Cuando era niña pasaba horas observando a las hormigas. Me
hacían pensar, las veía en fila cargando sus comidas y tropezando con las que
venían en dirección contraria en una suerte de comunicación, las pensaba
indicándoles a las otras donde encontrarían el botín a llevar a su nido.
Ordenadas y en colaboración perfecta hasta que cualquier intruso irrumpía en su
camino. Se producía enseguida una desorganización total, corrían en diferentes
direcciones y soltaban su carga. Pasaban
mucho tiempo para volverse a organizar y seguir cumpliendo su función de
alimentar a su colonia. Son insectos sociales y poseen una perfecta
organización que asegura su supervivencia hasta que la estrechez las alcanza.
En caso de desespero por una hambruna se comen entre ellas. Valga este breve
recuerdo para observar las similitudes que tienen con los humanos.
Estamos como hormigas cuando irrumpe un intruso o el hambre
nos sumerge en un estado de sobrevivencia. Desordenados y comiéndonos los unos
a los otros. Nos comemos con palabras porque somos sujetos del lenguaje.
Transitamos por las vías del simbolismo, allí reside nuestro nicho social, y
vamos cargando con las palabras. Si encontramos un festín apetitoso y
estéticamente preparado regresamos con bellas cargas, bellas palabras. Si por
el contrario nos tropezamos con estiércol y podredumbre nuestra carga será soez
y agresiva. Dejamos de ser sociales y de reconocer a los otros como humanos; pasamos
entonces a engrosar las filas de los bárbaros. La civilización no solo se
refiere a la formación y enriquecimiento del pensamiento por el estudio sino
también a esa sensibilidad de saber que el otro padece cuando es abandonado y
agredido. Esas personas mayores abandonadas y los niños desnutridos nos gritan
en la cara la clase de sociedad en la que estamos. En una bárbara.
Los intrusos lograron su cometido, nos destrozaron utilizando
todo tipo de artimañas. Una de ellas fue arrebatarnos nuestros símbolos. Esa
condensación de significados que ayudan a identificarnos como pertenecientes a
algo, a tener lugar. Se fueron apropiando poco a poco de todo lo nuestro, lo
vivimos con dolor pero no pudimos pararlos. Nos dejaron sin referencias, sin
reconocernos en nuestras historias, sin lugar, sin país. Pero eso ya lo
sabíamos y lo padecemos de forma aguda. Sin embargo lo que nos tiene
sorprendidos son los estragos que esto produce en la gente. Ya no somos sociedad
y hemos formado clanes para amortiguar la soledad. Hacemos alianzas cerradas
con dos o tres referencias incuestionables y desde allí agredimos a los no
pertenecientes a la cofradía, a los incrédulos. Nos defendemos para no
enloquecer y nos agarramos a pocas significaciones que no terminen por destruir
la memoria e historias personales. Al convivir diferentes generaciones y
diferentes culturas con sus anclas emocionales e identificatorias distintas,
llueven calificaciones, acusaciones y desprecios.
El filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman nos
ilustra sobre el efecto que causa las imágenes y recuerdos en nuestra identidad
“El montaje será precisamente una de las respuestas fundamentales a ese
problema de construcción de la historicidad. Porque no está orientado
sencillamente, el montaje escapa de las teleologías, hace visibles las
supervivencias, los anacronismos, los encuentros de temporalidades
contradictorias que afectan a cada objeto, cada acontecimiento, cada persona,
cada gesto” Montamos nuestra historia y nuestro anclaje con las imágenes atesoradas
en la memoria; desde ese substrato leemos nuestro presente en un esfuerzo por sobrevivir
en tanta hosquedad orquestada. Defiendo mi historia, mis recuerdos, mis
símbolos aunque solo sean atesorados en la intimidad, no me amilanan los que
insultan o ponen calificativos, los que sentencian. Al quedarnos sin
referencias solo nos espera la nada. Cada quien que haga su montaje pero no
dispare al diferente.
Estamos en un estado de anomia, que tal como la definió
Durkheim, se caracteriza por la pérdida de la normativa. Hasta perdimos las
elementales, las que tenemos que observar en el trato con los otros, empujados
y sumergidos en “un abismo sin fondo que nada puede colmar”. Decepcionados e
invadidos por un malestar somos empujados por la necesidad de encontrar a otro
a quien imputar el mal. Perdemos de perspectiva la identificación del enemigo
que en nuestro caso está bien identificado para comenzar a encontrar enemigos
por doquier y encerrarnos en el clan. Alimentamos un estado de efervescencia
que como lo caracteriza Durkheim: "se vive más intensamente y de otro modo
que en tiempos normales. Los cambios no son sólo de matices y de grados: el
hombre se transforma en otro. Las pasiones que lo agitan son de una intensidad
tal que sólo pueden satisfacerse por medio de actos violentos, desmesurados:
actos de heroísmo sobrehumano o de barbarie sanguinaria”.
Así es que tampoco somos tan originales, obedecemos a los estados
generales ya descritos a principios del siglo pasado. Conductas instintivas que
nuestra potestad simbólica no logra cambiar. Seguimos patrones preestablecidos
tal como las hormigas, llegó el intruso y aquí estamos desordenados y girando
en nuestro propio desconcierto. Es imperativo volver a encontrar nuestro nido y
sosiego. No se ve el camino porque los primeros que andan perdidos son los que
se erigieron en hacer el montaje y ya no encuentran sus propias referencias, no
conocen la historia reciente de desaciertos o no reflexionan sobre ella. Tarea que
se hace urgente, no admite dilación.
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