El momento es político por excelencia, el campo de la acción.
Las estrategias deben decidirse día a día, con mucho tacto y sobre todo con un
muy sagaz y perspicaz reconocimiento de la población. Las comunicaciones deben
ser claras y fluidas, trasmitir un halo de confianza general hacia los
encargados de tan difícil tarea. Está clara la lucha, pedimos volver a la
civilización, decidir nuestras diferencias por las vías señaladas en la
constitución y con ello rescatar un país donde se haga posible la convivencia.
Por el otro lado también están claras las estrategias, mantenerse en el poder
al costo que sea y si para ello hay que salirse de toda regla acordada, pues
adelante por ese camino se zumban. Ambas posiciones poseen sus fuerzas,
nosotros la mayoría de una población decidida por revertir un destino mortífero;
ellos las armas y las instituciones. No la tenemos fácil, la situación que
enfrentamos es delicada. Momento de cabezas bien amobladas para la dirección y
de emociones intensas controladas que motoricen con determinación las acciones.
Se requiere, entonces, el mayor equilibrio posible.
Hay mucha rabia y sobran las justificaciones para que estemos
indignados. La rabia puede ser muy buena pero si no se tramita adecuadamente,
acaba por destruir los actos acertados para trascender las circunstancias que
la provocan. Muy buena para impulsar a actuar y no dejarse vencer por la
inercia de la depresión. Pero un enemigo si se deja desbordar y se permite que
abarque todos los espacios vitales. La rabia debe y tiene que ser circunscrita
en sus dimensiones y sobre todo no se puede perder de vista las causas que la
originan. Se corre el peligro de quedar atrapados en las garras del
resentimiento y perder la posibilidad de
conducirnos con propiedad y justicia. Se pierde el camino de la
tranquilidad, se obnubila la razón y se actúa impulsivamente queriendo destruir
todo lo que se atraviesa. El resentido en realidad se siente disminuido, no
apreciado, no reconocido y su único objetivo es demostrar que es superior
utilizando como armas las bravuconadas que provocan un mayor desprecio. Siempre
errado pero nunca decidido a comenzar a labrarse un lugar, su propio lugar.
Nietzsche señaló como unas de las tendencias modernas en las democracias y del
socialismo la preponderancia política del resentimiento.
El arma psicológica por excelencia que utilizan los
dictadores es desconocer a los ciudadanos y con ello ir provocando rabias
descontroladas que terminan por destruir todo tipo de cohesión entre los
oponentes. No se reconoce absolutamente nada del otro al considerarlo un adversario
político, no se reconoce su fuerza, no se reconoce sus luchas, no se reconoce
sus demandas, no se reconoce sus nombres, no se les reconoce su dolor, se les
hace objeto de burlas y sarcasmos. En definitiva, se les trata de suprimir como
sujetos. Todos los actos están enfocados para hacer sentir al otro que es un
don nadie y si quiere sobrevivir es mejor que se someta o si no simplemente que
se vaya del país. Ante semejante aplanadora violenta de resentidos sociales
nuestra mayor y más efectiva defensa es reconocernos entre nosotros mismos,
reconocernos en nuestra justa y necesaria cohesión para poder enfrentar con
ganas, fuerza e inteligencia las causas de tan abarcador malestar. Es lo que
estamos haciendo y lo estamos haciendo bien, no perdamos el camino. Nos vamos
reconociendo.
Vamos descubriendo quienes somos, vemos con amor al que nos
acompaña, el que se toma su tiempo para oír, el que comprende nuestro léxico y
responde en el mismo tono. Vemos con ternura y dolor a quien relata su tragedia
y sigue pidiendo justicia con entereza y determinación. Nos llenamos de
emociones buenas al observar la respuesta masiva de ciudadanos en la calle
clamando por votar. Allí nos parecemos y sabemos que no estamos solos, que
somos muchos y unidos por un mismo fin, rescatar a Venezuela y comenzar a
construir un nuevo país. En este escenario volvemos a ser sujetos protagonistas
de nuestra historia y con un deseo que no doblega. Es nuestra mayor fortaleza,
no caigamos en las trampas de quienes nos ponen a odiar indiscriminadamente, de
quienes ven un traidor en todas las esquinas. El momento es delicado y requiere
lo mejor de cada uno. Seamos hijos de la ilustración y dejemos los atavismos
del resentimiento y la rabia desbordada que no busca sino rebajar al otro. Nos
estamos reconociendo, en la acción volvemos a ser sujetos políticos de derecho.
Somos ciudadanos, no pueblo, ni masa, sin nombres ni apellidos y sin partida de
nacimiento.
Después que actuemos con acierto y contundencia volveremos a
nuestros lugares pero nunca siendo los mismos, algo muy valioso habremos
ganado. Seremos nuevamente distintos entre los iguales y fortalecidos. Es al
fin y al cabo la propuesta de la ética, descubrir quiénes somos reconociendo al
otro. El deseo es poderoso cambia una vida, cambia al sujeto, puede cambiar a
un país. Pero para conseguir ese deseo hay que limitar al goce, y la rabia
desbordada, que es un goce, puede ser su destructor. Ejemplos sobran en el
escenario público. Perdieron contacto con la realidad, no quieren saber de ambiciones
perdidas, pues bien se la vamos a señalar y con ello le ponemos límites. No
somos cuerpos a ser lastimados, somos sujetos y nos estamos haciendo oír, allí
esta nuestra grandeza, en nuestro reconocimiento. Como nos invita Hannah Arendt
llevemos a cabo “nuevos inicios” acciones novedosas e inesperadas que apuntalen
nuestro ser. En el discurso y en la acción está lo que somos, nuestra
identidad. En ese escenario nos estamos reconociendo.