En tiempos difíciles como el que vivimos hay fundamentalmente
dos caminos para el individuo, dejarse arrebatar la vida por el miedo y el
sinsentido o echarle mano a las herramientas internas de la acción y la
esperanza. Con total seguridad podríamos afirmar que estamos más conscientes
del miedo, la desprotección y la desesperación que padecemos que de ese extraño
llamado a la esperanza. En tiempos revueltos parecería casi como un discurso
que apela al comodín de una fe lejana, o no tan lejana, en un credo que nos
invita a confiar en un padre protector o una madre protectora, que pase lo que
pase no nos abandonará. Muy bien para el que tenga este tipo de ilusión, pero
para el que no la tiene también es bueno recordarle que todo lo que suceda en
su vida y sus elecciones va a depender en gran medida de sus actitudes y sobre ellas queremos reflexionar. Jacqueline
Goldberg hizo una pregunta referente a
la oferta de muchos cursos para afrontar la vida en el extranjero, pero
no nos ofrecen cursos de cómo afrontar y sobrevivir en nuestro país para
aquellos que no quieren irse. Pregunta, por supuesto, que tiene su picardía y
que apuntala nuestra seria dificultad, no queremos irnos, queremos recuperar al
país, pero mientras ello sucede tenemos que resistir con esperanzas.
La esperanza se acerca más a una actitud que a un valor,
supone una manera de entender la vida y pararse frente a las vicisitudes; de
por sí acarrea en su significado la
certeza de nuestra condición de indefensión y transitoriedad porque si no ¿de qué
esperanzas estamos hablando? La idea de que el paso siguiente será más firme y
apuntará en una mejor dirección, dado que fundamentalmente confiamos en las
herramientas propias del ser humano: la cultura, la inteligencia y las
emociones que impulsan a las tareas cotidianas y transformadoras. Es un estado
de ánimo y una fortaleza sin la cual la vida se transformaría en un arrastrar
cadenas sin sentido y sin objetivos. Todo, sin excepción, lo que el ser humano
ha logrado a lo largo de su historia fue hecho por aquellos seres que confiaron
en su capacidad pero también en el progreso y la posibilidad de mejorar las
condiciones de vida de las generaciones posteriores. Apostaron por la
superación y no se quedaron lamentando por las grandes dificultades que supone
enfrentarse con el retraso y la barbarie. Es por lo tanto, también una forma de
exorcizar las tentaciones de la parálisis que impone el miedo.
Este temple fuerte porque está lleno de un futuro a construir
es la esencia de todo el esfuerzo que invertimos en nuestro hacernos en la
vida, no es una postura irreflexiva que ve todo color de rosa por una falta
fundamental de reflexión. Por el contrario es saberse objeto de las
circunstancias y la incertidumbre, de la tragedia propia de nuestro existir y
tener una convicción interna irrefutable de que todo lo que hagamos fortalecerá
nuestra identidad y la cultura en la que nos tocó vivir. Algo así como una voz
interna que nos reafirma y nos recuerda incesantemente “no es ni será en vano”.
No nos engañemos, esta manera de enfrentar la vida no depende de las
circunstancias, que las hay buenas y muy malas, sino de una apuesta
existencial. Quien no posea este ethos
griego, le será muy costoso enfrentar situaciones difíciles en la vida, que
siempre e inevitablemente las habrá. Más bien, debería aparecer un llamado a la
posibilidad y la esperanza en los momentos en que la vida nos llevó por
derroteros del fracaso y de la dificultad. Una voz que nos recuerde que la vida
es una sola y que desperdiciarla en el lamento es sencillamente perderla.
Debemos admitir que hay circunstancias en la vida en que
podemos y de hecho somos derrotados, a veces irreversiblemente y a veces sólo
por temporadas. El esfuerzo para volver a recuperar el temple, entonces, es muy
grande pero es el reto; cuando el golpe es muy fuerte y ya no es posible asirse
de las ganas, entonces debemos admitir que la vida terminó, aunque no se haya
aun tropezado con la terca muerte. Lo que si pareciera un desperdicio vital es
no luchar por nuestras necesidades de vivir y vivir bien como nos fue
encomendado por la ética griega; los griegos supieron vivir y mostraron todas
las pasiones en sus máximas intensidades. Las tragedias y los caracteres
indomables de sus héroes nos hablan de la determinación, de su sólida voluntad
de vivir, no de cualquier manera pero con dignidad y esperanza. No en balde
levantaron quizás la cultura de más proyección en la historia de la humanidad
occidental, a ellos principalmente les debemos nuestros ideales de democracia y
libertad.
De la nada que somos debemos construir esperanza si el objetivo es
vivir y con sentido. De esta conmovedora forma nos lo expresa Hugo Ochoa
Disselköen, profesor titular de filosofía en Valparaíso “La esperanza es de
suyo inclusiva, llama a todos sin excepción, porque la esperanza surge
precisamente como correlato vital de la proximidad a la nada de toda criatura
humana, proximidad que se hace consciente en la experiencia del dolor, de la
incompletud, del error, del miedo, de lo cual nadie está exento. Sólo tiene
esperanza quien también puede ser devorado por la angustia y el sinsentido”.
Es un llamado en
estos momentos en donde la oscuridad nos arropa, si caemos en la desesperanza
nada podrá hacerse para enderezar nuestro camino. Ser indiferentes o
quedarse viendo impasiblemente como el
país se hunde lentamente es fallar en lo más fundamental de nuestro oficio
humano. Una de las pérdidas más dolorosas que puede sufrir el ser humano es la
pérdida del país que lo vio nacer, con
él se pierden las referencias y la identidad en gran medida, a donde vayamos no
volveremos a ser lo mismo, cambiaremos para bien o para mal y si algún día
intentamos regresar ya veremos con dolor que tampoco pertenecemos a la tierra
que nos dio nacionalidad. La tragedia que reclama por la esperanza de
encontrarnos nuevamente como habitantes de un espacio que grita por su
reconstrucción. Difícil tarea y época nos tocó pero al mismo tiempo puede
convertirse en un interesantísimo reto al que no podemos acudir temblando sino,
más bien, con la convicción que supone ser ciudadanos y no simples habitantes
espectadores y quejosos de nuestro desacierto actual. Ortega y Gasset señaló
que a la esperanza hay que abrigarla y por supuesto ello tiene sentido en
tiempos de dificultades porque cuando las cosas marchan bien no hay porque
abrigar esperanzas.
Fernando Savater
nos alerta sobre el papel acomodaticio que pueden tener la desesperanza, un
decirse “como no hay nada que hacer, entonces no muevo un dedo”. Veamos en sus
palabras como escoge su posición ante los males que azotan a España y
específicamente a su región vasca “Pero también está comprobado que acogerse a la desesperación
suele ser una coartada para no mover ni un dedo ante los males del mundo.
Puestas así las cosas, soy decididamente de los que prefieren abrigar
esperanzas..., aunque siempre tomando la precaución de no considerarlas una
especie de piloto automático que nos transportará al paraíso sin esfuerzo
alguno por nuestra parte. Es decir, creo que la esperanza puede ser un tónico
para los rebeldes y un estupefaciente para los oportunistas y acomodaticios. De
modo que esperanza de la buena es precisamente lo que hemos derrochado desde
hace bastantes años todos quienes nos hemos enfrentado al terrorismo y al
nacionalismo.”
Esperanza y esfuerzo equipaje para el camino que no podemos
dejar olvidado.
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