17 de noviembre de 2020

Saber perder

 



El niño pequeño, rey del Universo, el perverso polimorfo, salvaje, gracioso pero insoportable, reclama a gritos ser educado para poder ser insertado en un mundo de convivencias. Ese mundo comienza con la familia, donde suelen haber otros seres humanos con sus obligaciones y distracciones particulares. El niño comienza a ser ruidos, a hacerse el payaso, a llamar la atención de cualquier forma hasta que, si no logra su cometido, arma un berrinche. Estas conductas se ven como “normales” en un niño que está en etapa de ser formado, pero cuando se trata de un adulto, y más si es una figura pública, el espectáculo es bochornoso. Una de las realidades que están siempre presentes en la experiencia son las frustraciones que inevitablemente tenemos que sufrir, saber perder es un logro cultural esencial en la conquista de la civilización. El ser que no admite que en un mundo competitivo es esencial conocer de pérdidas, sufre heridas narcisistas y queda solo con su pataleta. Nadie soporta a un niño malcriado de 1.91 mts de estatura, con un peso de  108 Kg. (Por cierto con sobrepeso).

Ahora si el problema es debido a un montaje de ideaciones enajenadas de una realidad y sus reglas de juego, estaríamos en la presencia de un cuadro psicopatológico cuya sintomatología es el delirio y en no raras ocasiones alucinaciones. Extrañados de todo criterio objetivo se dedican a vociferar “fraude” y ponen a trabajar intensamente a otros para demostrar la veracidad o no de tales denuncias. Lo cierto es que si se trata de un presidente de una República la situación llega a ser realmente preocupante, perturban seriamente la armonía de dicha sociedad, siembran una duda, dividen las opiniones y levanta pasiones. A lo mejor es lo que se busca para poder torcer el destino. Esperan que algún evento violento cambie la situación con tal de conseguir lo que quieren. Domina el poder, ese objeto de deseo, el más oscuro y poderosos de todos. Pero la realidad es terca y se impone. Como muy bien expresó Ricardo Sucre Heredia en una entrevista, se “trata de un autoritarismo existencial, de tipo ontológico”.

Todos parapetos para evadir la valentía que requiere saber que no somos infalibles y que con tantas fallas inherentes debemos enfrentar la vida con sus conflictos propios. Un mundo en donde se hizo elogio al éxito, la felicidad, el triunfo, la riqueza desestimando la naturaleza fallida, frágil y débil que nos constituye. Hemos tenido al fracaso como compañero inseparable,  sobre todo en estos últimos tiempos. Tampoco es deseable pasar la vida solo viendo partir y alejarse las metas que deseamos alcanzar, golpeados constantemente contra las rocas de una realidad hostil que se nos ha venido petrificando y que no hayamos como esculpir para obtener bellas formas. Deprimidos como señal de recibo del fracaso no sabemos ver que esa olas que nos estrellan tienen las caras, pesos y tallas de estos titanes autoritarios y déspotas que llegaron a nuestras costas con la furia de un huracán. No solo es que no los vemos, sino que vociferamos delirantes reclamando su presencia.

Enfatizaba López Pedraza constantemente que fracasar es tan natural como acertar. Es una realidad a la que el deseo sirve de antídoto. El deseo por saber está alimentado de ese empuje hacia la vida para ser cada vez más acertados, pero nuestro estado psíquico deprimido nos hunde en una total desconfianza hacia nosotros y el país. En un desprecio que no está sino manifestando un “síndrome de sociedad culpable” diagnóstico al que arribó López Pedraza ya hace algún tiempo.

Tenemos que asumir, de una vez por todas, nuestra ciudadanía. Asumir nuestros fracasos, dejar las culpas que expulsamos fuera y asumir las nuestras. Ser amables con nosotros mismos y con nuestro país que alguna vez lo fue con nosotros. Saber perder y saber ganar es el legado que nos dejó el proceso educativo en una democracia hoy extinta.

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