Nurlan Kulibayaen |
Unos de los objetos de mayor adoración, en nuestro tiempo, es el cuerpo. Sobre las formas biológicas tanto de hombres y mujeres se invierte gran esfuerzo de conocimiento y de inversión. Se mantiene la ilusión que algún día podríamos saberlo todo sobre el cuerpo y de esta forma dominar cualquier imperfección que se presente en esta complicada maquinaria. Esta sería la meta del saber, si es que entendemos al cuerpo como una maquinaria, donde cada una de sus partes deberían estar, entonces, debidamente sincronizadas e integradas y de esta manera solo tendríamos que mantenerlo en su máxima capacidad de funcionamiento. Sin negar la utilidad y el avance significativo que ha tenido la ciencia en cuanto al conocimiento de la biología, es indudable que cuando se habla de cuerpo pareciéramos estar implicando algo más que células, fluidos y órganos, estamos implicando una imagen, un goce y un concepto. Por el cuerpo nos reconocemos en un espejo, con el cuerpo gozamos del sexo, de la comida, de los paisajes y siempre habrá algo del cuerpo que nos es ajeno, que no entendemos, en lo que no pensamos y que nos causa mortificación. Tiene, entonces, el cuerpo distintas significaciones y lo tratamos de distintas formas según sea el símbolo que represente en nuestra vida.
Como somos seres que hablamos, que poseemos un lenguaje y como consecuencia el lenguaje nos posee, todo se complica. Ya no podemos, nunca más, ser solo un trozo de carne que no se conoce así mismo, que no se sabe integrado. Somos, en primera instancia lo que pensamos de nuestro cuerpo, como lo tratamos y en segunda instancia, y muy de vez en cuando, somos un órgano que está molestando o un dolor que nos tortura. Somos adornos para otros o somos el objeto que se ofrece para el goce del otro con la expectativa que al mismo tiempo nos haga gozar. Queremos, en otras ocasiones, ser referencia de beldad o de genialidad. Queremos no pasar desapercibidos y para ello utilizamos todas las posibilidades expresivas que nuestro cuerpo nos ofrece, hacemos bulla. Queremos otras veces pasar desapercibidos y entonces nos encogemos, nos escondemos y descuidamos los adornos que solo servían en referencia al otro. Todas estas posibilidades las tenemos, y muchas más, porque nuestro cuerpo no es solo carne y hueso, sino porque tenemos un cuerpo simbolizado y lo manejamos como manejamos el lenguaje, el lenguaje, entonces es nuestro cuerpo.
Lacan afirmaba que el lenguaje es nuestro primer cuerpo, el cuerpo simbólico. Cuerpo sutil que nos permite tener acceso al otro cuerpo, al cuerpo que mortifica porque es el que nos recuerda la inmortalidad de la que no vamos y no podemos escapar. El cuerpo que nos recuerda que algo puede estar sucediendo en nosotros mismos y que no conocemos hasta que no se manifieste, hasta que no hable y podamos escucharlo. Ese cuerpo que a medida que más lo conocemos se nos presenta más como un enigma, ese que siempre se escapa de cualquier control, que es engañoso, que está allí y es lo más próximos, pero que no podemos asirlo y hacerlo nuestro a cabalidad. Es ese que creemos nuestro y anda por su cuenta. Lo más familiar y los más enigmático, lo que ha sido objeto de las mayores extorciones y abusos en nuestro vida liquida. Ese que comenzamos a tratar como cualquier otra maquinaria a la que podemos cambiarle los repuestos, ese que manipulamos en búsqueda de un perfección imposible, ese al que de tanto industrializarlo, de convertirlo en mercancía lo hemos dejado de oír y ya no lo entendemos. Ese que somos y no somos al mismo tiempo, ese con el que tenemos que negociar, dialogar y entender a la hora que nos planteemos el vivir o el morir. Ese nuestro gran aliado y nuestro peor enemigo, según lo tratemos. El que nos reporta lo mejor y al mismo tiempo lo peor. Ese nuestro cuerpo.
Marinando se toma un tiempo de descanso. Volvemos en setiembre, muchas gracias por sus lecturas que se aprecian enormemente.