Picasso |
“Tablismo” podríamos llamar al fuerte movimiento que se
observa en el país integrado por hombres nuevos, distintos pues, que muy bien podría ser calificado como “cara
de tabla”. Es un nuevo espécimen que el diccionario define como “persona
descarada, sin escrúpulos”, se comportan con tal desparpajo que pueden desconcertar
a aquellos hombres que todavía pertenecen al mundo de la racionalidad. Sí,
porque ser racional implica saber lo que se hace y por qué se hace, tener en
cuenta a los otros de quienes sabemos no podemos lograr un desprendimiento
total. Ante un “cara de tabla” quedamos reducidos a cosas con la boca abierta,
es decir cosas con bocas pero balbucientes. Lo que no se ha percatado ese “cara
de tabla” es que también se cosifica y se reduce a ser un simple instrumento de
sus actos descarados.
Esto de no poder lograr un estado de soledad absoluta y tener
que compartir la vida con otros es lo que complica enormemente la existencia;
aquello de que “vivir es fácil pero los demás no te dejan” cada vez se nos hace
más patente en esta cultura del Tablismo. No siempre logramos la mejor
compañía, necesariamente somos defraudadados, abandonados, maltratados,
engañados sin que el autor del dolor causado sufra las consecuencias de sus
malos actos. Ese “cara de tabla” no experimenta vergüenza ni culpa que le
podría producir un malestar moral, incomodidad que procuraría un ligero
desagravio. Observar el sufrimiento del que hirió arranca al menos una leve
sonrisa, de allí que se desee ciegamente los actos reivindicativos que colocan
peligrosamente al vengador en las filas de los tablistas.
Habíamos conocido dos culturas claramente diferenciadas por
sus tabiques morales de gran eficiencia. La cultura occidental con la “culpa” y
la oriental con la “vergüenza”, necesarios diques para no devorarnos con las
fuerzas aniquiladoras de pulsiones sin dominio propio ni contención obligada
por otros. Como somos occidentales estamos más familiarizados con la culpa que
con la vergüenza porque, en realidad, eso de que otros desaprueben mis actos nos
tiene sin cuidado; al contrario la “viveza criolla” ha sido altamente valorada
como rasgo de categoría y distinción. Suponemos, entonces, que obedecemos a una
demanda íntima de lo que consideramos es nuestro deber con respecto al otro, si
fallo en mi intimidad racional siento una frustración que acarrea malestar. Al
negar a los otros mi deber para con ellos no puedo pretender reconocimiento
como humano, es decir, no puedo pretender el deber del otro para conmigo.
Pero digamos ese mundo complicado que conocíamos se nos está
esfumando para aparecer uno desconocido, uno difícil de digerir y que va a
obligar a pensar nuevamente sobre el ser humano y sus vicisitudes, ¿qué
queremos de nosotros mismos y de los otros? Hacia donde nos dirigimos una vez
que hayamos destruido, no solo a nuestras ciudades sino a la civilización donde
por un tiempo descansamos. No está claro porque no se ha dicho aparte de unos
cuantos anuncios luminosos de productos en venta ya pasados de moda y con poca
demanda que están ofreciendo los impostores de políticos. Es decir aquellos que
mal ocupan los lugares que antaño ocuparon los políticos. Sin vergüenza y sin
culpa no hay responsabilidad y sin responsabilidades no hay políticos ni
profesionales a la altura de sus funciones. Los “cara de tablas” pueden estar
en cualquier lugar con un desempeño superficial plano, no entienden sino de
martillos, serruchos y clavos. No desempeñan adecuadamente sus ritos ni crean
sus propios mitos, gustan del fracaso y de pervertir lo establecido.
Mientras toda esta complicación se aclara a mí se me ocurre
contrarrestar con la cordialidad, es que podría ser un buen dique de
contención para resistir sin enloquecer hasta que se despeje el panorama. La
cordialidad no es cualquier postura fingida, exige ternura, lealtad, humor y
saber estar en cualquier ambiente o situación que se nos presente. Cordiales
con los que nos agravian no podemos ser, no somos monjes tibetanos, pero
podemos evitar tropezarlos. Requerimos coraje como Savater recomienda como una sazón
que no puede faltar en los ingredientes de una buena marinada.
Los otros y yo nuestro constante divino tormento con el que
siempre estaremos en deuda.
¡Magnífico trabajo, Marina!
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