19 de febrero de 2025

La fidelidad o la razón

 

Jean Luc López


A nuestros políticos les ha parecido apropiado pedir fidelidad a sus seguidores y si no es así declararlos traidores. Tradicionalmente se entiende con ese término guardar respeto, lealtad y acepar ciegamente al líder conductor sin que haya ninguna cabida a la duda o la inconformidad por algunas decisiones. Además, y como que fuera poco el líder requiere exclusividad. Todo otro actor político que manifieste otra visión no se invitará a un debate, sino que será desacreditado y anulado. Se ve mal a todo aquel que piense distinto, que ose cuestionar. Ahora bien, este tipo de relación no es política, podría ser religiosa e incluso exigida en algunos contratos amoroso, pero política no. Este tipo de exigencias también se observa en los regímenes teocráticos y en los totalitaristas. En todo caso en toda creencia fundamentalista.

El líder es revestido con un rango divino y es infiel todo aquel que no lo siga, todo desertor es visto como enemigo. En términos lacanianos se anhela haber encontrado el objeto del deseo o el objeto fraccionado en algo de ese otro, su mirada, su voz, sus promesas que despiertan pasión. Un tipo de afecto que maximiza la idealización y acaba con la noción de la alteridad, la relación pasa a funcionar de forma simbiótica. En relación a este tipo de fusión hay una película basada en un hecho real muy ilustrativa “La virgen roja” una madre que tiene a su hija como su objeto, sin permitirle su propia vida. La exigencia desproporcionada del amor mata, la exigencia de fidelidad también mata la autonomía, el pensamiento, las propias decisiones.

Martha Nussbaum comienza su libro “Political Emotion: Why love Matter for Justice” afirmando que las sociedades se encuentran llenas de emociones. Acumulamos prejuicios, deseos, vicios y los traspasamos a toda función. Incluso trasladamos costumbres y creencias pasadas a un mundo que ya transita nuevas creencias y costumbres. Se ignoran los descubrimientos científicos, las categorías de pensamiento, las nuevas formas de concebir el amor y se siguen adorando a ídolos que no pueden ser divinizados imaginariamente. Se pretende hacer del hombre actual uno erradicado de su propio contacto con su vida y su pensamiento.

Si nos oponemos a la nomenclatura es precisamente por su pretensión de uniformarnos, no vamos a apoyar a otro líder que pretenda hacer lo mismo. Los gobernantes que se están erigiendo como los conductores del destino mundial muestran un exceso desbordado de emociones peligrosas. El deseo voraz de hacer de los otros sus servidores incondicionales. Ellos, los grandes padres no nos quieren como sujetos sino como objetos inmóviles. El vacío existencial que se está provocando conduce al predominio del ser angustiado propenso a lanzarse a aventuras que apacigüen su malestar. Todo tiende a ser desproporcionado, sobreactuado por seres irracionales que se apoderaron del poder. Esta escuela del dominio ha infectado a nuestros líderes políticos de la oposición y han provocado pasiones que entorpecen el razonamiento y la mesura para llevar a cabo una estrategia adecuada.

Es cierto que debemos llegar a consensos, pero estos deben ser resultado de debates entre los actores políticos y organizaciones civiles. Nunca impuestos ni deben ser producto de dogmas incuestionables que suelen derivar en nacionalismos perverso, esos sentimientos inconmensurables de devoción hacia la patria, o hacia una persona. Ya Kant lo advertía: “aquellos desincentivos que existan hacia los disidentes de la mayoría son perjudiciales para la autonomía individual y, por lo tanto, para la nación en su conjunto”.

No debemos ni podemos renunciar a nuestra comprensión racional. No hay revelación divina.

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