2 de octubre de 2018

Como hormigas



Cuando era niña pasaba horas observando a las hormigas. Me hacían pensar, las veía en fila cargando sus comidas y tropezando con las que venían en dirección contraria en una suerte de comunicación, las pensaba indicándoles a las otras donde encontrarían el botín a llevar a su nido. Ordenadas y en colaboración perfecta hasta que cualquier intruso irrumpía en su camino. Se producía enseguida una desorganización total, corrían en diferentes direcciones y soltaban su carga.  Pasaban mucho tiempo para volverse a organizar y seguir cumpliendo su función de alimentar a su colonia. Son insectos sociales y poseen una perfecta organización que asegura su supervivencia hasta que la estrechez las alcanza. En caso de desespero por una hambruna se comen entre ellas. Valga este breve recuerdo para observar las similitudes que tienen con los humanos.

Estamos como hormigas cuando irrumpe un intruso o el hambre nos sumerge en un estado de sobrevivencia. Desordenados y comiéndonos los unos a los otros. Nos comemos con palabras porque somos sujetos del lenguaje. Transitamos por las vías del simbolismo, allí reside nuestro nicho social, y vamos cargando con las palabras. Si encontramos un festín apetitoso y estéticamente preparado regresamos con bellas cargas, bellas palabras. Si por el contrario nos tropezamos con estiércol y podredumbre nuestra carga será soez y agresiva. Dejamos de ser sociales y de reconocer a los otros como humanos; pasamos entonces a engrosar las filas de los bárbaros. La civilización no solo se refiere a la formación y enriquecimiento del pensamiento por el estudio sino también a esa sensibilidad de saber que el otro padece cuando es abandonado y agredido. Esas personas mayores abandonadas y los niños desnutridos nos gritan en la cara la clase de sociedad en la que estamos. En una bárbara.

Los intrusos lograron su cometido, nos destrozaron utilizando todo tipo de artimañas. Una de ellas fue arrebatarnos nuestros símbolos. Esa condensación de significados que ayudan a identificarnos como pertenecientes a algo, a tener lugar. Se fueron apropiando poco a poco de todo lo nuestro, lo vivimos con dolor pero no pudimos pararlos. Nos dejaron sin referencias, sin reconocernos en nuestras historias, sin lugar, sin país. Pero eso ya lo sabíamos y lo padecemos de forma aguda. Sin embargo lo que nos tiene sorprendidos son los estragos que esto produce en la gente. Ya no somos sociedad y hemos formado clanes para amortiguar la soledad. Hacemos alianzas cerradas con dos o tres referencias incuestionables y desde allí agredimos a los no pertenecientes a la cofradía, a los incrédulos. Nos defendemos para no enloquecer y nos agarramos a pocas significaciones que no terminen por destruir la memoria e historias personales. Al convivir diferentes generaciones y diferentes culturas con sus anclas emocionales e identificatorias distintas, llueven calificaciones, acusaciones y desprecios.

El filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman nos ilustra sobre el efecto que causa las imágenes y recuerdos en nuestra identidad “El montaje será precisamente una de las respuestas fundamentales a ese problema de construcción de la historicidad. Porque no está orientado sencillamente, el montaje escapa de las teleologías, hace visibles las supervivencias, los anacronismos, los encuentros de temporalidades contradictorias que afectan a cada objeto, cada acontecimiento, cada persona, cada gesto” Montamos nuestra historia y nuestro anclaje con las imágenes atesoradas en la memoria; desde ese substrato leemos nuestro presente en un esfuerzo por sobrevivir en tanta hosquedad orquestada. Defiendo mi historia, mis recuerdos, mis símbolos aunque solo sean atesorados en la intimidad, no me amilanan los que insultan o ponen calificativos, los que sentencian. Al quedarnos sin referencias solo nos espera la nada. Cada quien que haga su montaje pero no dispare al diferente.

Estamos en un estado de anomia, que tal como la definió Durkheim, se caracteriza por la pérdida de la normativa. Hasta perdimos las elementales, las que tenemos que observar en el trato con los otros, empujados y sumergidos en “un abismo sin fondo que nada puede colmar”. Decepcionados e invadidos por un malestar somos empujados por la necesidad de encontrar a otro a quien imputar el mal. Perdemos de perspectiva la identificación del enemigo que en nuestro caso está bien identificado para comenzar a encontrar enemigos por doquier y encerrarnos en el clan. Alimentamos un estado de efervescencia que como lo caracteriza Durkheim: "se vive más intensamente y de otro modo que en tiempos normales. Los cambios no son sólo de matices y de grados: el hombre se transforma en otro. Las pasiones que lo agitan son de una intensidad tal que sólo pueden satisfacerse por medio de actos violentos, desmesurados: actos de heroísmo sobrehumano o de barbarie sanguinaria”.

Así es que tampoco somos tan originales, obedecemos a los estados generales ya descritos a principios del siglo pasado. Conductas instintivas que nuestra potestad simbólica no logra cambiar. Seguimos patrones preestablecidos tal como las hormigas, llegó el intruso y aquí estamos desordenados y girando en nuestro propio desconcierto. Es imperativo volver a encontrar nuestro nido y sosiego. No se ve el camino porque los primeros que andan perdidos son los que se erigieron en hacer el montaje y ya no encuentran sus propias referencias, no conocen la historia reciente de desaciertos o no reflexionan sobre ella. Tarea que se hace urgente, no admite dilación.

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