Pasan los días, los meses y los años convertidos en testigos
de cómo se destruye el entusiasmo por la vida. La existencia se redujo a un ordenador
de pequeños movimientos rutinarios sin mayores o ninguna expectativa. Como bien
señala Jean Maninat, este año es una
prolongación de lo mismo del año pasado, se arrastran los malestares y las
decepciones, cada día con menos elegancia y disimulo. Todo está apagado, nada
muestra signos de vida, la gente se ve sin mirarse y cuando alguien se anima a
dirigirte la palabra es para anunciarte el precio de algún producto. Nos invade
un enorme fastidio y hasta una desesperanza generalizada. Los discursos se
repiten, nada nuevo que hablar, nada nuevo que escribir. Se constata que cuando
no se vive no hay imaginación que se alimente, las luces se vuelven tenues, las palabras se reducen y los sueños se
repiten. Inmersos solo en ese aterrador retorno de lo mismo. Todos repitiendo,
todos esperando, todos somnolientos.
Pero hay algo que si se mueve y con sigilo, astucia y
certeros movimientos, la maldad. Esparcida por doquier quedamos presos del
horror. Cada vez son más frecuentes los hechos espantosos de sádicos asesinatos,
el hampa desbordada, las prohibiciones y los atropellos. El mal es un fenómeno
que por más que tratemos de entenderlo y nos quememos las pestañas en tratar de
aprehender su esencia, siempre hay algo que se escapa. Estudiamos tratados de
ética, valoramos los estudios sociológicos, seguimos con atención los escritos
de politólogos e historiadores. Leemos novelas y vemos películas que enfocan
estos temas y algo podemos recoger de todo ello, pero sobre todo logramos que
nuestras almas queden sobrecogidas por la imposibilidad de detener la epidemia
destructiva que se esparce por el mundo. La existencia de los seres justos se
arrincona sin contemplación. Terminaremos, si seguimos por esta vía, encerrados
en manicomios que se convertirán en depósitos de las personas que se atrevieron
a ver.
Lo que asombra es la cantidad de seres que se deslizan sin
miramientos a enfilar las colas de la maldad. En sociedades en las que se
impone la discriminación y la persecución surgen enseguida los esbirros en
cantidades asombrosas. Asesinos y torturadores que colaboran en este
destructivo plan. El odio es una bestia que se encuentra adormecida en tiempos
de paz, pero que surge con todas sus fuerzas al culpar al otro de la
incertidumbre inherente a la existencia. En estas nuevas tiranías, los déspotas
jamás hubieran llegado a ocupar los lugares que les permiten someter a toda una
nación si no fuera por los miles de votantes que les dan su apoyo con ansias de
venganza. Miles de personas que disfrutan con el desparpajo, la arrogancia y la
vulgaridad del déspota. Las sociedades del show, ávidos de emociones fuertes
para escapar de las vidas aburridas, la sociedad liquida de Bauman. Dos grandes
pensadores del siglo XX son indispensables para orientarnos en la comprensión
del mal. Hannah Arendt y su tesis de la banalidad del mal y Sigmund Freud con
la pulsión de muerte. Dos aristas muy distintas pero complementarias.
Si la psique humana no poseyera una fuerza destructora que se
encuentra en constante lucha con las fuerzas por preservar la vida y lograr una
homeostasis, no se podría entender el deslizamiento masivo que surge cuando se
implanta en la sociedad fronteras laxas de la moral que acaban con las
costumbres establecidas. Arendt afirma, no es que sean malas personas sino que
se deja de tener un diálogo consigo mismo, con la propia consciencia. Freud
agrega algo más, se goza con el dolor ajeno y el propio. Imperativos que
empujan hacia el mal, un “tener que” llevar a cabo un acto lascivo emparentado
con la muerte, como son los relatos del Márquez de Sade en su tocador, antesala
de torturas. Sade propone una moral nueva de estricta obediencia, la tiranía
del Superyó. “Las benévolas” de Jonathan Littell es otro tratado del
comportamiento y psique de un nazi, un hombre que se va convirtiendo en un
monstruo cada vez más voraz. El libro es muy fuerte y acaba uno sin nada que
decir, sobrecogido de espanto; el autor nos sumerge en el mundo inhumano de un
verdugo sin cortapisas. Con Hitler sabemos que el infierno existe y aquí
estamos convocándolo de nuevo.
No reconocemos el mal cuando nos toca las puertas. Reímos con
el “vivo” que se va deslizando hacia la corrupción, con el raterito que roba,
decimos “tiene hambre” con el que desplaza a los otros para acaparar productos
escasos, decimos “¿qué va a hacer? es su nuevo medio para subsistir” con el
joven que comienza a negociar con productos robados o contrabandeados, decimos
“en fin eso lo hace todo el mundo” Gérmenes de como las costumbres van
cambiando porque así se comporta el vecino, el mal que se deja colar con
facilidad cuando no se está atento a sus movimientos taimados. Cada vez que
excusamos la trampa, la censura a la opinión, cada vez que manifestamos un
sentimiento xenófobo estamos destruyendo la moral y deslizándonos a la maldad. El
genocida no nos convoca presentándose como tal sino como un seductor montado en
una tarima haciendo reír al banal. Añoro nuestras costumbres anteriores, cuando
teníamos hogares donde no era permitido el menor desliz; sin discursos de moral
y buenas costumbres, sino con el ejemplo. El que llegara a casa con una goma de
borrar que no había sido comprada por los padres era devuelto inmediatamente al
colegio a entregarla. Así éramos, estrictos. Privilegios de seres correctos que
no supimos defender.
En este momento gelatinoso en el que perdimos la confianza en
todas las instituciones y personajes que las ocupan, surge con relevancia el
Episcopado Venezolano y la inconfundible voz del Padre Ugalde. No pierden el
norte, parecieran captar nuestro momento y angustias mejor que cualquier otro
vocero. ¿Qué tienen estos hombres? No titubean, no se pierden, no traicionan,
no tienen miedo. Entre otras multitud de virtudes, les pasa que no pierden
contacto con esa voz del bien que se encuentran en ellos mismos. Verdaderos
guías de la moral ciudadana, privilegio de hombres correctos con los que aun
contamos. ¿Cuál será nuestra conducta? seremos libertinos del siglo XVIII o nos
inclinaremos por defender lo que fueron nuestras costumbres y valores. Yo por
lo pronto añoro lo que fuimos y rechazo enfáticamente estas espantosas
anomalías.