13 de octubre de 2015

¿Otro delirio más?


Como colectivo, como nación, como ciudadanos vivimos una incertidumbre que se hace insoportable. Es el efecto de una crisis general que ha llegado a límites intolerables, nada funciona, todos nuestros más elementales quehaceres se han tornado hostiles, difíciles, imposibles. Vivimos amenazados y  estamos obligados a presenciar hechos monstruosos cada día más espeluznantes. Sumergidos en el horror permanecemos inertes sin ver, sin presentir una verdadera lucha organizada, estructurada para salir de esta tragedia. Los intentos, loables pero no suficientes, se muestran fríos, distantes, silentes. Se siente en el ambiente una angustia insoportable, puede escucharse, palparse. El aire se ha vuelto pesado, el caminar lento, todo parece ensombrecido, los deseos se encuentran mermados, las esperanzas se diluyen y se oye cada vez con mayor frecuencia: estamos perdidos y no hay nada que hacer. La sensación de haber caído en manos muy perversas y estar allí sometidos sin posibilidades de movimiento, secuestrados. Estamos como sociedad, deprimidos y con pocas herramientas internas para darle un empujón nuevamente a nuestras fuerzas vitales.


El malestar en la cultura de Freud puede ser apreciado en su máxima intensidad, no hay espacios de deleite que nos permitan alimentarnos culturalmente y los pocos que aún se mantienen gracias a la labor empecinada de unos pocos ciudadanos ejemplares, son disfrutados a medias porque pende sobre nuestras cabezas las amenazas de la violencia y el horror. Estamos sometidos por las prohibiciones que ahora ejercen con una autoridad gozosa cualquier empleado de un establecimiento. “No puede” es el imperativo más comúnmente utilizado; no camine por ahí, no toque, no puede llevar tres, no puede pagar por aquí, no puede, no puede. Ahora también el no puedes hablar o no puedes decir eso; cállate te pueden estar oyendo. Las prohibiciones en contraposición al empuje natural de un goce vital dan como resultados monstruosidades como las que estamos observando. Ortega y Gasset decía que el hombre nada en el mar sin fondo de la existencia y que para encubrir la falta de rumbo, el desconocimiento del rumbo, lo hace vigorosamente, intentando autoengañarse y convertir la radical y fundamental inseguridad en seguridad y firmeza pero que para mantenerse a flote es necesario crear algún valor, alguna creencia, alguna ilusión.

Cada vez más despojados de ilusiones y de los seres queridos que se nos van, quedamos inertes, desamparados, solos y buscando nuestras salidas particulares para no terminar de enloquecer. Una de estas salidas que se están viendo cada vez más generalizadas y, la que sin duda es la más primitiva, es la agresividad. Basta darse un paseíto por las redes sociales para presenciar las más lastimosas expresiones soeces y destructivas proferidas sin ninguna vergüenza o arrepentimiento. Sorprende lo salvaje, la falta de educación más elemental de personas que por su lugar social y conocimientos creíamos con un grado de cultura y convivencia civilizada. Aflora sin freno lo más oscuro y pervertido sin límites. Nuestra rabia por haber sido despojados de una vida digna, la vertemos sin control sobre cualquiera que se nos atraviese en el camino. Ya Freud nos advirtió que el ser humano por naturaleza viene dotado con fuerzas pulsionales destructivas que debe controlar para poder convivir en sociedad; pues bien esas turbulencias mortales andan sueltas y se dejan aflorar sin la más mínima contemplación. Un goce sádico se apoderó de nuestra sociedad y está modelando conductas cada vez más generalizadas. El narcisismo haciendo de las suyas.

También es cierto el deseo desesperado por un cambio, queremos vivir de otra manera, donde predomine la solidaridad, el apoyo mutuo, el respeto. Los valores y derechos fundamentales para una convivencia en paz, ¿pero qué hacemos? esperamos y esperando ya se nos fueron dieciséis valiosos años. El país destruido y destruida su población queremos llegar, callados y obedientes a una fecha que se nos ha vendido como salvadora. Llegaremos y votaremos, sin duda, pero lejos estamos de una verdadera libertad si creemos en esta única posibilidad. Tenemos que activarnos, emocionarnos, drenar nuestra frustración con acciones creativas, diferentes, inyectar esperanzas no adormecidas. Aunque nada nos garantiza un éxito (porque así es la vida incierta), por lo menos saldremos de la modorra enfermiza que nos ha arropado. La incertidumbre vivida solo con el horror está matando nuestra alma, aplastando nuestras ganas y socavando posibilidades. Hemos querido ser cerebrales, calculadores y fríos en momentos en que la pasión se está desbordando descontroladamente y de forma peligrosa a través del hampa y la criminalidad que son realmente quienes mandan.


Mucho se ha hablado de la política como un arte: saber escuchar, plantear estrategias, actuar con sagacidad y apreciar el tempo con tino. No podemos entonces encasillarnos en dogmas como criticamos, con razón, al adversario. Corremos el peligro de fabricar otro delirio colectivo, que extrañe la realidad. Sí, estamos divididos en dos grandes grupos: los ciudadanos acorralados, vejados, humillados, sometidos; y el grupo de aprovechadores, corruptos, enchufados, cínicos y abusadores. Esa es la verdadera división y no se sabe cuál grupo es el más grande. Es muy humano buscar remedios que alivien el gran malestar vital que nos agobia, pero es bueno recordar que no podemos extrañar la realidad y encasillarnos en un nuevo delirio. Votar es necesario pero no suficiente, es necesario, también, mantener vivo el entusiasmo.

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