Estamos tan tomados por esta trágica realidad que a veces pareciera
que nos han invadido abusadores, sin haber sido invitados, en lo más íntimo y
sagrado de nuestro ser. Borrar esa barrera entre lo público y lo privado es el
objetivo de todo totalitarismo, el comunista con aquello de es el “orden de la
historia” y el nazismo con su “historia de la vida”. Hacerlo todo público y tener
la osadía de juzgar lo más íntimo de un ser humano es de las cosas que no se
deben hacer. Las personas tenemos derecho a sentir como sintamos, tenemos
derecho a indignarnos, a sentir dolor, a
tener miedo, odio. Tenemos derecho a perder las esperanzas y luego, y
con suerte, a recuperarla. A tener un sentido trágico de la vida o por el
contrario a creer que las acciones humanas siempre conllevan a la búsqueda y
logro del bienestar. Así que aquello de ¿por qué estas abatido si eso ya se
sabía?, duele por la lejanía empática y por la soledad en la que se deja al
otro. Esas reacciones provienen de alguien que se erigió en autoridad moral y
determina como debe sentir el otro o no; de alguien que además se erige en
autoridad intelectual y determina lo que se tiene que saber o no. Montarse en un
pedestal y mirar hacia abajo a los demás, no se debe hacer.
Unos de los grandes logros de la civilización occidental son
el derecho, las instituciones, el resguardo de la ley y la justicia, sin las
cuales no tenemos elementos que nos protejan de las fuerzas salvajes
destructivas de la naturaleza y de los instintos más bajos de los humanos.
Quedar a la intemperie y sin protección nos hace seres débiles y objetos
fáciles de la manipulación y esto, simplemente, no se debe hacer. No se puede
permitir que nos socaven las herramientas fundamentales para la seguridad para
quedar entonces presos del resentimiento y del constante presentimiento de la
maldad que acecha; convertirnos en seres atentos solo para la sospecha y de
esta forma vivir encerrados en nuestros miedos sin tener la capacidad de
comprender y unirnos al que esta de igual manera maltratado. Perder la
capacidad de vernos y entendernos porque, sin duda, el malestar dificulta el vínculo
social. Convertirnos en enemigos o ceder ante los espejos de imágenes
distorsionadas, solo por el espejismo de migajas protectoras; esto no se debe
hacer. Adoptar una moral utilitaria, donde no ponemos en juicio las consecuencias
de nuestros actos; en la cual no se tiene en consideración el daño que se le
hace al otro al desconocerlo es optar por la soledad más radical en un momento
en que somos devorados por la tiranía. Romperles las alas a los que tienen la
valentía de dar la cara y oponerse abiertamente y asumiendo sus propios
riesgos, por aquellos que se prefiere conservar las prebendas materiales aunque
limitadas, es algo que no se debe hacer.
La dignidad humana estriba en
mantener el talante ante la adversidad, no ceder en nuestras íntimas
convicciones por más trágicas que sean las circunstancias, pero también en
reconocer que el otro, el que se nos parece, el que está igualmente sometido y
abatido por las mismas circunstancias, el que decide hablar y mostrar su dolor
debe ser respetado; despreciarlo no es digno y eso no se debe hacer. El éxito
absoluto e inmediato de las acciones tendientes a recuperar un mínimo de
civilidad, no se puede esperar por más desesperados que estemos. El camino ha
sido lento tanto para las fuerzas opresoras como para las liberadoras. Hemos
llegado lejos y podemos decir y sentir con toda razón que estamos todos presos.
Pero también es verdad que cada vez más la indignación y el rechazo al tirano
se siente con mayor ímpetu y quizás estemos ya viviendo etapas terminales que
suelen ser las más duras. Tenemos derecho a atravesarlas con mayor o menor
escepticismo; pero lo que debemos evitar es andar insultando, desprestigiando y
acusando de traición a los actores políticos del lado de la democracia. Como
tampoco es admisible las descalificaciones de ellos para con nosotros.
Destruirnos entre nosotros, no se debe hacer. La base de los derechos humanos
es el derecho a tener derechos. Comencemos entonces a reconocer el derecho que
tiene cada quien a sentir y pensar cómo puede y quiere, claro, siempre y cuando
se trate de un ser que respete los derechos de los otros. Si no es así, es allí
donde debemos identificar al enemigo y marginarlo de sus derechos. El tirano es
el que debe estar preso, simplemente porque no cumplió con su deber de hacerse
humano y eso no se debe hacer.
Perder la vida sumidos en una
indiferencia hacia las manifestaciones culturales, no indignarse ante el
arrebato de nuestras fuentes de entretenimiento que nos ofrecen un crecimiento
en la formación cultural: un libro, una película, un concierto o el deleite de
poder ir a caminar en un bello parque es renunciar a ser ciudadanos y esto no
se debe hacer. Ya no hay espacio para el ocio y mucho menos para el negocio, por
lo que solo nos va quedando el ruin y desbastador lugar de la pereza y el
automatismo de la sobrevivencia; lugar destructor de los verdaderos valores
humanos. Caer en acciones tramposas permitidas por la distorsión del régimen
opresor es optar por marginarnos del compromiso con una patria que duele y
contribuir a su destrucción; esto simplemente, no se debe hacer. La vida en la
incultura es siempre igual, como bien señala Sabater, no quedan las ganas
morales ni siquiera de trascender el aburrimiento a la que nos empujan lo que
nos quieren ver a todos uniformados. Como apuntaba Mallarmé “Maldición, mis
sentidos, mis instintos, están tristes, y ya he leído todos los libros”.
Entregarse sin resistir a que nos quiten la vida, bien con un tiro o de
aburrimiento, no se debe hacer.
Creer invencibles a los
portadores del mal, mistificarlos como diabólicos estrategas y sentirse
disminuidos ante sus ruines intenciones es algo que no se debe hacer. Son, por
lo general, personas corrientes y muy incultas que al quedar descubiertas
muestran su falta de “palabras” para explicar su entrega a la maldad. Seres
banales como muy bien legó Hannah Arendt a la humanidad para ayudarnos a
combatirlos y eso si es algo que debemos hacer.
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