Tener confianza es quizás la sensación más reconfortante en
la que se puede descansar de nuestras oscuridades profundas y de un mundo
externo amenazante. Pero cada vez nos cuestionamos más en quien podemos
descansar o en que podemos confiar. Confiamos, por ejemplo, en la Ciencia y admiramos
de sus grandes avances. Hoy utilizamos infinidad de recursos brindados por
grandes o prácticos inventos legados por la tecnología para el confort de los
humanos. La Medicina nos ofrece la posibilidad o la ilusión de retardar el
inevitable desenlace de toda vida. Hoy día nos transportamos en aviones, con
mayor o menor confianza, que nos permiten llegar en corto tiempo a lugares
remotos. Se acorta y alivia la distancia con los seres añorados; al igual que
nos lo facilita la rápida comunicación
con las nuevas vías del ciberespacio. Todos estos sustanciales cambios que se
suscitaron el siglo pasado nos lanzaron irreversiblemente a un nuevo mundo,
donde el acomodo humano se ha dificultado.
Porque detrás de estos objetos siempre se encuentran los
sujetos que pueden engañarnos, que pueden hacer trampas y pueden matarnos. Los
sujetos deciden y pueden con total impunidad romper ese lugar de la confianza y
del amor. Si no nos matan físicamente nos matan el alma. Para engañar y
destruir convocan al auditorio a confiar en un gran Otro, un dogma, un dios,
una idea superior que es infalible y no engaña. “En Dios confiamos” es el lema
impreso en los billetes americanos. No falta razón porque el dinero es y ha
sido el objeto más codiciado y en el que confiamos, el gran cohesionador de las
sociedades modernas. Así los sujetos, motores del engaño y del camuflaje se
esconden detrás de dogmas que se muestran incuestionables. Desaparecer al
sujeto ha sido el lema de la Ciencia y de las religiones. Pero como todo ardid
el destino es la caída de muchos tinglados. Se caen las creencias y arrasa con
los farsantes.
Esa frágil búsqueda de una creencia irreductible en un ser
que no nos engañe va perdiendo fuerza en el mundo que habitamos. Sin dejar de
tener sus consecuencias por supuesto, un mundo de seres descreídos que no
confían ni en sus sombras es, por decir lo menos, muy incómodo y angustiante.
Es que ya no creemos ni en nosotros mismos, cuando nos vemos actuando de una
manera en la que no nos reconocemos surge la angustiosa interrogante ¿quién
soy? Si el componente desconcertante por reconocernos nuevamente va acompañado
de un mundo absurdo, tengamos la certeza que el desenlace es la locura.
Componentes esenciales de la tragedia que tan bien describió el inmortal William
Shakespeare. Otelo logra casarse con la mujer que ama, Desdémona, en un
matrimonio amenazado por las pasiones humanas desde su inicio. Yago introduce
la duda de la fidelidad de su amada en Otelo que va horadando poco a poco sus fuerzas y enloquece de celos.
Mata a Desdémona para luego cegar su propia vida.
Las tragedias ya fueron escritas actuadas y exhibidas ante un
público que permanece sentado perplejo repitiendo incansablemente las vías
seguras a sus propios infiernos. Porque al contrario de la sentencia de Sartre,
el infierno somos nosotros mismos pero vemos las llamaradas siempre afuera. No
puede haber mundo, sociedad, grupo humano, familia, amor sin creencias. Tome
cada quien las suyas, las que quiera, haga su propio altar, prenda sus velitas
y cuide su intimidad, póngala al reguardo de los lobos feroces que acechan. Los
cazadores apostados en cada esquina para inducir nuestros íntimos fantasmas y
conducirnos a pequeños y grandes infiernos. Siempre habrá seres más fuertes,
más desalmados que no tienen límites para la crueldad. Si no nos cuidamos nadie
lo va a hacer por nosotros, solo los contados seres en los que confías pueden
ofrecerte un hombro para posar tu
pensamiento cada tanto atormentado. En todo escenario la prudencia es buena
consejera.
La opinión pública es un nuevo tirano que si no lo
dosificamos terminará por destruirnos como bien advierte Fernando Martin
Aduriz. Así tenemos a nuestros políticos guiados por la opinión pública,
temerosos de ser impopulares, de decir y actuar en consecuencias a la tragedia
que nos embarga. Se dice solo lo que se supone la mayoría quiere oír aunque
sepamos que esa mayoría no es ilustrada. Se menosprecia el saber, la reflexión,
el estudio. Ya no se cree en debate de ideas y en la argumentación para las que
fueron concebidas las casas de estudio. Al contrario se destruyen, se diluyen
en ese mundo líquido que describió Bauman. El mundo del descreimiento, del
escepticismo, del desprecio por los valores, de nuevos iluminados con sus ventas
de espejismos. Si se continúa en esta fiesta macabra de monstruos ebrios
terminaremos aplastados cuando el fuego se desate.
Nunca se tiene un seguro sobre cómo será la conducta del otro
en un futuro, generalmente se apuesta porque no engañe pero sabemos que puede
hacerlo. Lo que es imperdonable es cuando el otro ha dado claras señales de no
ser confiable se precipiten los diferentes formadores de opinión publica a
vender barajitas trampeadas a un público mayoritario e ignorante. No es posible
parase en el mundo con criterios propios si no se ha confrontado las ideas con
otros o con los libros. Como señala Castell estamos en un mundo descreído y por
eso mismo buscamos y adoramos a toda clase de falsedad, la búsqueda desesperada
de qué aferrarse con el mínimo esfuerzo y la máxima comodidad. En la medida que
aumenta la demanda de protección decrece la posibilidad de estar protegidos,
paradoja que nos deja un estudioso de la angustia y el miedo en las sociedades modernas.
Así que, también paradójicamente, debemos creer en ese ser
que no sabemos si nos engaña o nos extraña mientras vemos llover. Porque al fin
y al cabo le cantamos a la confianza depositada en nosotros mismos.