20 de febrero de 2018

Una castaña cayó a mis pies




Atónitos vivimos desde que nacemos. El asombro que produce en el niño ir descubriendo al mundo y a sus semejantes. Nos asombramos cuando vemos por primera vez el mar, cuando sentimos calor o frio, cuando el hambre aprieta y la madre se acerca. La primera vez que un hermanito nos arrebata el protagonismo y cuando, contra todo pronóstico, nos dejan solos en un colegio. La vida no deja de sorprendernos nunca, porque no podemos saber todo de los múltiples misterios que encierra. Esa sensación nos hace interrogarnos e ir buscando respuestas; Platón y Aristóteles identificaron esta perplejidad como la causante de la Filosofía,  el motor de una constante búsqueda del saber. De allí que el talante del filósofo debía ser la perplejidad, la observación y la escucha. El que trata de entender y de saber tiene a la vida como su libro indispensable desde el cual se interroga sobre la muerte, el tiempo y lo infinito.

Así vamos aprendiendo de varias coexistencias que no dejan de asombrar nunca. El horror puede coexistir con lo bello, la música con el exterminio, la vida con el suicidio, lo insoportable con lo sublime. El saber con lo imposible de conocer y con aquello a lo que no podemos exponernos con frecuencia sin enloquecer. Cuenta Savater como Cioran “permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales” un hombre que permaneció siempre escéptico y atónito. Y es que mientras más conscientes somos del absurdo implícito en el existir y la conducta humana, más perplejo quedamos con aquellos que no dudan. Los que se muestran como si una verdad incuestionable les fue revelada y no interrogan al mundo ni a sí mismos. Saben, pontifican, predicen y sentencian. El resto de los mortales permanecemos perplejos sin atinar a saber hacia dónde vamos. El resto fantaseamos soñamos, deseamos.

A veces es necesario escaparse al mundo de las fantasías y contarnos algunas mentiras. Soñar con una nota discordante que rompa un inexorable destino, que nos detenga ante el abismo. Como esa nota que nos describe Portualés sobre Chopin junto a su amante George Sand cuando recibían a compatriotas polacos. “Entre ellos, había un poeta, Miekiewiez, que recitaba con gran vehemencia poemas acerca de la patria perdida. Era cuando el aire se cargaba de nostalgia que Chopin se acercaba al piano y hacía escuchar la nota azul. Su sonido horadaba la densidad del aire trayendo algo así como el sonido de una ausencia. Ausencia, en tanto no se trataba allí de agregar sentido sino de algo relativo a una sustracción. Sonido asimilable a cuando en la prosa, la poesía hace oír algo intraducible abriendo un espacio más allá del sentido. Conmoción estética, entonces, en relación con una ausencia, a un sin-sentido que nos arranca de la lógica en la que transcurrimos”.

O quizás necesitamos, lo que vivimos perplejos, asomarnos a la poesía y las historias que nos cuentan los que saben contar. Escapar de nuestras vidas donde nos abruman las preguntas que no alcanzan respuestas. Soñar con los que ya no está, porque ya casi nadie está y los que aún estamos no estamos del todo. Asombra como asombran los pueblos fantasmas. Nos perdimos buscando ese punto medio desde cual actuar, un equilibrio perdido. O pecamos por exceso o caemos en el defecto. De nada nos sirve el ejemplo, los modelos de excelencia se encuentra también perplejos. Se extravió la última palabra y el ejercicio de la libertad. Nos asalta como a Cioran el cese de las preguntas y la avidez por las respuestas. Al leer este pequeño pasaje de Cioran realmente quedé perpleja por la similitud de muchos momentos vividos: “Cuando me paseaba, tarde, por el camino bordeado de árboles, una castaña cayó a mis pies. El ruido que hizo al estallar, el eco que suscitó en mí, y un temblor desproporcionado con respecto a ese ínfimo incidente, me sumergieron en el milagro, en la embriaguez de lo definitivo, como si no hubiera ya más preguntas, sino respuestas. Me sentía ebrio de mil evidencias inesperadas con las que no sabía qué hacer…” Con las diferencias que en este país no se puede caminar tarde, ni nos caen castañas.

Nuestro asombro esta signado por la pérdida de la armonía, de las bellas formas. Ya no es posible ocultar nuestras expresiones crispadas. Marcados por ese sonido de las películas de terror que anteceden a un horror y producen una intriga. Nos dirigimos a un abismo y no se avizora las caídas de castañas que detengan nuestro andar y avizoren las respuestas, un silencio y un mal presagio. Como define Burke lo sublime, pasiones en las que ubica, en primer lugar, el asombro “cierto grado de horror en el cual el ánimo no puede dar entrada a nada más”. Tanto Burke como Kant relacionan lo sublime con un desgarro, una conmoción, a diferencia de lo que sucede con lo bello que Kant define como una “contemplación quieta”. Recordando a Borges cuando nos habla del asombro ante el arte “El arte es dar asombro, pero no asombro del talento del poeta, sino que el lector sienta que está en un mundo muy extraño, que él mismo es muy extraño, que el hecho de vivir es rarísimo”. Asombra que no dejen vivir para extrañarnos y darnos nuestras propias respuestas pasajeras. Asombra que en esta confusión y caos algunos se muestren imperturbables en sus propios laberintos.

Nuestro mundo se ausentó y quien dice que no es válido soñar con castañas que caen y provoquen novedoso pensamientos. Quien dice que está prohibido o que son extravíos de la razón. Vamos a ver si hay una última e inviolable respuesta, bueno que la den y convenzan. Pero la verdad es que solo por los momentos tenemos silencio, pero caerá una castaña, claro que caerá.

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