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Armand Schonberger |
Parece que en general se coincide con la visión de un mundo desorganizado y desalmado. Es como que se estuviera regresando a aquellas épocas anteriores al derecho internacional, como que no hubiésemos conocido la democracia. La vida ha perdido valor y los seres humanos se regodean en la impiedad. Esas emociones propias de los seres éticos ya no se sienten o se ocultan tras deseos menos nobles, como son la venganza, la competencia y las ambiciones personales. A lo que le otorgábamos valor ya es visto como debilidad. Hay quien opina que es un período de transición y puede que así sea, pero sin saber aún hacia donde transitamos. Cuando el mundo nos ofrece este panorama desolador es porque está habitado por seres humanos que decidieron vivir fuera de cualquier convicción del reconocimiento al otro.
El ser humano carece de un instinto gregario, pero al mismo tiempo es un ser desvalido que necesita de otros para su subsistencia. Para poder formar las comunidades que le son necesarias debe ser educado en un compromiso moral, sin una convicción de respeto nos mataríamos los unos a los otros para arrebatar lo que no es nuestro. Hemos venido, a través de la evolución, desarrollando organizaciones que facilitan la vida en comunidad, nuestra naturaleza egoísta y violenta necesariamente debe ser disciplinada. Cuando al fin logramos un sistema (perfectible) equilibrado para una convivencia en paz, decidimos no defenderlo y dejar que los seres amorales se dediquen a destruirlo. Están las democracias bajo un asedio cruel y desmedido, los seres inocentes y desprotegidos están siendo exterminados. Bien porque son asesinados o bien porque son inducidos a albergar sentimientos de venganza.
La vida ética del reconocimiento, único camino para conformar un Estado, la vía que construye sociedades a las que pertenecemos. Detrás de estas sensaciones de pertenencia hay un mar de emociones donde se hace posible el reconocimiento propio y el del otro. Estas emociones se conocen como las emociones éticas, entre la que destaca la piedad. Si no me duele la desgracia ajena, si expongo a los otros y a mi país como blanco de ataque por un simple razonamiento instrumental, entonces no estoy adscrita al pacto fundamental de defensa de lo nuestro y estoy vendiendo lo de todos, estoy vendiendo al país. Así es como se ha venido socavando la base fundamental de unión entre los humanos. No podemos aspirar a una libertad sin tener claro como se defiende, sin tener claro que debo comenzar por defender la libertad del que le fue arrebatada sin tener un delito comprobado.
Los valores no son abstractos ni lejanos, convivimos con ellos nos acompañan cuando razonamos y cuando estamos con otros. Afloran hasta herir cuando presenciamos una injusticia o cuando no nos reconocen en nuestros actos de bondad. Hiere la indignación, la vergüenza, la empatía, todas emociones éticas. Quien no las siente es el psicópata que sabe que el otro puede ser manipulado a través de ellas. Entendamos de una vez que el psicópata no hace sociedad, más bien la destruye. La nación se consolida a través del Estado como el proceso natural del sentir social dentro del marco de igualdad ante la ley y la libertad. El afán por la seguridad conduce a las personas a la necesidad de llegar a acuerdos que preceden a los sentimientos morales e implican la necesidad de reconocimiento, nos recordaba Hannah Arendt.
El arrogante hecho para no sentir miedo, el que sobresale en la manada de los soberbios actúa con la convicción que nadie se le asemeja, pero ni de cerca. No está dispuesto a obedecer leyes que lo limiten. Por ello, entre otras cosas, no mide las consecuencias de sus palabras ni de sus actos.