23 de febrero de 2016

Ignorar que se ignora


El mundo comenzó a cambiar drásticamente cuando el ser humano admitió su ignorancia, cuando las verdades reveladas no le fueron suficientes para comprender el mundo en el que habitaba. Así comienza la ciencia moderna, con el interrogatorio por los fenómenos y con la duda sobre las creencias y los conocimientos que se tenían. La ciencia moderna pretende conseguir conocimientos a partir de un método y de la observación. Caen las propuestas sagradas que se tenían sobre el mundo y las teorías; admite de este modo el ser humano su natural ignorancia y se dispone a saber. De allí la afirmación que hace Yuval Noah Harari “La revolución científica no ha sido una revolución del conocimiento. Ha sido, sobretodo, una revolución de la ignorancia” Se deja, entonces, de lado la consulta con el oráculo y las interrogantes dirigidas al cenáculo de sabios para resolver los problemas que se ignoraban.


Es así como hoy en día se admite que ningún campo del conocimiento es cerrado, nuevos fenómenos o resultados obtenidos obligan a proseguir la búsqueda de explicaciones a cada uno de los problemas planteados. Las crisis financieras retan a los economistas a pensar que sobre esta materia nunca se tiene la última palabra. Eso sí, si pertenecemos a un mundo moderno en el que se admitan las ideas cuestionadas y no se practique a ojos cerrados una pasión por la ignorancia. Siempre y cuando la racionalidad nos indique que algo se está haciendo mal y para remediarlo no se recurra al manual de un brujo, a los libros sagrados o a ideologías intocables por fanatizados que decidieron permanecer en épocas medievales. Se recurra, más bien, a pensar cuales son los mecanismos adoptados que están produciendo tal desequilibrio y debacle. Esto se hace hoy día, casi de forma automática, en cualquier país del mundo occidental; claro, cuando la voluntad se oriente a solventar y resolver los problemas creados.

No es tan difícil el asunto, solo se trata de mantener una buena disposición por admitir la ignorancia y ponerse a estudiar o llamar a aquellos que si se han dado el lujo de quemarse las pestañas. Lo que pasa es que al admitir que no se está sentado en una verdad revelada y peor aún el admitir que se ha cometido un error imperdonable obligaría, primero a convocar a extraños (en este caso, a enemigos), y segundo, a destruir un mito que ha cohesionado a una parte de la sociedad. Aunque el mito se esté derrumbado solito por las evidencias, el fanático goza con inmolarse en su propio engaño. Aunque, automáticamente, nos hacemos un gesto comprensivo; sentados en nuestra actitud razonable de la sospecha, no podamos admitir que haya tanto loco suelto y quedemos convencidos que algunos intereses muy oscuros están en juego. Si, probablemente sea así. Lo que nos debe quedar, de todo este horror compartido, es el conocimiento del método que se empleó para traernos hasta estos extremos inimaginables. Lección  que nunca debemos olvidar, que debemos escribir y que debemos estudiar.

Eso es los que nos han dejado los grandes pensadores, un método, porque las verdades están en constantes cambios, dependen de las experiencias. Cuando el método es apropiado para comprender nuestra realidad estamos ante un gran maestro, lo otro es simplemente ideologías que algunos pretenden sean intocables. Como bien manifiesta Umberto Eco “Saber leer así a los filósofos del pasado significa saber redescubrir de improviso las fulgurantes ideas que han expresado”. Ese gran maestro que fue Umberto Eco que lamentablemente se nos fue y a quien le estaremos siempre agradecidos por su infatigable lucha por orientarnos en este mundo tan errado que nos toca volver a enderezar. En realidad el “único tiempo viejo y antiguo es aquel en el que vivimos” como lo manifestó el filósofo de la ciencia moderna Francisco Bacon.

Falsas conciencias que han hecho de la ideologías sistemas cerrados de interpretaciones equivocas. Es la batalla que se libra; no es que las ideologías estén muriendo, es que se tienen que concebir como cuerpos de ideas parciales sobre las que siempre debe recaer la duda sobre su veracidad; es este el campo donde al ser humano no le está permitido descansar. Pongamos nuevamente las palabras de nuestro ahora recordado maestro Umberto Eco “El problema, para una buena filosofía y para una sociedad civilmente ordenada, consiste en saber que hay ideologías y que se deben reconocer ahí donde las haya. Y es también el de saber que cada ideología tiene, por así decirlo, sus liturgias, sus técnicas y sus tácticas. Si se cambia la ideología pero se mantiene una liturgia (sin reconocer el origen ideológico), nos encontramos en dificultades”. Las ideas que nos han llevado a este gran fracaso son a las que tenemos que enfrentar a riesgos de quedar estancados en liturgias por venerar.

El mundo es un enigma, el ser humano es un enigma; descifrar sus códigos es la tarea de la especie humana, la única diferencia con el resto de los seres biológicos. El gran enemigo son las ideas que quedando petrificadas sirven para la destrucción de la creatividad y la crueldad de los instintos más bajos. Las ideas pueden matar, las ideas pueden provocar retrasos y barbarie, las ideas pueden acabar con nuestros valores más loables. Pero a las ideas se combaten con otras ideas que sirvan en la descodificación de los enigmas de la maldad. Turing personificó, en su corta vida, cómo se vive y se muere por ideas; descifrar el código Alemán, en la guerra,  salvó millones de vida; muere (se suicida) por causa de  una sociedad intolerante con la homosexualidad. Qué otra cosa hace Umberto Eco con “El nombre de la Rosa” su gran novela de la descodificación de un enigma. Nos enseña cómo se destruye el complot de los enemigos de la verdad con un actuar decidido en el descubrimiento por la verdad. Allí nos deja su método de destacado semiólogo.


El mundo se debate entre el saber por descifrar nuestra realidad y por otro lado, la pasión por la ignorancia. Si no desciframos los verdaderos intereses y los escondrijos de los exterminadores del progreso terminarán por arrasar, como una maligna plaga, todo indicio de civilidad. La pasión por la ignorancia terminará por acabar al ser humano, si permitimos ignorar “la ignorancia”.

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