Como colectivo, como nación, como ciudadanos vivimos una
incertidumbre que se hace insoportable. Es el efecto de una crisis general que
ha llegado a límites intolerables, nada funciona, todos nuestros más
elementales quehaceres se han tornado hostiles, difíciles, imposibles. Vivimos
amenazados y estamos obligados a
presenciar hechos monstruosos cada día más espeluznantes. Sumergidos en el
horror permanecemos inertes sin ver, sin presentir una verdadera lucha
organizada, estructurada para salir de esta tragedia. Los intentos, loables
pero no suficientes, se muestran fríos, distantes, silentes. Se siente en el
ambiente una angustia insoportable, puede escucharse, palparse. El aire se ha
vuelto pesado, el caminar lento, todo parece ensombrecido, los deseos se
encuentran mermados, las esperanzas se diluyen y se oye cada vez con mayor
frecuencia: estamos perdidos y no hay nada que hacer. La sensación de haber
caído en manos muy perversas y estar allí sometidos sin posibilidades de
movimiento, secuestrados. Estamos como sociedad, deprimidos y con pocas
herramientas internas para darle un empujón nuevamente a nuestras fuerzas
vitales.
El malestar en la cultura de Freud puede ser apreciado en su
máxima intensidad, no hay espacios de deleite que nos permitan alimentarnos
culturalmente y los pocos que aún se mantienen gracias a la labor empecinada de
unos pocos ciudadanos ejemplares, son disfrutados a medias porque pende sobre
nuestras cabezas las amenazas de la violencia y el horror. Estamos sometidos
por las prohibiciones que ahora ejercen con una autoridad gozosa cualquier
empleado de un establecimiento. “No puede” es el imperativo más comúnmente utilizado;
no camine por ahí, no toque, no puede llevar tres, no puede pagar por aquí, no
puede, no puede. Ahora también el no puedes hablar o no puedes decir eso; cállate
te pueden estar oyendo. Las prohibiciones en contraposición al empuje natural
de un goce vital dan como resultados monstruosidades como las que estamos observando.
Ortega y Gasset decía que el hombre nada en el mar sin fondo de la existencia y
que para encubrir la falta de rumbo, el desconocimiento del rumbo, lo hace
vigorosamente, intentando autoengañarse y convertir la radical y fundamental
inseguridad en seguridad y firmeza pero que para mantenerse a flote es
necesario crear algún valor, alguna creencia, alguna ilusión.
Cada vez más despojados de ilusiones y de los seres queridos
que se nos van, quedamos inertes, desamparados, solos y buscando nuestras salidas
particulares para no terminar de enloquecer. Una de estas salidas que se están
viendo cada vez más generalizadas y, la que sin duda es la más primitiva, es la
agresividad. Basta darse un paseíto por las redes sociales para presenciar las
más lastimosas expresiones soeces y destructivas proferidas sin ninguna
vergüenza o arrepentimiento. Sorprende lo salvaje, la falta de educación más
elemental de personas que por su lugar social y conocimientos creíamos con un
grado de cultura y convivencia civilizada. Aflora sin freno lo más oscuro y
pervertido sin límites. Nuestra rabia por haber sido despojados de una vida
digna, la vertemos sin control sobre cualquiera que se nos atraviese en el
camino. Ya Freud nos advirtió que el ser humano por naturaleza viene dotado con
fuerzas pulsionales destructivas que debe controlar para poder convivir en
sociedad; pues bien esas turbulencias mortales andan sueltas y se dejan aflorar
sin la más mínima contemplación. Un goce sádico se apoderó de nuestra sociedad
y está modelando conductas cada vez más generalizadas. El narcisismo haciendo
de las suyas.
También es cierto el deseo desesperado por un cambio,
queremos vivir de otra manera, donde predomine la solidaridad, el apoyo mutuo,
el respeto. Los valores y derechos fundamentales para una convivencia en paz,
¿pero qué hacemos? esperamos y esperando ya se nos fueron dieciséis valiosos
años. El país destruido y destruida su población queremos llegar, callados y
obedientes a una fecha que se nos ha vendido como salvadora. Llegaremos y
votaremos, sin duda, pero lejos estamos de una verdadera libertad si creemos en
esta única posibilidad. Tenemos que activarnos, emocionarnos, drenar nuestra
frustración con acciones creativas, diferentes, inyectar esperanzas no
adormecidas. Aunque nada nos garantiza un éxito (porque así es la vida
incierta), por lo menos saldremos de la modorra enfermiza que nos ha arropado. La
incertidumbre vivida solo con el horror está matando nuestra alma, aplastando
nuestras ganas y socavando posibilidades. Hemos querido ser cerebrales,
calculadores y fríos en momentos en que la pasión se está desbordando descontroladamente
y de forma peligrosa a través del hampa y la criminalidad que son realmente
quienes mandan.
Mucho se ha hablado de la política como un arte: saber
escuchar, plantear estrategias, actuar con sagacidad y apreciar el tempo con
tino. No podemos entonces encasillarnos en dogmas como criticamos, con razón,
al adversario. Corremos el peligro de fabricar otro delirio colectivo, que
extrañe la realidad. Sí, estamos divididos en dos grandes grupos: los
ciudadanos acorralados, vejados, humillados, sometidos; y el grupo de
aprovechadores, corruptos, enchufados, cínicos y abusadores. Esa es la
verdadera división y no se sabe cuál grupo es el más grande. Es muy humano
buscar remedios que alivien el gran malestar vital que nos agobia, pero es
bueno recordar que no podemos extrañar la realidad y encasillarnos en un nuevo
delirio. Votar es necesario pero no suficiente, es necesario, también, mantener
vivo el entusiasmo.
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