31 de enero de 2017

Añoro lo que fuimos




Pasan los días, los meses y los años convertidos en testigos de cómo se destruye el entusiasmo por la vida. La existencia se redujo a un ordenador de pequeños movimientos rutinarios sin mayores o ninguna expectativa. Como bien señala Jean Maninat,  este año es una prolongación de lo mismo del año pasado, se arrastran los malestares y las decepciones, cada día con menos elegancia y disimulo. Todo está apagado, nada muestra signos de vida, la gente se ve sin mirarse y cuando alguien se anima a dirigirte la palabra es para anunciarte el precio de algún producto. Nos invade un enorme fastidio y hasta una desesperanza generalizada. Los discursos se repiten, nada nuevo que hablar, nada nuevo que escribir. Se constata que cuando no se vive no hay imaginación que se alimente, las luces se vuelven tenues,  las palabras se reducen y los sueños se repiten. Inmersos solo en ese aterrador retorno de lo mismo. Todos repitiendo, todos esperando, todos somnolientos.

Pero hay algo que si se mueve y con sigilo, astucia y certeros movimientos, la maldad. Esparcida por doquier quedamos presos del horror. Cada vez son más frecuentes los hechos espantosos de sádicos asesinatos, el hampa desbordada, las prohibiciones y los atropellos. El mal es un fenómeno que por más que tratemos de entenderlo y nos quememos las pestañas en tratar de aprehender su esencia, siempre hay algo que se escapa. Estudiamos tratados de ética, valoramos los estudios sociológicos, seguimos con atención los escritos de politólogos e historiadores. Leemos novelas y vemos películas que enfocan estos temas y algo podemos recoger de todo ello, pero sobre todo logramos que nuestras almas queden sobrecogidas por la imposibilidad de detener la epidemia destructiva que se esparce por el mundo. La existencia de los seres justos se arrincona sin contemplación. Terminaremos, si seguimos por esta vía, encerrados en manicomios que se convertirán en depósitos de las personas que se atrevieron a ver.

Lo que asombra es la cantidad de seres que se deslizan sin miramientos a enfilar las colas de la maldad. En sociedades en las que se impone la discriminación y la persecución surgen enseguida los esbirros en cantidades asombrosas. Asesinos y torturadores que colaboran en este destructivo plan. El odio es una bestia que se encuentra adormecida en tiempos de paz, pero que surge con todas sus fuerzas al culpar al otro de la incertidumbre inherente a la existencia. En estas nuevas tiranías, los déspotas jamás hubieran llegado a ocupar los lugares que les permiten someter a toda una nación si no fuera por los miles de votantes que les dan su apoyo con ansias de venganza. Miles de personas que disfrutan con el desparpajo, la arrogancia y la vulgaridad del déspota. Las sociedades del show, ávidos de emociones fuertes para escapar de las vidas aburridas, la sociedad liquida de Bauman. Dos grandes pensadores del siglo XX son indispensables para orientarnos en la comprensión del mal. Hannah Arendt y su tesis de la banalidad del mal y Sigmund Freud con la pulsión de muerte. Dos aristas muy distintas pero complementarias.

Si la psique humana no poseyera una fuerza destructora que se encuentra en constante lucha con las fuerzas por preservar la vida y lograr una homeostasis, no se podría entender el deslizamiento masivo que surge cuando se implanta en la sociedad fronteras laxas de la moral que acaban con las costumbres establecidas. Arendt afirma, no es que sean malas personas sino que se deja de tener un diálogo consigo mismo, con la propia consciencia. Freud agrega algo más, se goza con el dolor ajeno y el propio. Imperativos que empujan hacia el mal, un “tener que” llevar a cabo un acto lascivo emparentado con la muerte, como son los relatos del Márquez de Sade en su tocador, antesala de torturas. Sade propone una moral nueva de estricta obediencia, la tiranía del Superyó. “Las benévolas” de Jonathan Littell es otro tratado del comportamiento y psique de un nazi, un hombre que se va convirtiendo en un monstruo cada vez más voraz. El libro es muy fuerte y acaba uno sin nada que decir, sobrecogido de espanto; el autor nos sumerge en el mundo inhumano de un verdugo sin cortapisas. Con Hitler sabemos que el infierno existe y aquí estamos convocándolo de nuevo.

No reconocemos el mal cuando nos toca las puertas. Reímos con el “vivo” que se va deslizando hacia la corrupción, con el raterito que roba, decimos “tiene hambre” con el que desplaza a los otros para acaparar productos escasos, decimos “¿qué va a hacer? es su nuevo medio para subsistir” con el joven que comienza a negociar con productos robados o contrabandeados, decimos “en fin eso lo hace todo el mundo” Gérmenes de como las costumbres van cambiando porque así se comporta el vecino, el mal que se deja colar con facilidad cuando no se está atento a sus movimientos taimados. Cada vez que excusamos la trampa, la censura a la opinión, cada vez que manifestamos un sentimiento xenófobo estamos destruyendo la moral y deslizándonos a la maldad. El genocida no nos convoca presentándose como tal sino como un seductor montado en una tarima haciendo reír al banal. Añoro nuestras costumbres anteriores, cuando teníamos hogares donde no era permitido el menor desliz; sin discursos de moral y buenas costumbres, sino con el ejemplo. El que llegara a casa con una goma de borrar que no había sido comprada por los padres era devuelto inmediatamente al colegio a entregarla. Así éramos, estrictos. Privilegios de seres correctos que no supimos defender.

En este momento gelatinoso en el que perdimos la confianza en todas las instituciones y personajes que las ocupan, surge con relevancia el Episcopado Venezolano y la inconfundible voz del Padre Ugalde. No pierden el norte, parecieran captar nuestro momento y angustias mejor que cualquier otro vocero. ¿Qué tienen estos hombres? No titubean, no se pierden, no traicionan, no tienen miedo. Entre otras multitud de virtudes, les pasa que no pierden contacto con esa voz del bien que se encuentran en ellos mismos. Verdaderos guías de la moral ciudadana, privilegio de hombres correctos con los que aun contamos. ¿Cuál será nuestra conducta? seremos libertinos del siglo XVIII o nos inclinaremos por defender lo que fueron nuestras costumbres y valores. Yo por lo pronto añoro lo que fuimos y rechazo enfáticamente estas espantosas anomalías.

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