El mundo está dando claros indicios de un cambio radical. Esa
seguridad en la que vivieron nuestros antepasados, desapareció. El apego a las
costumbres, la tradición, las creencias fuertemente arraigadas ya son cosas del
pasado, asuntos que narraban los abuelos. El hombre actual se desplaza sin
ataduras, su tiempo transcurre vertiginosamente y los espacios que ocupa no son
ningún impedimento para desempeñar labores en cualquier parte del mundo. Los
intereses varían a lo largo de la vida según los vaya guiando la moda
crematística, no hay verdadero interés por ser un experto profundo en una
disciplina determinada, sino por ganar fortunas. El dinero es el símbolo de
seguridad, de estabilidad, de éxito; el factor por excelencia para hacerse de
un lugar con prestigio. Así que el hombre se transformó en un pescador de
signos, pero no de signos de presencias (Lacan)
sino de signos de los objetos que confieran prestigio. El mundo líquido
que tan bien nos describió Zygmunt Bauman.
Como todo tiene sus consecuencias y hay que asumirlas se
quiera o no, esta voracidad despertada por adquirir la felicidad en las
tiendas, nos ha conducido a un talante nervioso, a un miedo generalizado y a
una incertidumbre aun mayor que el que se tuvo durante muchas generaciones. Las
poblaciones crecieron exponencialmente, las riquezas se concentraron en pocas
manos y los objetos de prestigio quedaron para ser codiciados a través de las
pantallas televisivas. Se desordenaron las sociedades, comenzó a reinar el
malestar y se impuso la competencia, la trampa, las zancadillas, la mentira y
la avidez por el poder. Solo el que tenga poder, tendrá acceso a los placeres
que ofrece la vida, pero claro la vida líquida. No se promete ni placeres
duraderos, ni bienestar estable; para jugar al juego planteado se tiene que
saber que todo es efímero, que todo se acaba, que puede venir un arrebatón del
destino o, mejor dicho, del que creías era tu socio fiel. Así que tenemos que
estar atentos, también, a los signos que indican posibles traiciones. El
síntoma por excelencia es de carácter paranoide. Todo bajo sospecha porque por
cualquier rendija se escapan las certezas. Son líquidas.
Afirma Roland Barthes que en la sociedad actual el hombre
invierte su tiempo “leyendo” es decir descodificando, interpretando para poder
ubicarse en su espacio por un tiempo limitado. Todo le es confuso y la sospecha
lo abruma.
Al tener como herramientas el lenguaje -somos seres inmersos
en la semiosis- la capacidad de comunicarnos y de interpretar los signos es por
excelencia la tarea a la que nos avocamos. Cada sociedad va a tener como marca
distintiva la forma en cómo se comunica y los signos que atiende e interpreta,
teniendo como colofón el entramado simbólico de una cultura que confiere el
contenido, el marco de referencia general por el cual nos entendemos. Ese
entramado complejo se revela a través del conocimiento y de las artes
principalmente, es decir la creación, el pensamiento y el discurso. Es el
resultado de las costumbres, de los valores y de la ética, esas extrañas
palabras casi en desuso que apuntan a la madera con las que se conforma un ser
cuando se da a la tarea de ser humano. Generalmente no hacemos consciente este
trasfondo simbólico, simplemente vivimos inmersos en él, hasta que comenzamos a
sentirlo como una camisa de fuerza, hasta que nos conmina a actuar de una
manera automática, hasta que el sufrimiento por el determinismo nos ahoga y la
libertad se nos vuelve imperativa. Es entonces cuando nos detenemos, y
comenzamos a pescar signos que nos conduzcan a las ideas que nos ahogan.
Tenemos la potestad de cambiarlas solo cuando las hacemos conscientes. Esto
bien vale para sociedades como para el individuo.
Así que podemos informar, mentir, engañar, dominar o liberar.
Estos canales comunicativos con sus signos y símbolos de fondo, se manifiestan
de forma privilegiada y se mantienen por épocas e incluso por generaciones,
acostumbrando a los habitantes de un territorio a cierta naturalidad, sin que
por supuesto sea natural. Lo que precisamente distingue al ser humano de los
otros seres vivientes es la posibilidad de cambio, de deshacer los errores, es
decir de pensar. Hacer visible esta realidad fue el gran logro de Sigmund
Freud, el “inconsciente” que se revela en sueños, lapsus, síntomas y por el
cual sufren los Neuróticos. Más tarde Carl Jung toma la misma idea y la aplica
a conglomerados y postula su “inconsciente colectivo” aunque ya Freud lo había
anunciado en varias de sus obras. Las sociedades, su dinamismo, el individuo y
el sufrimiento humano podemos entenderlo con la estrategia de la sospecha,
siempre una pregunta para el inquieto ser humano. ¿De dónde proviene tal
imposición? ¿Por qué debo obedecer a tal orden? ¿Qué me llevó a actuar de una
manera no consentida? ¿Quién soy realmente?
No podemos acostumbrarnos a la destrucción y a la barbarie.
No podemos ver como normal tanta aberración y el desparpajo con la que se lleva
a cabo tanta ignominia. Ya el solo hecho de sentir una profunda repulsión por
estos actores de lo macabro, es de por sí, un acto de resistencia. No dejemos
de pensar y de leer las crónicas cotidianas de nuestros escritores que van
dejando testimonios. No dejemos de pensar y reclamar nuestros derechos. No
dejemos de sorprendernos e indignarnos por cada movimiento de desprecio a
nuestra nación. No perdamos los signos que nos alertan sobre la locura y
denunciémosla así como insania. No podemos dejar que los signos y símbolos que
tratan de imponer para la formación del “hombre nuevo” se apodere de nuestro
ser. La rebeldía que siempre nos ha caracterizado está allí y goza de buena
salud, aunque a veces no nos guste la forma como se expresa; es un buen síntoma
de que no nos han podido doblegar. Nadie, absolutamente nadie está encumbrado
para señalar a otros su destino. Rebeldes hemos sido y rebeldes seguimos, es
nuestro gran capital junto con la certeza de que todo cambia y cambiará. Es
tarea de la dirigencia política encauzar la rebeldía.
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