4 de septiembre de 2018

A pararse de ese balcón



Sentados en un balcón contemplando el mar y su horizonte siempre invitando a la imaginación. Los aviones despegan desde el aeropuerto no con la misma frecuencia como se observaba anteriormente. En silencio y construyendo historias, todas tristes, no podía imaginar sino personas diciéndole adiós a su país con dolor y en sus caras reflejadas las angustias por un porvenir incierto. Padres jóvenes con sus pequeños hijos que acababan de dejar a los abuelos llorando en el aeropuerto. Me guindé a llorar por mucho tiempo, lo estaba evitando pero al fin al cabo sentí alivio. Comencé a rememorar cuando me fui a Inglaterra a hacer un postgrado, circunstancias totalmente distintas, y sin embargo sentí la incertidumbre de tener que construirme un lugar con gente distinta, en otro idioma y costumbres diferentes. Por qué no decirlo, sentí muchas ganas de correr de regreso.  No lo hice y la experiencia fue extraordinaria, no había perdido a mi país y algún día estaría de regreso.

Tristeza es lo que se respira en Venezuela y de ella nos estamos defendiendo. Las formas son individuales, muy personales. Hay quienes se defienden con rabia, hay otros que se distraen peleando, hay quienes les dan por el chiste o por vivir atareados sin parar en ningún momento. Hay quienes se tornan verborreicos (lo que más insoportable se me hace) se meten en tu casa a cualquier hora y comienzan a bombardear. Hay quienes se vuelven solitarios, no quieren que ni los llamen por teléfono. Hay quienes viven en la calle y hay quienes han desarrollado una especie de agorafobia. En fin las diferencias pueden ser interminables pero nos parecemos en la tristeza. Sufrimos y no nos entendemos. Porque las formas que exhibimos se le hacen insoportable a los otros. No son formas livianas y cambiables, son formas pesadas y sostenidas con determinación, nos defendemos para no sumergirnos en una melancolía, foso del que es muy difícil emerger. No, la tristeza no hace vínculo social, es única su manifestación y solitaria.

La vida se nos tornó ajena, extraña, ya no nos reconocemos ni a nosotros mismos. Yo escogí la soledad, otras formas no me van. Pero vivo de recuerdos y a veces me encuentro riendo por escenas rememoradas. Todo recuerdo de lo que fue mi Caracas y la forma de vivir que teníamos remite a una pérdida. Nada de aquello se mantiene en pie, sin embargo y al mismo tiempo, le agradezco a mis padres y a mi país el haber vivido tan gratamente. Quizás por ello es la terquedad de seguir viviendo a pesar de todo y el poder aun reír y soñar. Una buena infancia y juventud dan las herramientas para aguantar los fuertes chaparrones. Qué bueno los niños que han podido salir con sus padres y disfrutar una infancia plena. Observo a mis nietos y me lleno de orgullo por sus padres que tuvieron la valentía de partir. Qué triste los que aún quedan o peor aun los que han tenido que ser abandonados. Aquí no es posible una vida para niños, ni a los parques se puede ir.

Como la vida es terca y la realidad no ofrece muchas salidas nos ha dado por contarnos historias, cada una más inverosímil, pero por las que ya no tengo fuerzas ni para argumentar ni para rebatir. Las oigo con la mayor paciencia posible y con cara de boba asiento a cada una de ellas. Al fin y al cabo quien las cree y las relata se está defendiendo y para mí eso es más importante que una verdad que tampoco tengo. La espera por un grado, aunque sea mínimo, de sensatez por parte de una dirigencia inexistente por los momentos, es también fruto de la fantasía, pero algún tipo de insensatez debemos alimentar. Esperamos, aunque desesperemos. Todo tiene su final. Mientras tanto no podemos ignorar la tristeza que nos embarga aunque sea muy desagradable, aunque Lacan la llamara cobardía. ¿Qué de malo con ser cobarde? si la vida a la que nos empujaron y arrinconaron esta cuerda de malhechores solo refleja maldad y maltrato. Los que crecimos en libertad y tuvimos padres amorosos y protectores no nos pueden arrebatar la rebeldía, resistimos a los embates para someternos pero estamos tristes. Decimos “No” a cualquier método de control y pagamos sus consecuencias.

No se debe vivir en la tristeza, Spinoza la catalogaba como un pecado del pensamiento, es cierto hay quienes la mantienen solo para castigarse y no saborear la vida que en cualquier circunstancia requiere valentía. Pero esto no es normal, estamos secuestrados y maltratados. Llenos de malas noticias y sufrimientos infligidos a los seres buenos. Un perenne duelo nos embarga imposible de tramitar porque suceden en cadena las pérdidas. ¿Cómo no vamos a estar tristes? Tenemos que estarlo, aunque tengo la certeza que la explosión de alegría va a ser inmensa cuando logremos sacar a los malhechores y comencemos con dificultad a construir nuevamente un país. Porque allí en el trasfondo aún se puede avizorar ese carácter jocoso y alegre que nos caracteriza, para bien o para mal. Porque parte de haber caído en esta desgracia se debe a la falta de seriedad. Parte de esa manía que caracteriza esta época líquida o ya gelatinosa.

Claro es deseable que esa tristeza se torne en rabia y salgamos a protestar masivamente, lo que podría conducir a un quiebre de esta insufrible situación. Quedar pasivos esperando es hundirnos cada vez más en la tristeza. Hay que pararse de ese balcón aunque las fuerzas estén flaqueando, administrar el goce de las fantasías y agarrar al toro por los cachos antes que termine de embestirnos.

2 comentarios:

  1. Me gusta mucho tu trabajo, Marina. Tuvimos nuestro país de gloria. Tal vez es solo que el paraíso no puede ser eterno.

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    1. Gracias mi querido Alirio. Los paraísos deberían ser eterno, pero en efecto no lo son. Triste constatación.

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