9 de octubre de 2018

Yo me voy con ellos

Egon Schiele


“Si ellos se van yo también me voy” mientras una hermana le suplicaba que no se fuera. Despertó llorando y desde entonces el llanto se le hizo fácil. Tenía tiempo, mucho tiempo petrificada ante tanta pérdida dolorosa. Casi toda la familia había marchado y otros estaban planificando la partida. Comenzó a considerar la posibilidad de irse ella también. Claro que sería sin sus padres que ya habían marchado de este mundo mucho tiempo atrás. Así que ese sueño, nítido y terrible había movido sus símbolos más profundos, sus arraigos incuestionables, su lenguaje materno, sus más profundos deseos. Su piso se estremeció y las lágrimas brotaron.

Los padres, esa relación primordial que dejará la impronta más arcaica y definitiva posible para poder vivir o vivir muriendo. Los primeros años son cruciales y echando una mirada a esos primeros pasos podríamos entender que nos hizo como somos. A veces no es fácil, todo a simple vista parece haber transcurrido armoniosamente, no se recuerdan conflictos manifiestos, no se identifica el trauma. Porque es el mundo simbólico el que se comienza a gestar en la primera infancia mientras el niño se prepara para introducirse en el lenguaje materno, desde el cual será hablado. La madre que te trajo al mundo puede muy bien querer matarte o por lo contrario puede querer que seas el rey del universo, que nada te pase que no sufras y de tanto cuidarte te asfixia. Esa mujer también perdida en su lenguaje materno, que también es hablada. Quien te gestó sin saber que quería y te recibe como un juguete. O esa mujer que una vez que te vio supo del amor, de la separación, del día del adiós.

Una suerte infinita se posee cuando el azar te asigna padres que, aun fallando, están a la altura de la tarea. El sueño que nos ocupa también revela esa fortuna, padres que marcaron en el inconsciente, con fuerza incuestionable, el lugar seguro. Uno puede pasar la vida buscando su nicho, su tarea, su deseo pero al encontrarlo no titubea, “es este el lugar sin duda y de aquí no me muevo a menos que me abandone”. Y eso nos pasó el lugar nos abandonó, esa palabrita que representa uno de los temores primeros y que nos alcanza tantas veces en la vida. El abandono, una de las formas más certeras de destrozar las fuerzas vitales. Cuando somos adultos las pérdidas, el desamor, la muerte, los cambios de fortuna se pueden superar con mucho esfuerzo y sufrimiento. Pero cuando se es niño quedarán grabados en la psique irremediablemente y para siempre.

Los fenómenos sociales más terribles de la humanidad pueden ser ubicados en la infancia de los monstruos que protagonizaron el horror. Allí se podrá encontrar las semillas de tanta maldad. El abandono infantil hiere a la humanidad entera, no hay imagen más desgarradora que las de esa mirada infantil con el sufrimiento reflejado en sus caras. Es difícil el perdón al verdugo que maltrata a un adulto por sus ideas, pero si se trata de un niño ya no podemos hablar de perdón, nada remediará el daño infligido.  De alguna manera a ese ser se le mueren muchas emociones. La fragilidad y la posibilidad de sucumbir le son muy próximas. Así que cuando hablamos de perdón lo hacemos con una ligereza pasmosa, en ningún caso se sale rápidamente a manifestar un perdón con todas las heridas abiertas. A menos que se esté hablando desde una doctrina y no desde la emoción por ello no conmueven sino causan estupor y hasta rechazo. Si se quiere ser “bueno” a toda costa no se es bueno en absoluto, quizás banal.

Un ser profundamente herido tendrá que vivir con sus cicatrices que heredarán sus descendientes hasta que las historias se pierdan en el olvido. Así también sucede con las sociedades, fuimos y somos heridos no es momento para estar hablando de perdón. Si lo que queremos es ser utilitarios y aprovechar a los “arrepentidos” para nuestra lucha, muy bien, pero llamemos a las cosas por su nombre. La justicia, que llegará, será la mejor terapia para nuestros traumas. Un adulto que cuando niño fue abandonado por sus padres buscará un poco de sosiego en un proceso muy particular, de nada sirven los consejos de “un pare de sufrir” y una sociedad a la que le fue arrebatada las mínimas condiciones humanas debe presentar batalla para exigir el respeto que amerita tal condición. Las doctrinas forcluyen lo propiamente humano. Pretenden sustituir el entramado inconsciente de cada quien por un universal que no existe.

Nos alcanzó el mayor y más primigenio miedo que acompaña la difícil tarea de vivir, el abandono. Paradojas que tiene la vida, de tanto querer un padre protector que resuelva nuestros males, fuerte, macho, atrevido, brabucón topamos con el padre cruel y abandónico. Que cada quien se perdone si puede, pero las prédicas bonachonas en este momento o el andar demandando a otros que pidan perdón, indignan. Indigna los niños abandonados por más que demos razones sociológicas o de púlpito de iglesias, el amor no se impone, se siente. Así que si se quieren ir persiguiendo ese nicho acogedor que una vez los albergó están en su pleno derecho. Hay muchas formas de marcharse. “si se van yo me voy con ellos” y yo también me iría con ellos.

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