Érase un país donde sucedió un fenómeno sumamente extraño que
trataré de relatarles. Este país era normal porque como sucede en todas partes
del mundo la gente tenía como costumbres caminar por sus calles, reunirse en
plazas y dirigirse la palabra con gestos de cortesía. Había cafés, heladerías,
bares, centros nocturnos, iglesias, sitios de encuentros para todos los gustos
y creencias. Había cierta confianza porque en términos generales la gente se
conocía. Pero sucedió algo que nadie podía imaginar ni siquiera en las mentes
más despiertas para la ficción o el relato. Las casas comenzaron a succionar,
si como oyen a chupar, a tragar a todo ser humano que se acercara a ellas a
menos de dos kilómetros de distancia. Una vez allí adentro, en cualquiera de
ellas, era imposible salir, la fuerza centrífuga que generaban era imposible de
vencer. Todo comenzó en una fortaleza que quedaba en la montaña y se generalizó
como una epidemia a toda edificación que asegurara el poder retener a esos
seres atrapados.
Este asunto tan anormal comenzó con una persona a quien amo,
quedé aterrado. Está viva lo presentía y en seguida corrí a buscar señales
sobre las razones de tan temible desaparición.
Sabía, por la última conversación, que se hallaba por los alrededores de
esa fortaleza haciendo sus ejercicios matutinos. Me acerqué con mucho cuidado
al sitio donde supongo estaba antes de su desaparición y pude ver, no sin
asombro, que todo lo que rodeaba esa edificación, jardines, cercas, veredas
estaban destruidos como si un huracán hubiese arrasado con todo. Tomé
precauciones y no me acerqué pero tiré una rama que había encontrado por el
camino y con espanto pude observar cómo era inmediatamente arrastrada con una
fuerza descomunal hacia la fortaleza y desaparecía, así fue como pude calcular
lo de los dos kilómetros. Me fui aterrado sin todavía tener muy claro qué
pensar o entender, corrí como alma que lleva el diablo y con ojos desorbitados.
Volví a tener conciencia de mí y en donde estaba cuando me vi
en la calle transitada y pude oír a las demás personas allí reunidas sus
relatos y espantos. Cuando las rarezas son compartidas comenzamos a creer que
no estamos locos y conseguimos un consuelo al no sentirnos solos. Esas personas
tan perturbadas como yo, lloraban, se agarraban unas a otras, gritaban y
clamaban al cielo por una explicación, por más sencilla que fuera, sobre lo que
estaba sucediendo. Fueron momentos de mucha turbación hasta que a una se le
ocurrió regresar a su casa pues temía por su familia. Asustados decidimos
acompañarla y precisamente cuando pasamos por la primera casa de su
urbanización, estando a menos de dos kilómetros de distancia, fue arrastrada
como por un tornado chupador, sumergida en esa edificación no volvimos a verla.
Nos sentimos cada vez más espantados y teniendo ahora la seguridad que no
podríamos regresar a nuestros hogares, pues alguien tendría que acercarles
ciertos víveres para la sustentación de los atrapados. No lo sabíamos pero era
como una intuición, están vivos y encerrados.
Cada vez se veían menos personas por las calles y la ciudad
comenzó rápidamente a adquirir un aspecto lúgubre, sin vida. Si, manteníamos
silencio para tratar de oír algún sonido proveniente del interior de estas
casas convertidas en prisiones, se hacía un vacío que pitaba en los oídos. Lo
que agregaba un factor más a esta situación enloquecedora, así que decidimos
mantener un ruido de voces entre nosotros que hiciera posible la sensación de
estar vivos. La gente comenzó a hablar sin parar, cada quien contaba algo que
los otros no tenían la tranquilidad ni las ganas de escuchar, voces y voces de
diferentes tonalidades inundaron el ambiente, hasta que mi resistencia reventó
y pegué un grito desesperado que produjo un salto colectivo. Ya a esas alturas
no sabía que era mejor, si dejarme succionar por cualquier edificación, la
primera que encontrara, total que más daba, o tener que resistir voces y voces
sin parar sin que nada me interesara. Me agarré la cabeza con ambas manos e
hice todo el intento por correr y desaparecer, cuando me di cuenta que ni podía
enloquecer, ni podía correr. Allí comencé a ser tomado por un delirio que no me
abandonó hasta que todo este estado de anomalía desapareció. Soy yo el que debe
resolver y organizar este espanto y fue en ese momento que una voz se apoderó
de mí, fui succionado también pero por mí mismo.
Todos deben callarse inmediatamente grité, deben concentrarse
en su real preocupación, en la de cada quien, recalqué. Todos debe dirigirse a
sus casas y mantener la distancia para no ser absorbidos por casas vacías, les
dije con una autoridad que no reconocía. Solo concéntrense en quienes están
adentro, en sus gustos, sus angustias, en cada detalle que se descuidó. En todo
aquello a lo que no se prestó atención porque otros asuntos eran más
relevantes. No hablen más por favor, hablen solo para sí mismos, enfrenten sus
temores y vacíos. Cuando de repente me vi solo frente a mi casa y pude observar
a un niño, mi niño, que corría a abrazarme. Lo vi como si fuera la primera vez
que en realidad veía, lo besé como si fuera la primera vez que en realidad
besaba, le hablé y pude saber que comenzaba por fin a hablar de verdad. Me
volteé y pude observar que la ciudad estaba en una total normalidad, observé
con fascinación como ella se acercaba trotando con su mejor sonrisa. Ya no pude
nunca más volver a esa fortaleza que me había tragado durante tanto tiempo.
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