19 de junio de 2018

Somos rebeldes y rebeldes seguimos



El mundo está dando claros indicios de un cambio radical. Esa seguridad en la que vivieron nuestros antepasados, desapareció. El apego a las costumbres, la tradición, las creencias fuertemente arraigadas ya son cosas del pasado, asuntos que narraban los abuelos. El hombre actual se desplaza sin ataduras, su tiempo transcurre vertiginosamente y los espacios que ocupa no son ningún impedimento para desempeñar labores en cualquier parte del mundo. Los intereses varían a lo largo de la vida según los vaya guiando la moda crematística, no hay verdadero interés por ser un experto profundo en una disciplina determinada, sino por ganar fortunas. El dinero es el símbolo de seguridad, de estabilidad, de éxito; el factor por excelencia para hacerse de un lugar con prestigio. Así que el hombre se transformó en un pescador de signos, pero no de signos de presencias (Lacan)  sino de signos de los objetos que confieran prestigio. El mundo líquido que tan bien nos describió Zygmunt Bauman.

Como todo tiene sus consecuencias y hay que asumirlas se quiera o no, esta voracidad despertada por adquirir la felicidad en las tiendas, nos ha conducido a un talante nervioso, a un miedo generalizado y a una incertidumbre aun mayor que el que se tuvo durante muchas generaciones. Las poblaciones crecieron exponencialmente, las riquezas se concentraron en pocas manos y los objetos de prestigio quedaron para ser codiciados a través de las pantallas televisivas. Se desordenaron las sociedades, comenzó a reinar el malestar y se impuso la competencia, la trampa, las zancadillas, la mentira y la avidez por el poder. Solo el que tenga poder, tendrá acceso a los placeres que ofrece la vida, pero claro la vida líquida. No se promete ni placeres duraderos, ni bienestar estable; para jugar al juego planteado se tiene que saber que todo es efímero, que todo se acaba, que puede venir un arrebatón del destino o, mejor dicho, del que creías era tu socio fiel. Así que tenemos que estar atentos, también, a los signos que indican posibles traiciones. El síntoma por excelencia es de carácter paranoide. Todo bajo sospecha porque por cualquier rendija se escapan las certezas. Son líquidas.

Afirma Roland Barthes que en la sociedad actual el hombre invierte su tiempo “leyendo” es decir descodificando, interpretando para poder ubicarse en su espacio por un tiempo limitado. Todo le es confuso y la sospecha lo abruma.

Al tener como herramientas el lenguaje -somos seres inmersos en la semiosis- la capacidad de comunicarnos y de interpretar los signos es por excelencia la tarea a la que nos avocamos. Cada sociedad va a tener como marca distintiva la forma en cómo se comunica y los signos que atiende e interpreta, teniendo como colofón el entramado simbólico de una cultura que confiere el contenido, el marco de referencia general por el cual nos entendemos. Ese entramado complejo se revela a través del conocimiento y de las artes principalmente, es decir la creación, el pensamiento y el discurso. Es el resultado de las costumbres, de los valores y de la ética, esas extrañas palabras casi en desuso que apuntan a la madera con las que se conforma un ser cuando se da a la tarea de ser humano. Generalmente no hacemos consciente este trasfondo simbólico, simplemente vivimos inmersos en él, hasta que comenzamos a sentirlo como una camisa de fuerza, hasta que nos conmina a actuar de una manera automática, hasta que el sufrimiento por el determinismo nos ahoga y la libertad se nos vuelve imperativa. Es entonces cuando nos detenemos, y comenzamos a pescar signos que nos conduzcan a las ideas que nos ahogan. Tenemos la potestad de cambiarlas solo cuando las hacemos conscientes. Esto bien vale para sociedades como para el individuo.

Así que podemos informar, mentir, engañar, dominar o liberar. Estos canales comunicativos con sus signos y símbolos de fondo, se manifiestan de forma privilegiada y se mantienen por épocas e incluso por generaciones, acostumbrando a los habitantes de un territorio a cierta naturalidad, sin que por supuesto sea natural. Lo que precisamente distingue al ser humano de los otros seres vivientes es la posibilidad de cambio, de deshacer los errores, es decir de pensar. Hacer visible esta realidad fue el gran logro de Sigmund Freud, el “inconsciente” que se revela en sueños, lapsus, síntomas y por el cual sufren los Neuróticos. Más tarde Carl Jung toma la misma idea y la aplica a conglomerados y postula su “inconsciente colectivo” aunque ya Freud lo había anunciado en varias de sus obras. Las sociedades, su dinamismo, el individuo y el sufrimiento humano podemos entenderlo con la estrategia de la sospecha, siempre una pregunta para el inquieto ser humano. ¿De dónde proviene tal imposición? ¿Por qué debo obedecer a tal orden? ¿Qué me llevó a actuar de una manera no consentida? ¿Quién soy realmente?

No podemos acostumbrarnos a la destrucción y a la barbarie. No podemos ver como normal tanta aberración y el desparpajo con la que se lleva a cabo tanta ignominia. Ya el solo hecho de sentir una profunda repulsión por estos actores de lo macabro, es de por sí, un acto de resistencia. No dejemos de pensar y de leer las crónicas cotidianas de nuestros escritores que van dejando testimonios. No dejemos de pensar y reclamar nuestros derechos. No dejemos de sorprendernos e indignarnos por cada movimiento de desprecio a nuestra nación. No perdamos los signos que nos alertan sobre la locura y denunciémosla así como insania. No podemos dejar que los signos y símbolos que tratan de imponer para la formación del “hombre nuevo” se apodere de nuestro ser. La rebeldía que siempre nos ha caracterizado está allí y goza de buena salud, aunque a veces no nos guste la forma como se expresa; es un buen síntoma de que no nos han podido doblegar. Nadie, absolutamente nadie está encumbrado para señalar a otros su destino. Rebeldes hemos sido y rebeldes seguimos, es nuestro gran capital junto con la certeza de que todo cambia y cambiará. Es tarea de la dirigencia política encauzar la rebeldía.

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