Sentados en un balcón contemplando el mar y su horizonte
siempre invitando a la imaginación. Los aviones despegan desde el aeropuerto no
con la misma frecuencia como se observaba anteriormente. En silencio y
construyendo historias, todas tristes, no podía imaginar sino personas
diciéndole adiós a su país con dolor y en sus caras reflejadas las angustias
por un porvenir incierto. Padres jóvenes con sus pequeños hijos que acababan de
dejar a los abuelos llorando en el aeropuerto. Me guindé a llorar por mucho
tiempo, lo estaba evitando pero al fin al cabo sentí alivio. Comencé a
rememorar cuando me fui a Inglaterra a hacer un postgrado, circunstancias
totalmente distintas, y sin embargo sentí la incertidumbre de tener que
construirme un lugar con gente distinta, en otro idioma y costumbres
diferentes. Por qué no decirlo, sentí muchas ganas de correr de regreso. No lo hice y la experiencia fue
extraordinaria, no había perdido a mi país y algún día estaría de regreso.
Tristeza es lo que se respira en Venezuela y de ella nos
estamos defendiendo. Las formas son individuales, muy personales. Hay quienes
se defienden con rabia, hay otros que se distraen peleando, hay quienes les dan
por el chiste o por vivir atareados sin parar en ningún momento. Hay quienes se
tornan verborreicos (lo que más insoportable se me hace) se meten en tu casa a
cualquier hora y comienzan a bombardear. Hay quienes se vuelven solitarios, no
quieren que ni los llamen por teléfono. Hay quienes viven en la calle y hay
quienes han desarrollado una especie de agorafobia. En fin las diferencias
pueden ser interminables pero nos parecemos en la tristeza. Sufrimos y no nos
entendemos. Porque las formas que exhibimos se le hacen insoportable a los
otros. No son formas livianas y cambiables, son formas pesadas y sostenidas con
determinación, nos defendemos para no sumergirnos en una melancolía, foso del
que es muy difícil emerger. No, la tristeza no hace vínculo social, es única su
manifestación y solitaria.
La vida se nos tornó ajena, extraña, ya no nos reconocemos ni
a nosotros mismos. Yo escogí la soledad, otras formas no me van. Pero vivo de
recuerdos y a veces me encuentro riendo por escenas rememoradas. Todo recuerdo
de lo que fue mi Caracas y la forma de vivir que teníamos remite a una pérdida.
Nada de aquello se mantiene en pie, sin embargo y al mismo tiempo, le agradezco
a mis padres y a mi país el haber vivido tan gratamente. Quizás por ello es la
terquedad de seguir viviendo a pesar de todo y el poder aun reír y soñar. Una
buena infancia y juventud dan las herramientas para aguantar los fuertes
chaparrones. Qué bueno los niños que han podido salir con sus padres y
disfrutar una infancia plena. Observo a mis nietos y me lleno de orgullo por
sus padres que tuvieron la valentía de partir. Qué triste los que aún quedan o
peor aun los que han tenido que ser abandonados. Aquí no es posible una vida
para niños, ni a los parques se puede ir.
Como la vida es terca y la realidad no ofrece muchas salidas
nos ha dado por contarnos historias, cada una más inverosímil, pero por las que
ya no tengo fuerzas ni para argumentar ni para rebatir. Las oigo con la mayor
paciencia posible y con cara de boba asiento a cada una de ellas. Al fin y al
cabo quien las cree y las relata se está defendiendo y para mí eso es más
importante que una verdad que tampoco tengo. La espera por un grado, aunque sea
mínimo, de sensatez por parte de una dirigencia inexistente por los momentos,
es también fruto de la fantasía, pero algún tipo de insensatez debemos
alimentar. Esperamos, aunque desesperemos. Todo tiene su final. Mientras tanto
no podemos ignorar la tristeza que nos embarga aunque sea muy desagradable,
aunque Lacan la llamara cobardía. ¿Qué de malo con ser cobarde? si la vida a la
que nos empujaron y arrinconaron esta cuerda de malhechores solo refleja maldad
y maltrato. Los que crecimos en libertad y tuvimos padres amorosos y
protectores no nos pueden arrebatar la rebeldía, resistimos a los embates para
someternos pero estamos tristes. Decimos “No” a cualquier método de control y
pagamos sus consecuencias.
No se debe vivir en la tristeza, Spinoza la catalogaba como
un pecado del pensamiento, es cierto hay quienes la mantienen solo para
castigarse y no saborear la vida que en cualquier circunstancia requiere
valentía. Pero esto no es normal, estamos secuestrados y maltratados. Llenos de
malas noticias y sufrimientos infligidos a los seres buenos. Un perenne duelo
nos embarga imposible de tramitar porque suceden en cadena las pérdidas. ¿Cómo
no vamos a estar tristes? Tenemos que estarlo, aunque tengo la certeza que la
explosión de alegría va a ser inmensa cuando logremos sacar a los malhechores y
comencemos con dificultad a construir nuevamente un país. Porque allí en el
trasfondo aún se puede avizorar ese carácter jocoso y alegre que nos
caracteriza, para bien o para mal. Porque parte de haber caído en esta
desgracia se debe a la falta de seriedad. Parte de esa manía que caracteriza
esta época líquida o ya gelatinosa.
Claro es deseable que esa tristeza se torne en rabia y
salgamos a protestar masivamente, lo que podría conducir a un quiebre de esta
insufrible situación. Quedar pasivos esperando es hundirnos cada vez más en la
tristeza. Hay que pararse de ese balcón aunque las fuerzas estén flaqueando,
administrar el goce de las fantasías y agarrar al toro por los cachos antes que
termine de embestirnos.
Me gusta mucho tu trabajo, Marina. Tuvimos nuestro país de gloria. Tal vez es solo que el paraíso no puede ser eterno.
ResponderEliminarGracias mi querido Alirio. Los paraísos deberían ser eterno, pero en efecto no lo son. Triste constatación.
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