Es cierto no estamos en la era victoriana en la que la
censura era la que imperaba. El tiempo en el que a Freud se le ocurrió hablar
de sexualidad, como resultado de su investigación sobre las neurosis, y produjo
un escándalo en aquella sociedad pacata. Ahora estamos rozando el extremo
opuesto, la era del exhibicionismo. Todo se dice, todo se muestra, nada o muy
poco se deja para la imaginación. Como señala Jaques Alain Miller “ni siquiera
tenemos que ser creativos en nuestras fantasías sexuales, son accesibles con un
solo clic del ratón”. Es la era del porno, la época de la permisividad y de
sonrisas cómplices. No solo se trata de los cambios producidos en la intimidad
sexual, se trata también del lenguaje y de la manera de pensar lo que ha sido
subvertido. Pegados a la imagen sin ningún tipo de recato y que circulan al
alcance de todos, reaccionamos de inmediato, opinamos sin mucha reflexión, esa
imagen es la realidad y a ella nos debemos sin percatarnos que la realidad no
es sin interpretación.
Para interpretar hay que pensar, no es inmediata la
conclusión. Somos detectives de realidades, captamos señales y las elevamos a
la dignidad del concepto para después poder reflexionar, jugar con las palabras
y concluir en una afirmación que el tiempo nos dirá si fue acertada o no lo
fue. Igual pasa en el campo sexual, se puede mostrar en películas y fotos el
mecanismo anatómico, pero nunca podrá ser captado por el lente el misterio del
amor y el placer. Ni siquiera se puede captar la fisiología de la sexualidad en
acto por más técnicas invasivas que intenten, lo que buscamos siempre se
mantiene oculto, hay un misterio. La vida, en general, conserva sus misterios
que desesperan al que fisgonea. Al que quiere arrancar el misterio que conserva
el otro en su intimidad. La mirada como poder es el cisma de nuestro tiempo. La
ruptura radical que nos sitúa en nuestra especificidad. Si quieren material en
general la población está dispuesta a ofrecerlos.
Hagamos lo que hagamos, desde las cosas más sencillas como
podría ser comer, pues listo, tomamos una foto de nuestro plato y la
publicamos. Hasta los actos más perturbadores como puede ser el suicidio, un
estudio de televisión puede ser el escenario escogido (Bud Dwyer). No debe
haber secretos, no debe haber intimidad. En uno de los episodios de Black
Mirror (serie con la que no pude) cámaras insertadas en los ojos de las
personas graban todo y cada uno de los eventos vividos. Así puede ser
comprobada una infidelidad, un crimen, o cualquier acto que se quisiera
mantener oculto. El poder irrestricto del otro sobre las vidas de cada uno
llevado al paroxismo. Es una realidad mostrada desde el absurdo. Conducida al
sin sentido del rumbo que está tomando nuestras vidas normadas por la
tecnología. Lo que no puede captar ninguna cámara, hasta los momentos, son
nuestro pensamientos, las intenciones, las emociones, las reflexiones y las
conclusiones que hacemos como interpretación de la realidad. El poder seguirá
intentando pero quedará nuestra alma fuera de su control. Por eso hay que
cuidarla es nuestro bien no renovable e íntimo. Territorio fuera del poder
totalitario.
Defendamos el derecho al secreto, no todo puede ser dicho.
Como bien apunta Gérard Wajcman “No hay para las libertades reales sino un solo
garante: es el derecho al secreto, único límite material al poder del Otro”
Mientras el poder se vuelve cada vez más opaco, estamos los ciudadanos
exhibiéndonos sin vergüenza por las redes sociales, mientras Google nos lleva
el perfil sin omisiones. Claro, decimos que importa, que sepan, no tengo que
callarme nada, hasta que aparecen los esbirros en tu casa. Cada vez sabemos
menos del poder mientras el poder sabe cada vez más de nosotros. La prudencia,
el resguardo, el celo por lo íntimo pareciera ser calificado como cobardía o
paranoia. Estamos en un momento peligroso, andan a la casa de brujas y podemos
caer en las garras perversas por ingenuos, lo que es imperdonable. Es un
momento inquisitorial. Debatamos ideas pero no exhibamos nuestras emociones sin
haberlas tramitado por el pensamiento y la sagacidad. Es un tiempo
inquisitorial.
El hecho de decir cuenta en estos momentos, no debemos
censurarnos sino saber decir en “entredicho”, a lo que no estamos
acostumbrados. No hay que revelar a los malvados nuestras verdaderas
intenciones y ganas, no es necesario porque en realidad no somos muy diferentes
y nos entendemos. Confesiones públicas a las que son dadas las religiones es a
lo que azuza la política confesional que nos quiere transparentes. Nos dice
Wajcman que “El Rousseau de las confesiones, que profesaba una franqueza sin
límite, confiesa que empleaba un cierto arte de escribir con el fin de no
desvelar a los malvados lo que verdaderamente pensaba”. Además, es cierto,
estamos muy cargados de odio con sobrado motivo, y lo estamos descargando en
público sin cortapisas desconociendo muchos factores que acechan. Incluso sin
conocernos y saber cómo nos afecta en nuestra intimidad. Fenómeno que se puede
observar diariamente en la práctica clínica. El momento es tan duro y crudo que
no hay tiempo de saber que es lo realmente importante, estamos reactivos.
En tiempos de guerra se deja de lado las cosas más
importantes de la vida humana, de ella no se habla como señaló Svetlana
Alexievich en una conmovedora entrevista. “La realidad está repleta de
secretos. Para empezar, todo el tiempo se nos escapa de las manos. Es sumamente
difícil captarlo todo, todo el tiempo”. Nuestra franqueza es el arma más
contundente que le damos al enemigo, es uno de los factores importantes en las
fracasadas estrategias. Actuemos con cautela y en secreto. Es el momento de la
inteligencia y la sagacidad; del coraje y la certeza. El momento de la cautela
sin vacilación. Movimientos elegantes pero definitivos para cazar la presa,
como muy bien lo saben hacer los felinos.
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