Iwona Lifsches |
¿Me guardas el secreto? Y ¿tú a mí? Es el inicio de una
confianza, de la revelación de modos de ser y de vidas transcurridas con sus
sufrimientos, picardías y alegrías. Esencial para el inicio de una intimidades
el rendir homenaje a las confidencias, reír juntos apaciguando la solemnidad y
la gravedad de los recuerdos. Se hace culto a la nostalgia. Se inicia una
amistad con las historias compartidas. Las costumbres se nos escapan, la
felicidad es precaria. La intimidad tiene valor cuando es compartida con alguien
íntimo, con quien te sepa guardar el secreto y con quien intercambias miedos y
esperanzas. No se puede con cualquiera, sino con ese ser que te inspire
confianza, con quien te deje entrar y descansar en lo sagrado de su secreto. Se
preguntaba Luis Castro “por qué la intimidad ofende, avergüenza o es
perseguida. La persigue la política, la indecencia de tanta intromisión
innecesaria. Cuesta apreciar lo íntimo.”
Estamos consumiendo mucha basura pública, los anzuelos que se
lanzan para encausar nuestras ganas no son cultos, carecen de una profundidad.
Quizás hay demasiados jóvenes sin una vida transcurrida, sin esa densidad que
procura el saber lo difícil que es el riesgo de nuestras propias decisiones. El
desgarramiento que causan las muertes de los seres indispensables. El vacío de
tanto esfuerzo y logro perdido. No hay cultura, no nos cuidan los medios, la
vida luce muy pobre. No hay ideas, no se razona. Es todo un juego fatuo y un
llamado a las pasiones por la infidencia. Poco importa cómo se piensa, que
ideas sostengo, al servicio de qué me pongo. Importa irrumpir en una intimidad,
causar un escándalo, fisgonear, meter las narices en donde no se ha sido
invitado. Chismes de pasillo, conversaciones de colegiales.
Mucha inmadurez, ¿serán estas carencias producto de la
exaltación de la juventud como valor supremo? Del desprecio que causa
envejecer, del miedo a la muerte. No lo sé, pero es un error cuando ese joven
no se ha cultivado, cuando ha permanecido frente a un espejo y voltea a ver a
sus mayores como pobres vejetes. Así no vamos a hacer nuestra vida pública
distinta, despreciando nuestra historia, sin oír los cuentos de los abuelos. Con
el país hay una relación de afecto que debe ser correspondido. Sin una
comprensión mutua no podemos hablar de afecto. El país debe reconocernos y
nosotros a él. Es hablar de amor, de sus peligros, de sus heridas, de sus
tiempos tranquilos, de sus tormentos. No siempre fuimos este amasijo de
chatarras, fuimos distintos y lo logramos con mucho esfuerzo e ideas acordadas.
Fuimos fruto de entendimientos y de intercambios, incluso de renuncias. Pero si
no se escuchan las historias cómo se sabe.
Si no se escucha la experiencia no se rectifica. No se hace
justicia con un país al que mucho le debemos. En el afecto también se debe ser
justo, devolver lo recibido de alguna forma, saber que se ha recibido y
agradecer con buenas y lindas formas. Se lo debemos a un país que fue muy
generoso y que se lo apropiaron secuestradores para maltratarlo. No es morir
por la patria, no es un afecto religioso o épico incondicional, de entrega
total. Ideas abstractas que quizás hagan levitar a algunos que no saben, ni se
interrogan por el amor hacia nadie o hacia nada concreto en sus vidas. Las
fantasías que conservo para sentirme un héroe, una persona valiente huyendo de
la intimidad y del temblor de un roce o una mirada. La política que nos roza es
teológica, los afectos que invoca no son justos, no son mutuos. Se llama a la
caridad, al sacrificio y la entrega. Se resalta el valor del sufrimiento y se
desprecia y condena el esparcimiento, la distracción, el descanso. Todos
jugamos a ser intensos sin saber quiénes somos, sin cuidar lo nuestro. La ética
y la estética no son revestimientos del discurso público, deberían ser su
esencia. Es la justicia en los afectos.
Es necesario el encuentro con las personas, comprensión de su
fragilidad, comprensión con sus errores y torpezas. La patria no es abstracta,
la patria es ese ser que tropiezo cuando salgo a mis avatares. Es esa
comprensión innata que tengo por sus gestos y movimientos, es la sonrisa del
que me ayuda a resolver mis pequeños dilemas, es la compañía o es el recuerdo
que dejan las ausencias. Son mis muertos que descansan en tumbas abandonadas.
Son tantos seres queridos de quien hoy comprendo tantas cosas que en su momento
no entendí. Es historia, es recuerdo, es arraigo. Al país debemos hablarle con
amor. No con fanfarronadas épicas que la hieren aún más. Hablemos con sentido,
el que surge de un dialogo entre dos personas, imaginemos circunstancias que
hagan sentido entre nosotros y el país. Hablemos de amor y encontremos esa cara
que una vez ocupó el lugar del mito. El mito que surge del reconocimiento de
identidades. El que solo se encuentra con una buena disposición de entrega.
Cuando se le hace justicia a una intimidad.
¿Me guardas el secreto?
Hermoso trabajo, Marina. Hay que ser agradecido con el país que tanto nos dio mientras tratábamos de hacer un mejor lugar cada día.
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