22 de marzo de 2018

Como saben hacer los felinos



Es cierto no estamos en la era victoriana en la que la censura era la que imperaba. El tiempo en el que a Freud se le ocurrió hablar de sexualidad, como resultado de su investigación sobre las neurosis, y produjo un escándalo en aquella sociedad pacata. Ahora estamos rozando el extremo opuesto, la era del exhibicionismo. Todo se dice, todo se muestra, nada o muy poco se deja para la imaginación. Como señala Jaques Alain Miller “ni siquiera tenemos que ser creativos en nuestras fantasías sexuales, son accesibles con un solo clic del ratón”. Es la era del porno, la época de la permisividad y de sonrisas cómplices. No solo se trata de los cambios producidos en la intimidad sexual, se trata también del lenguaje y de la manera de pensar lo que ha sido subvertido. Pegados a la imagen sin ningún tipo de recato y que circulan al alcance de todos, reaccionamos de inmediato, opinamos sin mucha reflexión, esa imagen es la realidad y a ella nos debemos sin percatarnos que la realidad no es sin interpretación.

Para interpretar hay que pensar, no es inmediata la conclusión. Somos detectives de realidades, captamos señales y las elevamos a la dignidad del concepto para después poder reflexionar, jugar con las palabras y concluir en una afirmación que el tiempo nos dirá si fue acertada o no lo fue. Igual pasa en el campo sexual, se puede mostrar en películas y fotos el mecanismo anatómico, pero nunca podrá ser captado por el lente el misterio del amor y el placer. Ni siquiera se puede captar la fisiología de la sexualidad en acto por más técnicas invasivas que intenten, lo que buscamos siempre se mantiene oculto, hay un misterio. La vida, en general, conserva sus misterios que desesperan al que fisgonea. Al que quiere arrancar el misterio que conserva el otro en su intimidad. La mirada como poder es el cisma de nuestro tiempo. La ruptura radical que nos sitúa en nuestra especificidad. Si quieren material en general la población está dispuesta a ofrecerlos.

Hagamos lo que hagamos, desde las cosas más sencillas como podría ser comer, pues listo, tomamos una foto de nuestro plato y la publicamos. Hasta los actos más perturbadores como puede ser el suicidio, un estudio de televisión puede ser el escenario escogido (Bud Dwyer). No debe haber secretos, no debe haber intimidad. En uno de los episodios de Black Mirror (serie con la que no pude) cámaras insertadas en los ojos de las personas graban todo y cada uno de los eventos vividos. Así puede ser comprobada una infidelidad, un crimen, o cualquier acto que se quisiera mantener oculto. El poder irrestricto del otro sobre las vidas de cada uno llevado al paroxismo. Es una realidad mostrada desde el absurdo. Conducida al sin sentido del rumbo que está tomando nuestras vidas normadas por la tecnología. Lo que no puede captar ninguna cámara, hasta los momentos, son nuestro pensamientos, las intenciones, las emociones, las reflexiones y las conclusiones que hacemos como interpretación de la realidad. El poder seguirá intentando pero quedará nuestra alma fuera de su control. Por eso hay que cuidarla es nuestro bien no renovable e íntimo. Territorio fuera del poder totalitario.

Defendamos el derecho al secreto, no todo puede ser dicho. Como bien apunta Gérard Wajcman “No hay para las libertades reales sino un solo garante: es el derecho al secreto, único límite material al poder del Otro” Mientras el poder se vuelve cada vez más opaco, estamos los ciudadanos exhibiéndonos sin vergüenza por las redes sociales, mientras Google nos lleva el perfil sin omisiones. Claro, decimos que importa, que sepan, no tengo que callarme nada, hasta que aparecen los esbirros en tu casa. Cada vez sabemos menos del poder mientras el poder sabe cada vez más de nosotros. La prudencia, el resguardo, el celo por lo íntimo pareciera ser calificado como cobardía o paranoia. Estamos en un momento peligroso, andan a la casa de brujas y podemos caer en las garras perversas por ingenuos, lo que es imperdonable. Es un momento inquisitorial. Debatamos ideas pero no exhibamos nuestras emociones sin haberlas tramitado por el pensamiento y la sagacidad. Es un tiempo inquisitorial.

El hecho de decir cuenta en estos momentos, no debemos censurarnos sino saber decir en “entredicho”, a lo que no estamos acostumbrados. No hay que revelar a los malvados nuestras verdaderas intenciones y ganas, no es necesario porque en realidad no somos muy diferentes y nos entendemos. Confesiones públicas a las que son dadas las religiones es a lo que azuza la política confesional que nos quiere transparentes. Nos dice Wajcman que “El Rousseau de las confesiones, que profesaba una franqueza sin límite, confiesa que empleaba un cierto arte de escribir con el fin de no desvelar a los malvados lo que verdaderamente pensaba”. Además, es cierto, estamos muy cargados de odio con sobrado motivo, y lo estamos descargando en público sin cortapisas desconociendo muchos factores que acechan. Incluso sin conocernos y saber cómo nos afecta en nuestra intimidad. Fenómeno que se puede observar diariamente en la práctica clínica. El momento es tan duro y crudo que no hay tiempo de saber que es lo realmente importante, estamos reactivos.

En tiempos de guerra se deja de lado las cosas más importantes de la vida humana, de ella no se habla como señaló Svetlana Alexievich en una conmovedora entrevista. “La realidad está repleta de secretos. Para empezar, todo el tiempo se nos escapa de las manos. Es sumamente difícil captarlo todo, todo el tiempo”. Nuestra franqueza es el arma más contundente que le damos al enemigo, es uno de los factores importantes en las fracasadas estrategias. Actuemos con cautela y en secreto. Es el momento de la inteligencia y la sagacidad; del coraje y la certeza. El momento de la cautela sin vacilación. Movimientos elegantes pero definitivos para cazar la presa, como muy bien lo saben hacer los felinos.


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