Que difícil se nos hace tener nuestros sentimientos y
pensamientos con algún grado de continuidad o coherencia. Saltamos de una
emoción a otra (que puede ser su contraria)
en una caída libre sin freno. Nos asaltan alegrías intensas porque vemos
que nada nos detiene en la conquista de nuestro futuro. En seguida tropezamos
con un dolor lacerante por nuestros muchachos asesinados sin el menor asomo de piedad.
Nos invade una ira enloquecedora por tanto tormento infringido sin control. No
hay posibilidad de ordenar nuestra casa
interna para poder sentarnos y encontrar algún refugio que sosiegue. Es
imposible la templanza, la nobleza, la prudencia como guías de conducta hacia
los que descaradamente maltratan desde sus ridículas mascaradas de poder. Es
una situación que debemos atravesar así con nuestros signos de locura colectivo,
con los cambios de carácter, con lo peor de cada quien pero también con lo
mejor nuestro hacia nuestros iguales en el combate. Signos de solidaridad y
entendimiento sin palabras nos acercan sin el menor asomo de dudas. Solo en
este rasgo fundamental se vislumbra un mundo civilizado.
Somos más que nunca la expresión de nuestra “naturaleza
caída” (San Agustín) que fue la respuesta que Hobbes y Rosseau se dieron a la
pregunta de por qué cambiamos la libertad por promesas falsas de una tiranía.
La naturaleza humana no es inocente al haber perdido su determinismo
instintivo. Por el hecho de que poseemos un lenguaje podemos mentir y lo
hacemos con muchísima habilidad y por distintos motivos. Mentimos para
protegernos y proteger a otros, esta puede ser la mentira benigna. Pero también
tenemos la capacidad de mentir por el placer de engañar, someter, vejar y
confundir. Es la mentira del que se esconde detrás de discursos “inocentes” para
ejercer su voluntad perversa de someter a otro. Un poder sádico que también es
voluntad humana. Pero existen las voluntades “de escoger nuestras leyes, la
paz, las instituciones, las ciencias y el arte es decir la civilización” como
señala Octavio Paz; estamos, entonces, viviendo el choque de dos voluntades
irreconciliables y decididas. Pero ambas, por ser humanas y atravesadas por el
lenguaje, son sometidas a la sospecha. También tenemos la capacidad de
mentirnos a nosotros mismos; la verdad tiene estructura de ficción afirmó
Lacan, la misma estructura de la mentira.
Sabemos que cuando
hablamos de mentira es porque tenemos en contraposición una verdad. Cada quien
vive aferrado a una verdad que le resulta irrefutable, que no quiere perder sin
verse peligrosamente trastocado y sin verse obligado a cambiar definitivamente
su ser. Cuando esta creencia fundamental cae por lo terco de la realidad se
atraviesan momentos de mucha incertidumbre y de pérdida del sentido de la vida.
Aferrarse a este núcleo organizador de la existencia contra toda evidencia es
lo que llamamos fanatismo, provocador de los extremismos radicales que están
dando efectos destructores alarmantes en nuestro mundo. El extremismo no solo
destruye su entorno sino también destruye al sujeto que decidió renunciar a su
vida por un fanatismo. O mejor dicho, el fanático es en realidad el que no se
atrevió a ser lo que es. El fanático está muerto antes de matarse. Basta ver
algunos voceros del régimen declarar mentiras absolutas con una expresión de
incredulidad en sus rostros, sin emoción, sin certezas, sin pasión.
Evidentemente perdieron su anclaje pero no el discurso. Saben que mienten pero
tratan de no ahogarse todavía.
Momento en el que la búsqueda por una un sentido vital es
colectivo, la buena fortuna es la de todos, una disyuntiva de una claridad
meridiana, todos ganamos o todos perdemos. Después de todo es la esencia de la
civilización, la voluntad de convivencia “se es incivil y bárbaro en la medida
que no se cuente con los demás. La barbarie es la tendencia a la disociación. Y
así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramiento humano,
pululación de mínimos grupos separados y hostiles” afirmaba Ortega y Gasset.
Nuestra verdad colectiva es que nos destrozaron el país, es que nada funciona y
tenemos nuestros derechos confiscados. Que estamos presenciando la barbarie más
grande imaginable y que para liberarnos de esta realidad mortal tenemos que
formar nuestro grupo, que ya es prácticamente todo el país. Es hora entonces de
concretar y cohesionar ese grupo con el llamado a todos los sectores en
acciones contundentes. Los vínculos sociales necesarios no los pudieron
destruir, surgieron con toda su intensidad en esta hora de la verdad; nuestro
gran relato de un país próspero y gentil no desapareció de nuestro imaginario
colectivo. Los símbolos de nobleza permanecen y se expresan ahora con mucho más
coraje. Ese es nuestro cemento constructivo, nos reconocemos y necesitamos en
un futuro compartido. Es nuestra forma elegida y nuestra gran verdad. Porque
como decía Nietzsche “es necesario que algo tenga que ser tenido por verdadero,
no que algo sea verdadero”.
Nuestro mito cohesionador -nuestra verdad- es que estas
fuerzas desplegadas por la liberación del país ya son indetenibles. Que
nuestros enemigos muestran su turbación con mentiras primitivas, balbucean
incoherencias y corren cuando son emplazados. Que nuestra gente obligada a irse
del país están mostrando su indignación con tanta fuerza como lo hacemos lo que
permanecemos en él. La verdad es que como país ya elegimos aunque se nos niegue
expresarlo en las urnas. La verdad es
que aquí hay culpables de tanta muerte, vejación y violación que reclama
justicia. La verdad es que indignados estamos recuperando nuestra forma de país
con nuestra manera elegida ya imposible de negar o revertir. La verdad es que
tendremos nuevamente un país.
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