Nacemos en una cultura con su bagaje semiótico que nos
confiere un espacio intersubjetivo a través del cual se interpreta al otro.
Inmersos en simbologías que determinan de forma uniforme como se debe ser, que
se espera de nosotros y como debemos comportarnos según el lugar que ocupamos
dentro de la sociedad. Esta gama de valores es asumida o no por cada sujeto en
su larga y difícil tarea de conferirse una identidad propia. De allí que
compartiendo un mismo trasfondo seamos en realidad muy distintos. Cada sujeto
es muy particular y en tiempos recientes se nos ha enseñado a respetar y
tolerar las diferencias individuales de hombres y mujeres inscritos en códigos
éticos. Los psicópatas, bestias humanas, es otro asunto, no pueden ser ni
respetados ni tolerados porque dañan, destruyen y no hacen posible las
relaciones en sociedad. Es muy reciente en la historia de la humanidad que
hombres y mujeres se hayan movido de los espacios rígidos en lo que se suponía
debían desempeñar sus roles incuestionables. La famosa frase de Freud “la
anatomía es el destino” fue desplazada hacia el campo simbólico por Lacan;
desde entonces el psicoanálisis sigue revisando sus categorías interpretativas
a raíz de estudios sociológicos sobre el deseo y la identidad. Nacemos siendo biológicamente hombres o
mujeres, pero no por ello la escogencia del objeto amoroso y la identidad están
determinados.
Suponíamos que el imaginario colectivo se había flexibilizado
en relación al machismo, era de esperarse desde que las mujeres cambiaron sus
cadenas por la libertad. Las madres ahora no educan a sus hijos varones de la
misma forma que lo hicieron nuestras abuelas. Los hijos son invitados a
participar en las labores hogareñas, se les abrió todo un abanico de
sensualidad a través de las artes culinarias, musicales y artísticas en
general. No es censurado un hijo bailarín,
violinista o poeta. No son censurados los transformes ni los
homosexuales. Se entendió que se puede ser biológicamente varón y tener una
escogencia de objeto masculino. Se entendió también que se puede nacer hombre y
querer ser mujer o ser mujer y querer ser hombre. Mucho de los fenómenos observados hoy con naturalidad, sin escándalo, le hubiera
causado un síncope a las familias de hace muy poco tiempo atrás. Lo que se
mantenía en silencio, dentro de un closet, es hecho público sin mayores
contratiempos porque no hay nada de que avergonzase. Conquistas de las
libertades individuales que no han sido fáciles. Hace mucho tiempo que se dejó
de lado la imposición de normas para ser hombres o para ser mujeres. Se acabó.
Pues bien, en un mundo como este no se nos ocurre otra manera
que andar pregonando como se debe actuar. Si se es hombre, suponen los críticos,
hay que reaccionar con violencia, gritar o caerse a golpes. De resto se interpreta
que es aceptar con pasividad humillaciones. Recuerdan aquellas madres que
angustiadas por hacer de sus hijos “verdaderos hombres” los invitaban a pelear
en los colegios “para que sepan que tú no eres un mariquita” Pobres niños
obligados a actuar de determinada manera para demostrar, siempre para complacer
a una autoridad arbitraria y cruel. Personas que no se daban a la tarea de
reconocer las individualidades, las sensibilidades de sus pequeños. Niños
maltratados a quienes se les dificultó más la tarea de hacerse hombres a su
manera; hacerse de sus propias identidades en las que uno se reconoce y se sabe
distinto a los demás. Para lograr este difícil encuentro con uno mismo es
indispensable ser reconocido y querido por las figuras parentales o por el
entorno cercano.
No solo somos maltratados cruelmente por los esbirros de este
régimen sino, también, por una “oposición” que erigida en “Superyos” colectivos
quieren imponer sus patrones de cómo debe actuar un hombre. Perdimos en este
horror cotidiano sensualidad, ternura, comprensión, solidaridad, empatía y
respeto. No están solos nuestros diputados y dirigentes políticos en la lucha
que estamos librando contra la monstruosidad
que nos tocó combatir. Nos necesitan a su lado y no marcando pautas
desde imaginarios de “qué bien lo hubiera hecho yo….”. El Robocop fue aplaudido por su manada de
gorilas; el nuestro, el hombre civilizado, fue batuqueado por el atavismo del “hombre
macho y heroico de la venezolanidad”, como señaló Ana Teresa Torres. Seguimos
añorando ese hombre fuerte que sale a batirse en duelo con fieras y así
rescatar a la frágil doncella. El falo ronda requerido para completarnos en
nuestra incompletud existencial, si no lo soy quiero tenerlo. En segundo
retrocedemos en años de conquista por la identidad de hombres y mujeres. Nos
atrapan los atavismos de nuestros antepasados.
Nuestro deber ser es únicamente librarnos de la bota militar
que aplasta la posibilidad de convivencia armoniosa y eso lo vamos a lograr con
inteligencia no con fuerza bruta. “Salvar la pluralidad de voces y asomar la
posibilidad de volverse mutuamente comprensibles es simultáneamente tarea de la
vida individual y de la comunitaria” indicaba Ezra Heymann, ¿Es tan difícil de
entender? En esa sencilla ecuación tenemos la clave de lo que es la
civilización. Pues bien, aplaudo a Julio Borges que no necesita de máscaras
para demostrar su hombría, no es un hombre violento y no tiene por qué
aparentarlo en una cámara. Y no, no es cierto que por falta de “hombres
fuertes” estemos pasando por tanta desgracia, es responsabilidad de los
millones de venezolanos que votaron por un militar golpista, el “hombre fuerte”
el rudo macho criollo.
Hay que ser valiente para no tener que aparentar nada, para
ser lo que se es. Aplaudo a Julio Borges el hombre sin máscaras.
Magnífico texto, Marina. Un abrazo y saludos.
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