Mientras lo que se observa en la superficie es estridente,
por debajo transcurre un mundo silencioso, que no habla, pero que irrumpe con
acciones violentas que necesariamente cambian el escenario en donde nos
movemos. Llegan sin advertir, sin que se
presienta su peligro, no amenazan ni se acompañan de actos previos. Sorprenden,
desconciertan por el sigilo de sus movimientos y la maldad de sus
intenciones. Actos que no tienen
lectura, que no pueden entenderse de inmediato, actos que causan repudio pero
no sentido. Es un estado puro de goce que ha adquirido preponderancia, que
marca pauta y que solo nos remite a un rotundo fracaso. El fracaso de la razón,
de la ilustración, del sujeto cartesiano. Lo irracional y la ética del mal en
su más pura y ominosa expresión. Mientras el mundo está distraído en su propio
espectáculo, las cloacas infectadas de alimañas actúan sin descanso para
irrumpir con una violencia atroz.
Dos capas paralelas en la cual transcurre nuestra vida en un
mundo que ya trascendió la Modernidad. El mundo posmoderno reclama por nuevas
categorías de interpretación, por un reacomodo de la razón que siempre reclama el
sentido de la realidad. Esa fuerza destructora
que irrumpe no requiere de una formación de compromiso, no hace síntomas
previos porque no está inserta en ningún discurso, no está reclamando por
interpretación. Despojada de cualquier velo sólo muestra cuerpos destrozados,
despedazados, tal como se observa un niño que aún no ha logrado integrar su
imagen, que aún no ha podido arribar a su forma humana. Un puro goce gana la
partida a los semblantes de los discursos en los cuales trató de refugiarse la
humanidad. El discurso de la sospecha, de la desconfianza en la capacidad de la
razón gana terreno en un mundo que se muestra perdido, sorprendido y aterrado.
Freud, Nietzsche y Marx lo advirtieron y sin embargo no han sido interpretados
sino utilizados como máscaras que esconden el cinismo del que no tramita su
sádica intención.
Por otro lado está el escenario donde actuamos con nuestros
disfraces, adornados con los trajes de la ocasión, con las máscaras que nos
representan en los diferentes personajes que actuamos; ataviados con las
máscaras que esconden las muecas del dolor. Micrófonos, cámaras, luces y
parafernalia para la mentira y la figuración. Si no se trasmite con música de
fondo alarmante por la televisión no existe, se deja pasar, no tiene
importancia. Hoy en día se puede cambiar el destino de una Nación sin que sus
habitantes se enteren porque se los mantiene distraídos buscando comida y
medicinas como está sucediendo actualmente en Venezuela. A lo más que hemos
llegado es a sospechar que algo está pasando porque nos salpican algunas
señales diferentes. Pero qué es y de qué se trata no se sabe, y no puede
saberse porque no se habla. No hay discurso coherente y tampoco se reclama por
pronunciamientos convincentes. Sentar principios éticos generales, manifestar
deseos altruistas y uno que otro canto a
la bandera parece que no calman a los más inquietos que aún no han perdido lo
justo de su humanidad.
En este mundo que se nos ha convertido en una pesadilla
también los disfraces comienzan a perder su eficacia por lo usados que están;
las bestias escondidas en rígidas ideologías muestran ya su verdadera anatomía
y el espectáculo de fiestas y desfiles decadentes se tornan obscenos. Se
precipita la catástrofe y se manifiesta una locura salvaje sin posibilidades de
una transferencia que la contenga y vaya dándole forma y contenido a la insania.
Fallan las adecuadas y oportunas intervenciones que hagan posible el trámite de
las angustias y la amortiguación de los miedos. Hay silencio pero no es un
silencio que habla es un silencio que calla verdades por tácticas equivocadas
cuando se tiene en el sótano a los verdugos que no cesan de manifestarse en
toda su pura y obsecuente maldad.
Ya no contamos con autoridades ordenadoras, desapareció en el
mundo ese operador, no volveremos a ese mundo en el que se formaba a los hijos
en una familia para que fueran agentes creativos con sus vidas y el cuido de
los otros. Fuimos exterminando nuestras costumbres, proclamamos libertades y al
parecer no estábamos capacitados para ejercerla con responsabilidad. Ahora
estamos representando una comedia bufa que solo posee como colofón la reacción,
la venganza. Si hay terrorismo, si nos masacran con tal ensañamiento y maldad,
reaccionamos entonces con los nacionalismos, las xenofobias, el rechazo a
culturas tomadas como un todo. Crece el odio y la sed de exterminio. Pero
realmente qué es lo que está pasando, por qué llegamos a esta locura y como
construir un nuevo mundo en que sea posible la convivencia, no lo sabemos todavía.
En el fondo seguimos llamando a una autoridad que ya perdió su eficacia.
Debemos construir un nuevo ordenador, una nueva ficción, nuevas máscaras con
las cuales actuar en el mundo de una forma menos engañosa, de menos mentiras
que esconder.
Quizás comenzar el espectáculo de ser espías de nosotros
mismos, porque en cada uno de nosotros están los gérmenes de lo que estamos
observando a través de las pantallas. Ser nuestra propia autoridad y dejar la
participación de los semblantes colectivos, las apariencias, las ventas de la
propia personalidad, los cambios camaleónicos sin vergüenza ni pudor. Tener
como presidente a un ser más preocupado por su peinado que por las fuerzas que
destruyen su país es una imagen contundente de lo que nos está pasando. Y no es
local, la maldad y la frivolidad son mundiales. Como dice Miller, máscaras de
nada es decir de semblantes que tienen “la función de velar la nada”. La nada
que debe invitar a ser inventada. La nada que reclama por la capacidad creativa
e interpretativa del ser humano. Volver a construir nuestro nicho simbólico es
el reto de la humanidad.
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