4 de julio de 2017

Un hombre sin máscaras




Nacemos en una cultura con su bagaje semiótico que nos confiere un espacio intersubjetivo a través del cual se interpreta al otro. Inmersos en simbologías que determinan de forma uniforme como se debe ser, que se espera de nosotros y como debemos comportarnos según el lugar que ocupamos dentro de la sociedad. Esta gama de valores es asumida o no por cada sujeto en su larga y difícil tarea de conferirse una identidad propia. De allí que compartiendo un mismo trasfondo seamos en realidad muy distintos. Cada sujeto es muy particular y en tiempos recientes se nos ha enseñado a respetar y tolerar las diferencias individuales de hombres y mujeres inscritos en códigos éticos. Los psicópatas, bestias humanas, es otro asunto, no pueden ser ni respetados ni tolerados porque dañan, destruyen y no hacen posible las relaciones en sociedad. Es muy reciente en la historia de la humanidad que hombres y mujeres se hayan movido de los espacios rígidos en lo que se suponía debían desempeñar sus roles incuestionables. La famosa frase de Freud “la anatomía es el destino” fue desplazada hacia el campo simbólico por Lacan; desde entonces el psicoanálisis sigue revisando sus categorías interpretativas a raíz de estudios sociológicos sobre el deseo y la identidad.  Nacemos siendo biológicamente hombres o mujeres, pero no por ello la escogencia del objeto amoroso y la identidad están determinados.

Suponíamos que el imaginario colectivo se había flexibilizado en relación al machismo, era de esperarse desde que las mujeres cambiaron sus cadenas por la libertad. Las madres ahora no educan a sus hijos varones de la misma forma que lo hicieron nuestras abuelas. Los hijos son invitados a participar en las labores hogareñas, se les abrió todo un abanico de sensualidad a través de las artes culinarias, musicales y artísticas en general. No es censurado un hijo bailarín,  violinista o poeta. No son censurados los transformes ni los homosexuales. Se entendió que se puede ser biológicamente varón y tener una escogencia de objeto masculino. Se entendió también que se puede nacer hombre y querer ser mujer o ser mujer y querer ser hombre.  Mucho de los fenómenos observados hoy  con naturalidad, sin escándalo, le hubiera causado un síncope a las familias de hace muy poco tiempo atrás. Lo que se mantenía en silencio, dentro de un closet, es hecho público sin mayores contratiempos porque no hay nada de que avergonzase. Conquistas de las libertades individuales que no han sido fáciles. Hace mucho tiempo que se dejó de lado la imposición de normas para ser hombres o para ser mujeres. Se acabó.

Pues bien, en un mundo como este no se nos ocurre otra manera que andar pregonando como se debe actuar. Si se es hombre, suponen los críticos, hay que reaccionar con violencia, gritar o caerse a golpes. De resto se interpreta que es aceptar con pasividad humillaciones. Recuerdan aquellas madres que angustiadas por hacer de sus hijos “verdaderos hombres” los invitaban a pelear en los colegios “para que sepan que tú no eres un mariquita” Pobres niños obligados a actuar de determinada manera para demostrar, siempre para complacer a una autoridad arbitraria y cruel. Personas que no se daban a la tarea de reconocer las individualidades, las sensibilidades de sus pequeños. Niños maltratados a quienes se les dificultó más la tarea de hacerse hombres a su manera; hacerse de sus propias identidades en las que uno se reconoce y se sabe distinto a los demás. Para lograr este difícil encuentro con uno mismo es indispensable ser reconocido y querido por las figuras parentales o por el entorno cercano.

No solo somos maltratados cruelmente por los esbirros de este régimen sino, también, por una “oposición” que erigida en “Superyos” colectivos quieren imponer sus patrones de cómo debe actuar un hombre. Perdimos en este horror cotidiano sensualidad, ternura, comprensión, solidaridad, empatía y respeto. No están solos nuestros diputados y dirigentes políticos en la lucha que estamos librando contra la monstruosidad  que nos tocó combatir. Nos necesitan a su lado y no marcando pautas desde imaginarios de “qué bien lo hubiera hecho yo….”.  El Robocop fue aplaudido por su manada de gorilas; el nuestro, el hombre civilizado, fue batuqueado por el atavismo del “hombre macho y heroico de la venezolanidad”, como señaló Ana Teresa Torres. Seguimos añorando ese hombre fuerte que sale a batirse en duelo con fieras y así rescatar a la frágil doncella. El falo ronda requerido para completarnos en nuestra incompletud existencial, si no lo soy quiero tenerlo. En segundo retrocedemos en años de conquista por la identidad de hombres y mujeres. Nos atrapan los atavismos de nuestros antepasados.

Nuestro deber ser es únicamente librarnos de la bota militar que aplasta la posibilidad de convivencia armoniosa y eso lo vamos a lograr con inteligencia no con fuerza bruta. “Salvar la pluralidad de voces y asomar la posibilidad de volverse mutuamente comprensibles es simultáneamente tarea de la vida individual y de la comunitaria” indicaba Ezra Heymann, ¿Es tan difícil de entender? En esa sencilla ecuación tenemos la clave de lo que es la civilización. Pues bien, aplaudo a Julio Borges que no necesita de máscaras para demostrar su hombría, no es un hombre violento y no tiene por qué aparentarlo en una cámara. Y no, no es cierto que por falta de “hombres fuertes” estemos pasando por tanta desgracia, es responsabilidad de los millones de venezolanos que votaron por un militar golpista, el “hombre fuerte” el rudo macho criollo.

Hay que ser valiente para no tener que aparentar nada, para ser lo que se es. Aplaudo a Julio Borges el hombre sin máscaras.

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