27 de octubre de 2015

El Odio es una emoción


El odio es una emoción que todos hemos sentido alguna vez en la vida. Es tan primitivo en nuestro sentir como lo es el amor; sentimos odio y amor por nuestros padres desde muy pequeños, amor cuando somos protegidos y complacidos en nuestros deseos y odio cuando somos víctimas irremediablemente de las normas educativas. Al estar indefensos no podemos hacer otra cosa que obedecer por las buenas o por las malas; odiamos a aquel que nos restringe y nos prohíbe y amamos a quien nos deja hacer lo que queremos. Como es la misma persona parental que nos permite y nos restringe, resulta que amamos y odiamos al mismo ser sin el cual, al fin y al cabo, no podríamos subsistir. Es la ambivalencia que desde esos tiempos tempranos nos acompañará toda la vida. Incluso Freud planteaba que el odio es más primitivo que el amor, quedando unidos indefectiblemente, amor y odio en un constante intercambio del objeto de las pulsiones. Al odiar queremos el mal para el objeto hostil y al amar queremos el bien para el objeto bondadoso.


La tradición judeo-cristiana, nos invitó  a “amar al prójimo como a nosotros mismos” y “amar a Dios sobre todas las cosas” pero estos mandatos religiosos por tratar de obviar esta emoción ancestral no dejan de lado el problema del odio. Se hace válido  preguntar ¿Habría que odiar a todo aquel que no ame a Dios? O las personas que no se inclinan por andar amando a todos por igual, o que aman a algunos y a otros no ¿también son merecedoras del odio del no elegido? Tal vez la respuesta sería de “ninguna manera” el odio es un mal que debe ser erradicado del alma. Muy bien pero resulta que lo admitamos o no albergamos este sentimiento como parte de las pasiones indestructibles del hombre. Ignorando, censurando o negando no estamos borrando de la faz de la tierra un fenómeno cotidiano. 

Es más, sería muy peligroso, porque reconociendo el odio es como éste podría ser tramitado, para evitar que se convierta en conductas no aceptables socialmente, o en una fuerza destructora del propio “yo”. Freud ubicó el odio del lado de la pulsión de muerte, fuerzas que destruyen si permitimos dejarlas a su libre destino. Fuerzas que pujan sin cesar por satisfacción y que se dirigen en contra de toda creación y construcción vital del ser humano. Una constante lucha entre lo destructivo y lo vital que vemos todos los días en los fenómenos caseros y mundiales. Que albergamos en nuestra psique lo queramos admitir o no.

La tendencia de reglamentar al odio puede ser peligrosa, porque allí lo que se hace es prohibir incluso su manifestación. Quedarse callado y no decir que se odia, por ejemplo, la injusticia y los actos vandálicos, es simplemente una impostura y ese odio reprimido se manifestará, entonces, en contra de las personas que teniendo una mayor libertad para reconocer sus emociones manifiestan su odio por lo que es realmente malo. Malo es quedar sometido a una banda especialista en odio que trata de destruir todo lo que le resta hegemonía para imponer su goce único y abarcador, que la emprende contra aquel que se plantea un goce limitado con su propio mundo construido. Para llevar a cabo semejante plan destructivo, el resentido, se ampara en un padre todopoderoso que lo protege y garantiza su libertinaje impositor. Como al fin y al cabo estas tretas terminan implosionando, el padre protector muere y con él termina la garantía, los miembros de la secta henchidos de odio acaban destruyéndose entre sí. Comenzamos a observar este fenómeno del comportamiento humano tan conocido y repetitivo que Freud narró en su Toten y Tabú. Muerto el padre de la horda que tenía todo el goce para él, los hijos se destruyen entre sí para alcanzar la cuota de goce que les había sido negada.

Así que, con motivos objetivos o subjetivos para odiar, lo adecuado no es su represión por mandato de alguna cosmovisión vigente en la cultura. La represión podría hacer padecer a un sujeto de manera insoportable a través de la culpa, que al no poder ser subsanada vías rituales de expiación, se erige en el propio tirano de prohibiciones constantes. Prohibido todo, incluso malos pensamientos, malos sentimientos y malos sueños. Padecimiento inútil e innecesario porque las emociones fuertes, como sin duda es el odio, terminan manifestándose a través de los síntomas, lapsus y sueños como se manifiesta lo reprimido. Pero por otro lado, al no reconocerse que se odia e intensamente, se podrá terminar sumándose a grupos delictivos que toman cualquier ideal, mientras más loables mejor, para justificar a otros y así mismo sus fechorías. Es en este punto que debe caer la condena moral cuando se traspasa a lo social lo que no está permitido, hacerle daño a otro.

La madurez y la civilización se alcanzan solo por el razonamiento, cuando entendemos que el comportamiento debe estar regido por lo razonable y por las elecciones de una vida dentro de las normas de la convivencia. No tenemos ni debemos llevarnos por una moralidad milenaria que prohíbe hasta lo más humano como es conocer que sentimos odio; no actuarlo porque el razonamiento nos indica que por esa vía seremos sancionados y con razón, es otro asunto. Es lícito sentir odio por las injusticias, los asesinatos de los inocentes, las torturas, los dictadores y tiranos, ellos actúan al margen de la ley y con impunidad; entonces nadie me puede indicar que no sienta odio y desee el mal para el que hace mal; hay que desmitificar el mito que hace del odio un sentimiento de maldad. No se es bueno porque se ame ni se es malo porque se odie. 

Los seres humanos no son tan simples y por lo tanto no lo es el mundo que hemos construido; el cual deja mucho que desear entre otras cosas porque, parece mentira, no prevalece la razón, la ilustración y la sensatez; aún seguimos regidos por mandatos superyoicos dictados por una instancia superior que para inventarla y llenarla de oropeles no nos falta imaginación. El ser humano es producto de sus circunstancias, de su historia, de sus objetos amados y odiados  perdidos; si alberga en su alma impulsos constructores o destructores es producto de su camino recorrido y la fortuna o infortunio que le marcó la vida. Pero su obligación primordial está consigo mismo y por lo tanto tendrá que dosificar y administrar sus pasiones, no se puede vivir con tranquilidad si se ama demasiado, así como tampoco si el odio abarca todo el espectro emocional.

20 de octubre de 2015

Sobrevivir o vivir


Cuando decimos que estamos sobreviviendo a ¿qué realmente nos referimos? La descripción sería más o menos ésta: perdimos nuestras costumbres, perdimos nuestras diversiones, perdimos la seguridad que nos arropaba, perdimos el contacto con nuestros seres queridos, perdimos… y sin embargo seguimos de alguna forma funcionando. Funcionando quiere decir que cubrimos lo esencial: nos bañamos cuando hay agua, comemos lo que encontramos y no le hacemos mucho caso a los gustos y las ganas; nos reunimos muy de vez en cuando con lo mínimo que podemos contribuir; transitamos cerca de casa y con todos los sentidos muy bien puestos porque el peligro acecha y tenemos miedo. Pareciera que lo único que ya importa es no perder la vida porque allí si es verdad que todo termina; como dijo una necia “es para toda la vida”. 

Fenomenológicamente eso es sobrevivir y no vivir; pero eso que estamos haciendo no es inocuo y acarrea grandes costos de todo tipo a un ser que por sus méritos propios y por el soporte que les brindó, en su oportunidad, su familia y sociedad se convirtió en un ser humano.  No le queda otra opción que agarrarse de sus recursos internos o bien de sus coartadas psicológicas a las que quedó atado en su “novela familiar”. No es fácil de este modo la convivencia, porque las neurosis no hacen fácil el encuentro sano entre los seres humanos. Porque carecemos de las gratificaciones y el carácter se nos va agriando, porque nos enfermamos, porque dejamos de razonar adecuadamente y por lo tanto de poder evaluar, con propiedad, la realidad. Expulsamos al exterior todo aquello que no podemos reconocer como nuestro, y abonamos el terreno de la agresión y la hostilidad. 


De allí que estemos viendo, en su forma más descarnada, a las personas asumiendo sus posiciones vitales de una manera defendida y, quizás, un tanto rígidas. El que tiene tendencia por la tragedia, ahora está más trágico; el que se inclina por la ironía y el humor, ahora está más gracioso y ocurrente; el que naturalmente ha percibido al mundo como hostil, ahora está más violento y agresivo; el que se siente culpable por esta tragedia, ahora está pidiendo disculpas de una forma muy particular con el “yo no sabía” ; el que no puede vivir sin el reconocimiento de las multitudes, ahora anda haciendo piruetas para volver a encontrar los aplausos que se extinguieron por muchos años. Estas expresiones que lamentablemente lucen caricaturescas, entre otras cosas porque hemos perdido la inocencia, adornan feamente nuestras vidas ya sin adornos. ¿Qué es lo que provoca realmente?, salir corriendo y escapar por cualquier puerta que se nos abra de este espectáculo bufo y a la vez macabro. Muchos, muchísimos ya lo hicieron y otros estamos resistiendo, sobreviviendo lo que ya se nos tornó invivible.


¿Qué hacemos? Digamos podemos hacer un esfuerzo por asumir una convicción realmente opositora que no dependa de organizaciones ni de líderes políticos que marquen pauta. Pero ¿Cómo? Encontremos un lugar propio como sujetos desde el cual actuar y que no sea negociable ni doblegable. Tomemos nuestras propias decisiones y terminemos de entender que no es por voluntad propia que las cosas se remedian; se cambia en sociedad cuando la mayoría de sus integrantes sean personas que decidan ser sujetos de su propia historia y se hagan responsables de sus actos. Seres íntegros que no transigen son pocos y destacan en una población mayoritariamente muy básica en sus intereses vitales. La invitación es a la reafirmación del yo creador; Freud, que no vivió una vida fácil y que tampoco auguró para la humanidad felicidad plena, invita a el humor como una de las maneras de triunfar sobre el dolor y la destrucción personal “El humor no es resignado, es opositor; no solo significa el triunfo del yo, sino también el del principio del placer, capaz de afirmarse aquí a pesar de los desfavorable de las circunstancias reales” Hay que tener humor y buen sentido del vivir bien para, a pesar de esta calamidad sin límites, seguir produciendo culturalmente. Testimonios de ese tesón no las dan esos seres, insignes venezolanos, merecedores de premios internacionales que nos llenan de orgullo y fuerza.  Esta es la verdadera forma de oponerse a la barbarie.


Las sociedades y los seres humanos siempre hemos atravesados por crisis, eso nos lo debe recordar la memoria histórica. Supone la ruptura de un orden simbólico a través del cual ordenábamos nuestro mundo particular; al producirse esta falla sentimos un vacío y lo llenamos con síntomas, que son los que estamos observando con perplejidad; una comunidad enferma en la cual se producen crímenes que revelan un sadismo sin límites. Falló precisamente el ideal de sociedad que soñábamos y la pulsión desbordada arrancó a actuar. Sin desconocer la descomposición colectiva que es una realidad, la salida momentánea para más o menos vivir sin enloquecer es particular, porque estando bien (o lo mejor posible) podremos contribuir, en mejor forma, a la construcción y cambio que necesariamente debe producirse en el país. Ocupar el lugar del deseo de cada quien y desde allí actuar en pos del mejoramiento de este estado de cosas. No podemos evitar sufrir pero el actuar creativo con el dolor es la invitación para oponernos a lo perverso; conseguir nuestras propias respuestas porque ellas no provienen del exterior. De allí que la historia también nos muestra lo que han logrado personas geniales en épocas terribles por las que tuvieron que pasar. El horror no debe pasar desapercibido, escondido; el deber es revelar esta verdad.


Svetlana Alexievich, premio nobel de literatura 2015, vivió unas de las peores heridas que la humanidad se ha infringido;  gracias a ella y a otros seres valientes testigos de ese horror hoy podemos conocer cómo es posible vivir en una guerra. En una conferencia dictada en México en el 2003 nos regaló esta advertencia “Sin el testimonio humano, sin los esfuerzos de cada uno de nosotros para comprender algo en este mundo, sin los informes individuales de cada uno de nosotros, nuestras dudas, testimonio de los acontecimientos, etc., el cuadro del mundo estaría incompleto. Así que cuando en un libro se integra cien o doscientas voces emerge cierta imagen del acontecimiento en la que ya confías. No tienes ya la sensación de que te están mintiendo, aunque más o menos todos mentimos un poco”


Todo ser que actúa desde su deseo es un artista y se aparta de la banalidad en la que vivimos. Solo desde ese lugar se puede desplegar el propio discurso y se puede legar a la humanidad una verdad.

13 de octubre de 2015

¿Otro delirio más?


Como colectivo, como nación, como ciudadanos vivimos una incertidumbre que se hace insoportable. Es el efecto de una crisis general que ha llegado a límites intolerables, nada funciona, todos nuestros más elementales quehaceres se han tornado hostiles, difíciles, imposibles. Vivimos amenazados y  estamos obligados a presenciar hechos monstruosos cada día más espeluznantes. Sumergidos en el horror permanecemos inertes sin ver, sin presentir una verdadera lucha organizada, estructurada para salir de esta tragedia. Los intentos, loables pero no suficientes, se muestran fríos, distantes, silentes. Se siente en el ambiente una angustia insoportable, puede escucharse, palparse. El aire se ha vuelto pesado, el caminar lento, todo parece ensombrecido, los deseos se encuentran mermados, las esperanzas se diluyen y se oye cada vez con mayor frecuencia: estamos perdidos y no hay nada que hacer. La sensación de haber caído en manos muy perversas y estar allí sometidos sin posibilidades de movimiento, secuestrados. Estamos como sociedad, deprimidos y con pocas herramientas internas para darle un empujón nuevamente a nuestras fuerzas vitales.


El malestar en la cultura de Freud puede ser apreciado en su máxima intensidad, no hay espacios de deleite que nos permitan alimentarnos culturalmente y los pocos que aún se mantienen gracias a la labor empecinada de unos pocos ciudadanos ejemplares, son disfrutados a medias porque pende sobre nuestras cabezas las amenazas de la violencia y el horror. Estamos sometidos por las prohibiciones que ahora ejercen con una autoridad gozosa cualquier empleado de un establecimiento. “No puede” es el imperativo más comúnmente utilizado; no camine por ahí, no toque, no puede llevar tres, no puede pagar por aquí, no puede, no puede. Ahora también el no puedes hablar o no puedes decir eso; cállate te pueden estar oyendo. Las prohibiciones en contraposición al empuje natural de un goce vital dan como resultados monstruosidades como las que estamos observando. Ortega y Gasset decía que el hombre nada en el mar sin fondo de la existencia y que para encubrir la falta de rumbo, el desconocimiento del rumbo, lo hace vigorosamente, intentando autoengañarse y convertir la radical y fundamental inseguridad en seguridad y firmeza pero que para mantenerse a flote es necesario crear algún valor, alguna creencia, alguna ilusión.

Cada vez más despojados de ilusiones y de los seres queridos que se nos van, quedamos inertes, desamparados, solos y buscando nuestras salidas particulares para no terminar de enloquecer. Una de estas salidas que se están viendo cada vez más generalizadas y, la que sin duda es la más primitiva, es la agresividad. Basta darse un paseíto por las redes sociales para presenciar las más lastimosas expresiones soeces y destructivas proferidas sin ninguna vergüenza o arrepentimiento. Sorprende lo salvaje, la falta de educación más elemental de personas que por su lugar social y conocimientos creíamos con un grado de cultura y convivencia civilizada. Aflora sin freno lo más oscuro y pervertido sin límites. Nuestra rabia por haber sido despojados de una vida digna, la vertemos sin control sobre cualquiera que se nos atraviese en el camino. Ya Freud nos advirtió que el ser humano por naturaleza viene dotado con fuerzas pulsionales destructivas que debe controlar para poder convivir en sociedad; pues bien esas turbulencias mortales andan sueltas y se dejan aflorar sin la más mínima contemplación. Un goce sádico se apoderó de nuestra sociedad y está modelando conductas cada vez más generalizadas. El narcisismo haciendo de las suyas.

También es cierto el deseo desesperado por un cambio, queremos vivir de otra manera, donde predomine la solidaridad, el apoyo mutuo, el respeto. Los valores y derechos fundamentales para una convivencia en paz, ¿pero qué hacemos? esperamos y esperando ya se nos fueron dieciséis valiosos años. El país destruido y destruida su población queremos llegar, callados y obedientes a una fecha que se nos ha vendido como salvadora. Llegaremos y votaremos, sin duda, pero lejos estamos de una verdadera libertad si creemos en esta única posibilidad. Tenemos que activarnos, emocionarnos, drenar nuestra frustración con acciones creativas, diferentes, inyectar esperanzas no adormecidas. Aunque nada nos garantiza un éxito (porque así es la vida incierta), por lo menos saldremos de la modorra enfermiza que nos ha arropado. La incertidumbre vivida solo con el horror está matando nuestra alma, aplastando nuestras ganas y socavando posibilidades. Hemos querido ser cerebrales, calculadores y fríos en momentos en que la pasión se está desbordando descontroladamente y de forma peligrosa a través del hampa y la criminalidad que son realmente quienes mandan.


Mucho se ha hablado de la política como un arte: saber escuchar, plantear estrategias, actuar con sagacidad y apreciar el tempo con tino. No podemos entonces encasillarnos en dogmas como criticamos, con razón, al adversario. Corremos el peligro de fabricar otro delirio colectivo, que extrañe la realidad. Sí, estamos divididos en dos grandes grupos: los ciudadanos acorralados, vejados, humillados, sometidos; y el grupo de aprovechadores, corruptos, enchufados, cínicos y abusadores. Esa es la verdadera división y no se sabe cuál grupo es el más grande. Es muy humano buscar remedios que alivien el gran malestar vital que nos agobia, pero es bueno recordar que no podemos extrañar la realidad y encasillarnos en un nuevo delirio. Votar es necesario pero no suficiente, es necesario, también, mantener vivo el entusiasmo.

6 de octubre de 2015

La alquimia del dinero


En un ensayo titulado “In God we trust” Víctor Krebs hace una interesante reflexión sobre el complejo psíquico que representa el dinero. Su título es el lema del billete de un dólar americano que nos revela la paradojal relación que guarda el dinero entre lo espiritual y lo material, a lo que Víctor se refiere como la “alquimia del dinero”. El dinero nos ofrece la posibilidad de transformar nuestros deseos y fantasías en realidades palpables; obtener los bienes que anhelamos; proporcionarnos la calidad y forma de vida que hemos soñado. Llevado a extremos existenciales cada vez más reales, vivimos con la firme convicción que sin dinero no es posible acceder a una vida satisfactoria y plena. Esta paradojal relación (entre lo psíquico y lo material) que guarda el dinero nos ha conducido a batallar por su obtención a cualquier costo, sin detenernos a contactar nuestros deseos, a pensar lo que queremos, a definir y cultivar nuestros gustos; con los que obtendremos y gastaremos el dinero. Lo importante es el dinero, contarlo, amasarlo e invertirlo siguiendo las guías de los expertos en el tema; aquellos expertos en la multiplicación de las monedas. Así el dinero pierde su capacidad transformadora y se convierte en un instrumento de goce en sí mismo. Dejamos de disfrutar del mundo a los que nos da acceso el dinero para dedicarnos a reproducir los “In God we trust” al infinitum. El peligro de la polarización como bien advierte Krebs.

De esta forma, al perderse el balance psíquico por el simple instrumento que ayudaría a conformar una vida a nuestra manera, éste se puede convertir en un perturbador por excelencia de cualquier vida individual o colectiva. Conducirnos a la locura, como es tan fácil observar en la fenomenología que nos rodea. De esta forma lo expresa Axel Capriles: “Las finanzas tejen silenciosamente intricados contratos interpersonales, demarcan territorios y fronteras que nos ciñen y violentan disimuladamente. En muchas relaciones de pareja el tema monetario se convierte en tabú pues, de lo contrario, desataría devastadoras tempestades y heridas incurables. El presupuesto agobia la sexualidad y el matrimonio, y es parte de la manipulación y las luchas de poder en las relaciones interpersonales. Los asuntos financieros embrollan el trato con los amigos, los lazos con la pareja, los nexos de parentesco e incluso las relaciones entre padres e hijos. El dinero, en otras palabras, convierte al íntimo en extraño y consteliza la sombra, en el otro”. (Cita tomada del ensayo de Krebs)
El dinero es el tema central de las ideologías referenciales en las organizaciones sociales. Unas ideologías consideran que todo sistema de producción debe estar controlado por el Estado y otras ideologías mantienen que no hay mejor incentivo, para mantener a los ciudadanos productivos, que ellos mismos sean los dueños de sus creaciones comerciales. Esto por supuesto no es banal, el dinero y su capacidad moldeadora de la existencia es el gran motor que impulsa hoy en día los deseos de un hombre universal. En este aspecto todos nos parecemos, lo que es distinto es el lugar psíquico que le otorgamos al dinero. O lo mantenemos en esa bisagra entre lo psíquico y lo material, sin descuidar la esencia del alma y su alimentación cultural o como bien lo expresa Krebs perdemos el balance y quedamos sometidos a “La obsesión por la cifra [que] no es sino el síntoma de un dinero que ha perdido su poder alquímico, que ha dejado de sostener el fino balance entre la materia y el espíritu del que surge. Y es entonces, que el alma, en palabras de James Hillman, es desviada por el camino de la negación y el mundo se abandona a la lujuria, la avaricia y la codicia”. A lo que nos conduce una sociedad que le ha cerrado las puertas a la cultura, que ha ahogado en la pobreza a sus habitantes y que la ha doblegado a través de las dificultades para obtener lo más elemental como es la comida y la medicina.  Herramienta macabra para que olvidemos nuestra esencia movilizadora, los deseos propiamente humanos.
Yuval Noah Harari en su libro “De animales a dioses” dedica todo un capitulo al tema del dinero considerándolo una de las invenciones de la imaginación colectiva de mayor éxito en todo el mundo; de esta forma lo considera “el más universal y más eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado” Es así como confiamos ciegamente en un billete de un dólar, pero también confiamos en el sistema político, social y económico de Los Estados Unidos y en su secretario del Tesoro que firma el billete. Y no importa si vociferamos contra este país, todos veneramos al dólar como antes se veneraba a un Tótem. La moneda de un país deja de ser confiable cuando desconfiamos de un sistema político, social y económico de una sociedad dada y cuando esta moneda pierde su capacidad para adquirir bienes y servicios. Entonces es  cuando, más fácilmente, perdemos el “balance” y nos dedicamos a ver de qué forma obtenemos ese dólar tan codiciado, por cualquier vía, que para eso no se ha perdido la capacidad creativa. Es el camino expedito para perder el alma del colectivo y quedar atados a los múltiples síntomas que estamos padeciendo. En este estado enfermizo en que nos mantenemos no solo perdemos nuestro dinero sino que perdemos la confianza. Se empobrece el alma irremediablemente.
Las conversaciones cada vez más giran sobre la escasez, el costo de los objetos, lo insuficiente de los sueldos. Giran, por lo tanto, en lo que más nos agobia en estos momentos porque no estamos viviendo, estamos sobreviviendo. Nos forzaron a reducirnos a meras cifras y perdemos nuestro valioso tiempo cuantificando objetos y personas. Encuestas que nos cosifican e índices del valor del “In God we trust” son nuestras mayores preocupaciones, en una lamentable pérdida del “sentido existencial” como bien señala Krebs: “Cuando la alquimia del dinero se polariza y éste se reduce solo a cifra material, nos protegemos de la inversión anímica pero al costo del sentido existencial”.

Cuando nos vendemos por un puñado de monedas perdemos nuestra esencia y surgen de las sombras todo tipo de fantasmas.