15 de octubre de 2019

Ignorar que se ignora

Anna Berezovskaya


Admira como se distribuye el conocimiento en tiempos tan complicados. Uno no ha tenido tiempo de formular una pregunta cuando miles de voces sapientes con respuestas fáciles, simples, inmediatas estallan con voces en coro estridente. Si, son a veces voces chillonas y a un alto volumen porque entre sus creencias incuestionables (certezas) está que el que habla más fuerte habla mejor, es decir revela verdades. Entre otro de los “buenos” hábitos adquiridos recientemente está el del atropello. Es muy difícil el diálogo en estos momentos porque son muchos los que hablan pocos los que escuchan. Al que escucha le es más sano mantenerse callado porque sus intervenciones no serán escuchadas por más que lo intente, tiempo perdido. Si esto sucede en reuniones simples con hijos de vecinos, ¿Qué no sucederá en esa gallera de alto nivel que suponemos negocia nuestro destino? A mí me es muy difícil imaginarlo, así que lo dejo como interrogante.

Me gustaría saber los rituales que acompañan estos tipos de reuniones mientras hay toda una población muriendo y a la espera de respuestas. A qué hora se reúnen, cómo se saludan los “dialogantes”, como organizan las intervenciones, cuanto tiempo hablan, quien sirve de árbitro etc. Quiero saber todos los detalles, que por supuesto una información que no obtendré nunca, como tampoco me es dado a conocer los temas de la agenda. Silencio, secreto, hermetismo, misterio. Mientras una cantidad de personas hablan con propiedad de estos diálogos, los defienden y explican como pasos acertados en cualquier proceso político en situación de conflicto, la mayoría de los protagonistas de esta historia macabra debemos y tenemos que mantenernos en la ignorancia. Es este el terreno propicio para poner a volar nuestra imaginación y sacarle el máximo provecho a la ignorancia.

Hay ignorancias muy buenas porque es de ella que se activa el intelecto. Si viviéramos en un mundo en el que manejáramos solo conocimientos ciertos e inatacables estaríamos, en realidad, en un mundo bárbaro en donde estaría vedado todo lo más arriesgado, lo más sublime de la creación y del avance científico. No tendría cabida la filosofía con su constante interrogatorio a una realidad que tampoco ofrece respuestas finales. Un ser humano estancado mirándose el ombligo y rascándose la panza, feliz de ignorar su ignorancia, (si la imagen refleja algunos de los personajes que infectan nuestro paisaje cotidiano es pura coincidencia). Pero ignorar es no saber nunca nada del todo ni todo de nada, pero no saber nada de nada es como demasiado. En ese vacío transitamos mientras vivimos una verdadera tragedia. Solos y abandonados asoman a nuestros rostros las manifestaciones de un espíritu que se manifiesta. Una lágrima recorre nuestra mejilla.

Esas lágrimas se manifiestan en nuestras fabulaciones, porque no hemos podido dejar de pensar sobre qué nos pasa, en realidad qué nos pasó para haber llegado hasta aquí y continuar sin norte. Cada día peor, cada día mas difícil, rodeados de historia trágicas y esperando nuestro turno. Entonces, inventamos. No está mal, para nada nuestros relatos es una manera de encontrar un poco de sosiego, lo que es erróneo es darlos por ciertos. Optar por elevar un principio injustificado y de allí desarrollar todo el tramado de justificaciones racionales. No salirnos del guion, seguirlo religiosamente sin asomos de dudas, sin titubeos y si, por supuesto, como muchos traspiés. Repetir y repetir sin detenerse a razonar sobre cuáles fueron los factores que se ignoraron y llevaron al fracaso. Detenidos y redondos en las ignorancias de las ignorancias. Apoyados en un vacío, en el vacío de no saber, en realidad, qué hacer. Pero eso si callar o hablar gritado y golpeando mesas.

No se oye, no se dialoga ni con los que suponemos afines, como encontrar avances en la ignorancia que se tiene de las soluciones que es lo más complejo en cualquier problemática (y vaya que la nuestra es bien complicada). Nadie dicta la última palabra de lo que debemos pensar de la realidad, ni siquiera la realidad misma. Así que lo conveniente sería dejar de pontificar y ponernos seriamente a pensar. ¿Es que acaso perdimos el alma de nuestra comunidad? Esa que nos puede señalar sobre el “debo” tan necesario en la solución de los problemas y que brota de lo más íntimo y caprichoso. A ver venezolanos qué nos está gritando esa voz nuestra ya desgarrada ¿la están escuchando? Creo que no, porque no se está escuchando.

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