Pareciera que estamos al límite de nuestras posibilidades
o por lo menos es lo que se escucha.
Unos reconocen no aguantar más, llegan a su propio límite y se van. Otros se
quedan pero sufriendo todo tipo de penurias y siempre en su horizonte un atisbo
de esperanza con el “todo tiene un límite”; otros simplemente no reconocen
límites y encontraron propicia la situación para todo tipo de atrocidades.
Otros, lo que se hicieron malamente del poder, no reconocen, tampoco, límites
para ejercer sus ansias despóticas. Una sociedad que perdió los límites de
convivencia, sin las cuales es imposible una vida vivible. Por una parte nos limitan y
pretenden someternos a una imposición de subjetividades instituidas y por otra
parte está la lucha sin cuartel de resguardar, contra viento y marea, lo que
decidimos ser. Levantamos nuestras murallas y nos hacemos impenetrables a tanto
abuso invasor. Pero por supuesto todo tiene un límite.
Cuando hablamos de límites estamos haciendo referencia a una
fragilidad, hacemos referencia a un tope permisible que no se debería cruzar o
al que se tiene miedo traspasar. Hemos topado en determinadas circunstancia con
barreras infranqueables que nos imponemos nosotros mismos, momentos límites en
nuestras vidas en las que apretamos los frenos a fondo y nos decimos “esto no,
no puedo sin perderme en un abismo” Hay otros momentos que las circunstancias
nos lanzan sin contemplación a un mar sin fondo en donde sentimos enloquecer;
hemos llegado a un límite en nuestra propia posibilidad de aguante o entendimiento.
Nada podemos hacer aparte de poco a poco ir asimilando y dominando los efectos
desbastadores; a veces se puede y otras simplemente no. Ese sería el
acontecimiento que nos venció y allí termina la vida. Pero mientras no seamos
vencidos seguimos defendiendo como fieras heridas el derecho que tenemos de
definir nuestra verdad propia, avanzar hacia nuestro propio destino y
determinar la propia responsabilidad que no es sino nuestra libertad.
¿Al fin y al cabo qué somos? Somos seres que caminamos
siempre por un borde, el que separa lo inteligible de lo imposible de
aprehender o soportar. Somos narraciones, lenguaje, razón y emoción. Pero
también somos fieras sin sentido, monstruos implacables, pulsiones
destructoras, deseos de muerte. Con todos estos elementos está lleno nuestro
mundo y nos vemos forzados a ponerle límites. Nos lo tenemos que imponer a
nosotros mismos y para ello apelamos a la ética y a la estética, al bien actuar
y al bello caminar. Al bien que le deseamos al otro y a la belleza de la
justicia, del respeto y la dignidad. Le ponemos un límite al mundo si queremos
ser sujetos, bien lo señalaba Wittgenstein. Eso sí, si nos damos a esta
fundamental tarea que nos impone la vida porque no todos entran por esa puerta
principal. Hay los que se cuelan por las rendijas como alimañas que son y
actúan sin ningún reconocimiento humano. Mucho tiempo están queriendo regir
nuestro destino y hemos resistido, pero todo tiene un límite.
Hay un límite para asimilar tanto dolor sin tregua, niños que
mueren por falta de medicamentos, personas de bien atropelladas por una
justicia vendida por bandidos con togas que asquean. Vivir en este basurero se
nos hace ya inaguantable porque el lenguaje deja de tener la amplitud para
poder poner tanta miseria en narrativa, porque los adjetivos comienzan a
escasear. Porque ya los puntos y comas no bastan para darle una tregua a la
respiración. Sentimos una asfixia y quedamos en un estado límite en donde ya lo
que sentimos no se parce a eso que una vez denominamos vida. No hay razón humana que pueda dar cuenta de la
consciencia de tan oscuro designio, de tanta maldad sin límites. Topamos con lo
impensable, con lo que no admite conceptualización. Vimos el horror de frente,
se caen los velos y quedamos petrificados. De allí la expresión de “todo tiene
un límite” hay acontecimientos que no son humanos.
Es en este límite donde nos sostenemos de creencias, de
símbolos que nos acerquen a un mundo que nos sea vivible, a la creación, a las
expresiones humanas que trasmiten las emociones que no pueden ser puestas en
palabras. Nuestros anclajes internos, nuestras religiones privadas, nuestros
rituales secretos, nuestros amores o como dice Eugenio Trías lo que “subsiste,
inmarcesible, silencioso, metafísico, lo que rebasa los límites del mundo, lo
que desborda el cerco y el confín: el otro mundo” Es la manera como podemos
sostenernos y mantener las esperanzas mientras la realidad sea tan aplastante.
Los cuentos internos que a lo mejor si los compartimos nos tilden de locos,
pero es nuestro mundo en el cual nos refugiamos y encontramos sentido; en los
que encontramos las fuerzas para poner los límites a tanto intruso suelto.
Cuento el cuento de la recuperación, del encuentro, del regreso a nuestro
ethos, de la justicia y la normalidad. Cuento el cuento de la honradez y de la
lealtad. Pero es un cuento que algunos nos contamos. Pase lo que pase, salgamos
por donde salgamos seremos otros y cargaremos en nuestras sombras mucho horror
acumulado.
Será entonces la tarea de poner límites a nuestras tristezas
y dejar que fluya nuevamente una alegría más asentada de adultos que crecimos
heridos. La ingenuidad tiene un límite porque, simplemente, todo tiene un
límite.
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