14 de junio de 2016

Descifrar un mensaje (cuento)




Era muy pequeño cuando su madre murió. No la recuerda, pero tiene una imagen nítida por los cuentos que Casimiro le contaba, su padre adoptivo, la pareja de Cristina. Una mujer con sus particularidades excéntricas que no le imponía a nadie pero que tampoco negociaba, así la respetaban y por ello precisamente era recordada todavía con una presencia que lejos de irse diluyendo se acrecentaba. Pasaba largas horas ensimismada en sus pensamientos y realizando labores manuales, tejía, cocía, pintaba y toda su creación quedaba marcada por una pincelada de autor. Esa marca no fue fácil de descubrir pues se las ingeniaba para que quedara camuflada entre los colores o texturas de sus obras. Iba dejando un mensaje a través de pequeñas señales, unas veces dibujos miniaturas, otras letras aisladas y hasta se llegó a descubrir gotas de su propia sangre. Se supone que presintió su muerte prematura desde muy temprano y quiso dejarle a su hijo un legado, una brújula y borrar de su vida su abandono forzado.


Casimiro ayudó sin saberlo porque desde el mismo momento que cerró sus ojos no dejó de mencionarla. David no hagas eso a tu madre no le gusta, David ve y recoge ese desorden ¡Ay si tuviera tu madre! Come, come a tu mamá le gusta verte con apetito, siempre asoció las ganas de comer con la alegría. Si, David tienes que estudiar a tu mamá no le gusta la ignorancia. Así era, una mujer que no pasó por una escolaridad formal pero que poseía una sabiduría natural muy práctica en la vida. No dudaba, sabia de inmediato lo que era correcto y lo que no, no hacia concesiones. No era rígida ni autoritaria, pero su postura indomable le hacía ser muy respetada, con una sola mirada su hijo sabía lo que no le gustaba. David no era precisamente un niño sumiso, todo lo contrario, tremendo y pícaro como un ser querido y libre. Quería a su madre como a una diosa, la vio siempre con sus ojitos enamorados. El día que murió su carácter cambió. De ser un niño juguetón y alborotado enseguida se volvió más reservado y ensimismado, como si ese rasgo de su madre se le hubiera incrustado en su alma de inmediato.

Casimiro también cambió, recogió todas sus cosas, a su muchacho y se fue a vivir a un faro abandonado muy cerca de su casa. Quería borrar su presencia con un cambio de lugar pero no lo logró, porque se llevó sus rastros, sus acertijos en un baúl, sus cosas y sus pesares. A David ese cambio le dio igual, total estaba solamente a unos pocos metros de su casa, allí estaba su colegio, sus amigos y su paisaje. Más bien le divirtió, el faro tenía un aire de misterio que lo cautivó. Estaba viejo y abandonado pero esa maderas con su olor a humedad y su constante crujir en lugar de asustarlo llenó su cabecita de pensamientos mágicos; cuentos que se inventaba y en los que pasaba horas deleitado. Sus cuentos nadie los conocerán  no los escribió y si lo hizo los botó.

Muy pronto y como producto de sus fantasías llegó a la conclusión que su madre había dejado un mensaje para él y se dedicó a buscarlo, calladito y sin despertar alarmas se trazó su propio plan. Total Casimiro pasaba horas trabajando y arreglando su nuevo espacio.
Todos los días al llegar del colegio subía a lo más alto del faro donde se encontraba el baúl de su madre. Una buhardilla redonda con grandes ventanales por los que se divisaba un océano generalmente plácido y multitudes de gaviotas que hacían piruetas en el aire, en una danza muy particular para quienes compuso su música. De noche podían apreciarse lucecitas que atravesaban el mar y que inspiraban sus deseos de aventuras. Un día, se decía, voy a recorrer el mundo en uno de esos barcos que me vendrá a buscar. Hablaba con las estrellas y con ellas mandaba mensajes a su madre. Una vez que exploró el lugar, se deleitó con sus vistas y cuentos solitarios, buscó un taburete y comenzó su verdadera aventura que le abarcaría toda la vida y que determinaría su pasión. Descifrar un mensaje, en este caso el de su madre.

Abrió un día el baúl, lentamente y con mucho cuidado, con la sensación de comenzar a hurgar en un lugar sagrado. Allí encontró lo que se le antojó era su tesoro. Mediecita tejidas, cobijitas, suetercitos, todos para un bebé confeccionadas con los hilos y tejidos más exquisitos. Chales y bufandas, guantes, gorros y pañuelos dignos de una colección de arte. Había también pinturas repetidas de una mujer mirando por una ventana a la espera de alguien que no terminaba de llegar. Se distinguían sus cuadros por las tonalidades pasteles y sus características nostálgicas. Cuadernos confeccionados enteramente por sus manos; el papel y la encuadernación con texturas y tonalidades de una delicadeza y buen gusto como no volvería a ver en ninguna parte del mundo. Esos cuadernos estaban llenos de recetas escritas con una tinta de un color nunca vistos antes. Seguramente producto de años de investigación hasta dar con su color distintivo. Recetas de su propia invención y de su meticuloso incursionar en la cocina, acompañadas de dibujos siempre realizados en colores pasteles pero que ya revelaban un encuentro de lugar.

David presintió que estaba descubriendo los secretos de la feminidad, todo aquello irradiaba un perfume y un misterio que no podían emanar sino de una mujer. Lo sagrado, el mundo de lo insondable, la belleza de lo inútil, la pasión por lo particular. Después de llegar al fondo en aquel baúl que le devolvió a su madre y volviendo a poner cada pieza en su lugar con las reverencias merecidas, quedó impactado con un minúsculo símbolo, casi imperceptible, en una de las puntas de un pañuelo. Volvió a ver con más cuidado y observó que cada una de sus obras tenían, en algún lugar, signos distintivos pero de igual color y casi imperceptibles todos ellos. Tengo que hacerme de una lupa e ir descubriendo más misterios de mi madre, se dijo y no se traicionó.

El toc toc toc de su padre lo obligó a descender nuevamente a su cotidianidad.

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