Una vez más cuando me desperté mi espejo había estallado en
mil pedazos. La historia de mi vida estaba toda tirada por el cuarto. Fotos,
cartas, diarios y notas eran un reguero de difícil organización. Volví a
acurrucarme entre mis sabanas buscando calmar mi corazón que latía desbocado.
Pero ahora sabía que no era mi mundo el que se había desecho sino era yo la que
había sucumbido a tanto desconcierto. Esta vez no podía marcharme, no tenía
sentido. La mano que me ayudaba a incorporarme ya no acudía en mi auxilio y no
había voz ni testigos que pudieran observar mi desamparo. Me encontraba sola y
sola tenía que volver a unir esos pedazos que quedarían con cicatrices,
inevitable. Así que después de un rato me paré sobre mis propios pies y comencé
a caminar. Ordenar mi habitación sería una obra lenta que debía emprender con
mucho tacto y sin apuros; de ello dependerían mis próximos años y el lugar que
eligiera para mí. Quería que fuera lindo y fuerte para poder soportar mi
llanto.
Ya era una mujer, me costó pero una vez que contacté mi
sensualidad no me era posible ignorarla. Así que enseguida tuve ganas de acudir
a mi panadería y volver a saborear el rico desayuno que me tenía Joao, dos
empanadas, un café y mi jugo de naranja sería un buen comienzo. No salí
brincando, no era un mar de fiestas ese día,
pero con solo presentir los olores del pan me era suficiente para ir a
buscarlo. Mi rutina siguiente me resultó pesada pero la cumplí. Al terminar la
jornada me fui a casa; el lugar de encuentro y jazz ya no me atraía con la
misma fuerza de antes, pero no quedaría abandonado. Luis se había marchado ya
hacia un tiempo y yo había quedado con mi revuelo de tristeza, de desconcierto
y con un gusanillo que fue horadando y que terminó estallando. De alguna manera
lo sabía pero lo retardé hasta que no pude seguir volteando para otro lado.
Llegué a mi casa, recogí del suelo una libreta y me puse a
escribir. Las primeras líneas me regresaron al geriátrico y una fuerte imagen
que había quedado grabada en mi retina. Al ser tratados como objetos
desechables esos viejitos se lo habían creído y así se comportaban. Hay que
despertar en ellos su gusto por ser humanos. Tienen que hablar, por lo menos
tienen que hablar entre ellos. Había observado que no lo hacían. Y enseguida lo
decidí esa sería mi labor y planifiqué los primeros pasos. Comencé a hablar con
la gente de mi trabajo, con las personas en la panadería, me metí en las redes
sociales y tantee la posibilidad de unirme a una organización existente o
simplemente constituir la mía. Así comenzamos a ir los sábados con música y
comida y largas tertulias que los fue acercando. Empezaron a hablar de sus
vidas, de sus dolores y alegrías, se fueron conociendo, hicieron amistad y
ayudando. Ya no estaban solos y abandonados, se tenían entre ellos.
Yo por mi parte ya iba uniendo los pedazos. Una vez que ya
contábamos con una organización estructurada fuimos expandiendo nuestras
actividades. Al mismo tiempo fui prestándome más atención. Fui a la peluquería
y cambie mi corte de cabello, arreglé mis uñas y delinee mis cejas. El cambio
fue impresionante. Compré algo de ropa y un perfume porque los que tenía habían
quedado destrozados. Ya era otra mujer con una mirada profunda y con un dejo de
tristeza, pero me gustaba.
Hice amigos con los que compartía momentos muy
agradables, bebidas, comidas, paseos y gratas conversaciones. Huía de la
quejadera, de la repetición inútil de lo mal que estábamos, de los precios del
mercado. Huía de todo aquello que me restara fuerzas y ganas porque tenía mucha
responsabilidad sobre mis espaldas. Y de tristezas y miserias ya conocía
bastante.
Me acercaba cada tanto a oír jazz buscando ese éxtasis que
una vez sentí, pero al parecer se había esfumado con Luis. Me encontraba en ese
sitio, en la misma barra, sola porque eran momentos que no quería compartir.
Campaneando un trago y absorta en mis pensamientos, cuando una voz ronca y
cálida me dijo
-Hola
No voltee enseguida quedé paralizada, el tiempo se detuvo. En
realidad no lo esperaba, era mucho el tiempo que había transcurrido y ya Luis
comenzaba a desdibujarse. Al mismo tiempo me aterraba que no fuera él.
-No me llamo Luis