el daño que se le hace al otro al desconocerlo es optar por la soledad más radical en un momento en que somos devorados por la tiranía. Romperles las alas a los que tienen la valentía de dar la cara y oponerse abiertamente y asumiendo sus propios riesgos, por aquellos que se prefiere conservar las prebendas materiales aunque limitadas, es algo que no se debe hacer.
La dignidad humana estriba en mantener el talante ante la adversidad, no ceder en nuestras íntimas convicciones por más trágicas que sean las circunstancias, pero también en reconocer que el otro, el que se nos parece, el que está igualmente sometido y abatido por las mismas circunstancias, el que decide hablar y mostrar su dolor debe ser respetado; despreciarlo no es digno y eso no se debe hacer. El éxito absoluto e inmediato de las acciones tendientes a recuperar un mínimo de civilidad, no se puede esperar por más desesperados que estemos. El camino ha sido lento tanto para las fuerzas opresoras como para las liberadoras. Hemos llegado lejos y podemos decir y sentir con toda razón que estamos todos presos. Pero también es verdad que cada vez más la indignación y el rechazo al tirano se siente con mayor ímpetu y quizás estemos ya viviendo etapas terminales que suelen ser las más duras. Tenemos derecho a atravesarlas con mayor o menor escepticismo; pero lo que debemos evitar es andar insultando, desprestigiando y acusando de traición a los actores políticos del lado de la democracia. Como tampoco es admisible las descalificaciones de ellos para con nosotros. Destruirnos entre nosotros, no se debe hacer. La base de los derechos humanos es el derecho a tener derechos. Comencemos entonces a reconocer el derecho que tiene cada quien a sentir y pensar cómo puede y quiere, claro, siempre y cuando se trate de un ser que respete los derechos de los otros. Si no es así, es allí donde debemos identificar al enemigo y marginarlo de sus derechos. El tirano es el que debe estar preso, simplemente porque no cumplió con su deber de hacerse humano y eso no se debe hacer.
Perder la vida sumidos en una indiferencia hacia las manifestaciones culturales, no indignarse ante el arrebato de nuestras fuentes de entretenimiento que nos ofrecen un crecimiento en la formación cultural: un libro, una película, un concierto o el deleite de poder ir a caminar en un bello parque es renunciar a ser ciudadanos y esto no se debe hacer. Ya no hay espacio para el ocio y mucho menos para el negocio, por lo que solo nos va quedando el ruin y desbastador lugar de la pereza y el automatismo de la sobrevivencia; lugar destructor de los verdaderos valores humanos. Caer en acciones tramposas permitidas por la distorsión del régimen opresor es optar por marginarnos del compromiso con una patria que duele y contribuir a su destrucción; esto simplemente, no se debe hacer. La vida en la incultura es siempre igual, como bien señala Sabater, no quedan las ganas morales ni siquiera de trascender el aburrimiento a la que nos empujan lo que nos quieren ver a todos uniformados. Como apuntaba Mallarmé “Maldición, mis sentidos, mis instintos, están tristes, y ya he leído todos los libros”. Entregarse sin resistir a que nos quiten la vida, bien con un tiro o de aburrimiento, no se debe hacer.
Creer invencibles a los portadores del mal, mistificarlos como diabólicos estrategas y sentirse disminuidos ante sus ruines intenciones es algo que no se debe hacer. Son, por lo general, personas corrientes y muy incultas que al quedar descubiertas muestran su falta de “palabras” para explicar su entrega a la maldad. Seres banales como muy bien legó Hannah Arendt a la humanidad para ayudarnos a combatirlos y eso si es algo que debemos hacer.

15 de septiembre de 2015

¿TOLERANCIA A QUÉ?

Últimamente se viene llamando a la tolerancia. Comienza a destacarse un valor y a exigirse una comprensión con visos de perdón, precisamente en tiempos en que hemos sido objeto de la mayor intolerancia de nuestra historia reciente. No se ha permitido o al menos se ha perseguido, no solo las acciones de protestas a un régimen agobiante, corrupto e ineficiente, sino que las voces que se levantan en manifestación crítica de este gran fracaso, son perseguidas, amenazadas y excluidas incluso si provienen de las mismas filas del grupo opresor. Del lado de los insultados y maltratados aparece un mandato cuasi religioso de “no te comportes como lo que criticas” sé tolerante. En esta disyuntiva moral un poco insensata nos encontramos divididos, porque una cosa es no salir a insultar y maltratar como lo han hecho los “poderosos” y otra y mucho más compleja es que se nos reclame comprensión y perdón. Hagamos un poco de reflexión al respecto para poder tomar una decisión racional y ver después si la emoción podría acompañar la escogencia propia, individual y libre. Si la tolerancia se ha puesto de moda, como sostiene Alfredo Vallota, no necesariamente tenemos que seguir la moda y hacer colas en las tiendas de valores morales.
 
Comencemos entonces por preguntarnos qué es la tolerancia. ¿Tolerar significa por ejemplo aceptar cualquier argumento sin ponerlo a prueba en su racionalidad? Estaríamos de este modo rechazando el juicio y control proveniente de la facultad de pensar. ¿Tolerar significa aceptar cualquier conducta, acto o intención? Estaríamos, entonces, poniendo los valores, que deben guiar al comportamiento humano, en un mismo cajón, revueltos y estrujados. ¿Tolerar es una coartada con fines de arrimar al mingo al que se ha comportado como adversario de mis valores esenciales? Estaríamos entonces siendo manipuladores y pocos honestos en nuestra aparente aceptación, coartada que termina siendo fracasada porque tarde o temprano el otro regresará a sus posiciones contrarias a las nuestras. Ejemplos sobran en nuestra historia reciente. Cada quien se sienta en su verdad y de allí es muy difícil un movimiento una vez que los criterios están arraigados, una verdad basada en la democracia, la libertad y la ley no se cambia por el autoritarismo, la imposición y la arbitrariedad. Igual ocurre en el camino contrario, en este sentido los signos de conducción suelen ser rígidos; no cambiamos de dirección porque otro trate de comprarnos o seducirnos o al menos no deberíamos. Es cierto que a las verdades no llegamos en solitario; es un debate que sostenemos a diario con nuestros semejantes que ven las cosas de diversas maneras pero siempre dentro de ciertos límites que nos sirven de bases para la comprensión y el intercambio de ideas. Deberíamos al menos esperar que el otro comparta valores de bondad y esté interesado en acercarse a la verdad. De esta forma podríamos entender a la tolerancia como un talante de convivencia, aceptar al extranjero con sus costumbres y hábitos pero para ello también tenemos condiciones, no es aceptable, por ejemplo, costumbres muy apartadas de una tradición propia. No veríamos con buenos ojos rituales de sacrificio humano que podrían ser tolerados en otras latitudes, como tampoco imposiciones por cambiar nuestras maneras de vivir, nuestros valores y nuestra historia. No es permisible llegar y hacerse de un país imponiéndose como hicieron los colonizadores en épocas no tan remotas. En este caso es razonable la defensa por conservar lo que nos hace sentir como ciudadanos identificados. ¿Entonces podemos decir que la tolerancia es relativa? ¿Qué es admisible ser tolerante con los otros a veces y otras veces hay que ser intolerante?
Pareciera entonces que si vamos a considerar a la tolerancia como un concepto moral habría que calificar a ésta misma como buena y como mala, aceptable o no aceptable. Podríamos decir que la tolerancia es buena si abre caminos a valores moralmente aceptables y no lo es sí con ello permitimos que se instaure en nuestro ceno factores perturbadores de la convivencia armoniosa y pacífica. Podríamos, entonces, entrar en una diatriba sobre que son los valores moralmente buenos. En este punto no deberían haber medias tintas, o se es demócrata, defensor de las libertades humanas y respetuosos de la ley o no sé es. No es admisible que en un momento se esté en una orilla y el siguiente se esté en la orilla contraria porque así me conviene. Ante este tipo de comportamiento guabinoso y acomodaticio, la intolerancia es al menos comprensible. Los parámetros en los que se nos pide ser tolerantes deben ser enmarcados para poder considerar que, en ese caso específico, ser tolerante es aceptar un valor moralmente bueno. El pluralismo en una sociedad es razonable y podemos ser tolerantes con aquellos que difieren de nosotros en cómo llevar a cabo el bien de los ciudadanos, pero no tenemos la obligación moral de ser tolerantes con aquellos ciudadanos que afirman valores antidemocráticos.
Generalmente se le pide tolerancia al más débil en una relación de poder, al que queda sometido por las fuerzas opresoras de aquel que se hizo del poder y no profesa valores democráticos. Al tirano no se le exige tolerancia, en primer lugar ¿quién se lo va exigir? Y en segundo lugar seria como una contradicción lógica, si el tirano está sentado en su verdad y tiene como único objetivo imponérsela a los demás, entonces  ¿tolerancia a qué? Los otros no están en posición digna de ser escuchados, vistos, respetados. Así es como la tolerancia podría entenderse como un medio de sometimiento. “Ocupa tu lugar y aguanta” sé tolerante. En este momento más que nunca podemos reconocer, porque lo vivimos en carne propia, lo que significa las intenciones de sometimiento del que no cree en la justicia y no posee como valor la libertad. Pero a pesar de la tortura que estamos padeciendo, nuestras inclinaciones religiosas, mal entendidas, nos llevan a pensar que es posible tolerar al verdugo. Basta un pequeño gesto de cualquiera de los que se han mantenido cómplices del presente atropello para que salgan en carrera personajes públicos valiosos en su rescate inmediato, en un manifiesto mensaje de “aquí no ha pasado nada” y los que se mantienen firmes en “si, aquí sí ha pasado algo y grave” son inmediatamente calificados de intolerantes y radicales. Estamos perdidos, la brújula firme de lo que se puede tolerar y de lo que no se puede tolerar, se ha perdido y las voces moralistas del comportamiento y del pensar de los otros se erigen con desparpajo en una clara manifestación de irrespeto. La pregunta entonces sería ¿Quién se está comportando como lo que critica, el que es intolerante ante la imposición o el que juzga al que no tiene el perdón tan a flor de piel?
En la Modernidad y después de mucho andar, se ha conquistado el privilegio por el individuo, el respeto, la libertad, la justicia ya son, en nuestros días, valores irrenunciables. Una vez que ha sido conquistado ese privilegio podemos tolerar el modo de pensar y actuar de los demás, aunque sea diferente del propio, solamente en el caso y con la única condición de que el otro reconozca y respete las libertades y los derechos fundamentales de las personas. Cuando la manera de actuar y de pensar del otro se desliga de estos valores fundamentales de la democracia, tenemos el deber moral de ser intolerantes.

8 de septiembre de 2015

El Despojo

Desde Freud sabemos que el sujeto depende de su historia y de su inserción en el medio en el que creció. Esa cosa, el mundo que nos acogió, que estaba antes de nosotros y que Descartes denominó la res-extensa, conformó lo que somos y como operamos en nuestra vida. Ese océano enorme en el que nadamos con inseguridades pero a la vez con la brújula que nos orienta en lo familiar, en los códigos conocidos, en el leguaje con el que nos tratamos de explicar y entender a los otros, nos permite permanecer más o menos plácidos y flotando. A pesar de sabernos diferentes en nuestras especificidades, miramos a nuestro entorno sin recelo, sin miedo porque nos es conocido. Se trata de la constelación de identificaciones que fuimos haciendo en la medida que crecimos y comenzamos a darnos tropezones  en el camino. No pocas veces en la vida se nos rompe este camisón constitutivo y surge una parte violenta, por su carga emotiva sin freno, a la que no hubiésemos tenido acceso sino fuera por su aparición abrupta en esos episodios que nos dio por denominar “crisis”.
 
¿Qué hacemos en esos momentos? En primer lugar nos desconcertamos, nos invade un gran malestar y en muchas ocasiones recurrimos a un especialista, junto con el cual, emprendemos un camino de elaboración para encontrar el lugar particular desde el cual vamos a seguir dialogando con nuestro entorno. Camino doloroso, difícil y apasionante porque requiere sumergirnos en nuestros mares revueltos. Pero allí pataleando para no ahogarnos, contamos con nuestros recursos, con las propias cicatrices producidas en nuestra historia y contamos con otra mano confiable que nos ayudará para que la marea no nos arrastre. Permanecemos, de esta manera, en un entorno amigable en el cual nos volvemos a construir. Pero ¿qué realmente nos pasa si la turbulencia desatada no depende de nuestras ganas de apaciguarlas? ¿Qué nos pasa si somos arrancados de cuajo de nuestras identificaciones? ¿Qué nos pasa si ya nuestro entorno no se parece en nada a lo que estábamos acostumbrados? ¿Qué nos pasa si los seres más queridos se nos van? ¿Qué nos pasa cuando perdemos al país? ¿Qué nos pasa si el despojo es masivo? ¿Qué nos pasa si el querer recuperar lo nuestro no depende de nuestras ganas? ¿Qué nos pasa si ya no existe esa mano amiga que nos oriente? Quedamos como decía Borges, “solo y no hay nadie en el espejo”.
Se produce necesariamente un cambio en la subjetividad, somos arrojados a una irremediable marginalidad producida por el cierre de los espacios desde los cuales intercambiábamos con nuestro mundo y pasamos a ser “cosas” objeto de los vaivenes de aquellos monstruos que experimentan de forma macabra con cada uno de nosotros. El pensamiento en cierta forma se paraliza porque ya no tiene cabida el deseo de trascender el malestar, no depende de nosotros. Quedamos presos de la subsistencia elemental. Es este el principal padecimiento actual y lo que nos mantiene paralizados. Hay miedo, si por supuesto como no tenerlo, pero no es el pánico en primera instancia el motivo de nuestra falta de energías. Es ya no saber quiénes somos y como llegamos a esto en un proceso lento que nos fue despojando. Estamos en un proceso de duelo en donde la primera pregunta es ¿Qué sentido tiene seguir viviendo de esta forma? Unos se van a buscar otros derroteros y con toda la razón. Allí, donde lleguen, poco a poco irán experimentando nuevas vidas y logrando nuevas identificaciones; de esta forma se irán distanciando de sus ciudades y costumbres de origen. Ya no serán los mismos y no pertenecerán totalmente a ningún sitio que es el verdadero drama del emigrante, pero tendrán la alegría de una calidad de vida que en su propio país les fue arrebatada. Otros se quedan arrastrando los pies en la pesadumbre de dedicar la vida a batallar por no perder las cuotas de dignidad posibles; haciendo un esfuerzo titánico por no perder totalmente el reconocimiento como seres humanos. El Otro que te mira es un ser cruel.
Una maquinaria destinada a abolir la humanidad de una persona, a reducirla a objetos de desechos donde ya no puede sostenerse la dignidad de la elección. Queda solo una elección inconsciente orientada por las fijaciones infantiles, lo que explica que la manifestación del sufrimiento sea diferente en cada quien. Pero la elección producto de una voluntad consciente, la elección de la vida que queremos vivir queda reducida a la intimidad de cuatro paredes en donde fuimos forzados a  encerrarnos. El modo como sufrimos es absolutamente singular pero ninguno escapamos del dolor profundo de haber sido despojado de lo nuestro. Hasta ahora se ha cumplido el objetivo de la conformación de individuos necesarios para conservar el sistema y para conservar el poder, pero siempre hay una hendidura, una falla por donde debemos colarnos con habilidad y destreza si aún tenemos ganas de recuperar lo nuestro. Se hace, de esta forma necesaria, las estrategias firmes, los discursos alentadores y las nuevas formas de redefinir las relaciones del sujeto singular con el tipo de sociedad que nos gustaría conformar. Tenemos, en este aspecto, una gran deuda con nosotros mismos y las nuevas generaciones. Un nuevo pensamiento, sin sujeto, debe impregnar nuestro ambiente. Un pensamiento del que debemos apropiarnos para adquirir el ímpetu necesario en momentos cruciales como los que atravesamos.
No le pidamos a otro nos devuelva lo nuestro, vayamos todos con coraje a recoger nuestras pertenencias con las herramientas posibles que nos ha legado el mundo civilizado. Digamos un no rotundo a los depredadores y alcemos nuestra voz, la que no debemos permitir nos sea despojada.

1 de septiembre de 2015

La insólita realidad nuestra

Me desperté sobresaltada por mi propio grito y de un brinco caí sentada sobre una extraña cama. Alguien me abrazó y me dijo tranquila fue solo un sueño. No identificaba donde estaba ni con quien. Esos momentos terribles y de mucha angustia que provoca la desorientación total, me tomó un tiempo recordar y situarme en el presente, ver a Marcelo me ayudó.
 
-¿Cómo que un sueño? Viste en el lio que me metiste por estar con tus frivolidades y cuentos mal contados.
 
Diciéndole esto me levanté y me fui a sentar en un rincón de esa extraña e inhóspita habitación y me enfrasqué en mis soliloquios. ¿A quien se le ocurre construir una casa como esta?, ¿es que ya se perdió todo sentido de la estética en este maloliente país? Ni una sola ventana cuando el clima es cálido y los verdes exteriores son nuestro gran alivio. Hay que creer que la gente no respira, si me mantengo aquí por mucho tiempo voy a comenzar a desarrollar un cuadro severo de claustrofobia. Y de repente recordé lo que estaba soñando, mi papá perseguido por unos brujos vestidos de blanco, con diferentes parapetos en la cabeza, desdentados y con palos, mecates, piedras y animalitos en sus manos. Estuve a punto de gritar nuevamente recordando aquella escena. Lo enigmático del sueño es que mi papá sonreía y mantenía una cajita en sus manos.
Entonces fue cuando recordé. Un día, siendo yo una niña, llegó mi papá con una pequeña caja de madera muy bella que parecía muy antigua. En seguida lo interrogué y me dijo que la había traído del cementerio y la iba a enterrar al lado del limonero en el jardín posterior de nuestra casa. Me dije serán las cenizas de mi abuela que la quiere tener aquí en casa. No pregunté más y lo acompañé en silencio a su privado ritual. Era un acontecimiento de mi infancia que había borrado completamente porque de ello no se habló más. En seguida me juré que esto no lo iba a saber nadie. Según estos ignorantes brujos, que deben asesorar a los todavía más ignorantes usurpadores del poder en mi país, allí estaba la solución para mantenerse destruyendo lo que es nuestro. Pues no, no lo tendrán, aunque yo no creyera en eso y esa fuera mi llave a la libertad. Por encima de mi cadáver, me dije en un arrebato de heroicidad.
-Ayer parecías otra no paraste de insultar y hablar por todo el camino. Te tuve que tapar la boca, nunca he escuchado tantos improperios tan bien usados. -Me picó el ojo en signo de complicidad.
No lo recordaba pero ahora que lo mencionó sé que quedé hipnotizada con el olor de su mano y por ello debe ser que guardé silencio, no se lo dije, estaba en realidad molesta y no quería que me hablara. Volteé a verlo y noté que se mantenía estático mirando al techo.
-¿Qué miras?
Por esa claraboya vamos a escapar y diciendo esto oímos un ruido fuerte y un hombre que cayó del cielo como un ángel sin alas. Rompió el plástico y se precipitó desconcertado en el aquel hueco que ahora llamaban habitación. Se paró en seguida y pidió disculpa con unos ojos pelados del terror.
-Soy técnico de DIRECTV estaba arreglando una antena en el techo y me resbalé. Les aseguro que soy buena gente, nunca antes me había pasado esto. No se preocupen yo voy a correr con los gastos del destrozo ocasionado.
-No, tú lo que vas a hacer es ayudarnos a escapar por allí, estamos secuestrados. -Le contestó Marcelo tranquilamente como si estuviera pidiendo le trajeran un vaso de agua.
Si sus ojos denotaban terror ahora parecía que iba a caer al suelo desmayado
Yo no salía de mi estupor y pensé enseguida ¿Será verdad aquello de que por DIRECTV te espían? En este insólito país ya hemos perdido toda noción de la realidad. Vivimos sin duda un realismo mágico. Estando en esas profundidades reflexivas oí la voz de Marcelo por primera vez un tanto contrariado.
-Ah no, ahora no. Te pones en tus cinco sentidos sobre esta encrucijada en la que estamos, porque tenemos la gran oportunidad de irnos. ¿Es eso lo que quieres, nooooo?
-Sin las joyas de mamá no me voy a ir, que quede claro.
-Siempre las he tenido yo. Agarra tu clavel o lo que quede de él y marchando.
Caminamos un largo trecho apurados, pero después ya estábamos prácticamente paseando. Eso sí callados y tomados de la mano.
-Está atardeciendo que te parece ir a un lugar seguro y observar el atardecer viendo el Ávila. Ya sabes que el mío es con soda. Hay que descansar porque mañana tenemos que resolver muchas cosas. Pero eso ya es otro día.
Insólito, también estaba al tanto de los atardeceres maravillosos desde mi casa. Me dije este hombre es determinante, de esos que no discuten, no dan explicaciones y hacen lo que les da la gana. Sabe lo que quiere y puede remontar montañas para lograrlo.
No me equivoqué, siempre ha sido así.