24 de noviembre de 2015

Un Lugar de Miradas (Cuento)


foto de Doreen Drujan 
Había probado todas las formas para ocupar un lugar en una ciudad tremendamente competitiva. No era una mujer especialmente atractiva y no era muy dada a los despliegues sexis de la seducción. No lo había aprendido y cuando, por algunos momentos lo probé, me sentí como un verdadero disfraz. No sabía moverme y mi cara solo reflejaba una mirada muy inocente, diría casi infantil, para sumergirme en un juego en el que se desempeñaban verdaderos expertos y ante los cuales, supe de inmediato, no tenía vida. Haciendo ese contacto conmigo misma enseguida me propuse encontrar una forma, mi forma, de dejar atrás el anonimato en el que me había convertido. Seré mi único y original disfraz y solo lo encontraré si logro contactar con lo más cotidiano que me ha pasado desapercibido hasta ahora -me dije.


De allí en adelante estuve más atenta que nunca a cada detalle de mi diario vivir. En realidad mi vida no era muy atractiva, vista así a la ligera y por encima. Trabajé por muchos años en una modesta cafetería cercana a Central Park, un trabajo rutinario que se reducía a complacer a los clientes en sus pedidos y a recoger de las mesas unas pocas monedas que de malas ganas dejaban tiradas, así, como al descuido. Debo admitirlo, no me fijaba mucho en las caras ni en las vestimentas de los clientes, vivía como que no los veía, de la misma manera que ellos tampoco me veían. No había caído en cuenta de ello, hasta que me tracé el plan de montarme en un escenario, así fuera el de una calle cualquiera. Fue entonces que comencé a considerar al público de galería. Mi vida cambió rotundamente porque mi imaginación emprendió un vuelo y comencé a soñar con múltiples telones que se abrían. Mi verdadero teatro, mi único guion, comenzaba a delinear sus primeras letras y solo eso me despertó a una pasión que me era totalmente desconocida. La pasión de ser protagonista y probablemente de un monólogo que solo está reservado para grandes actores. Así que vamos, ¡que se levante el telón!.

Les juro que caminaba por las calles de New York como si fuera la primera vez que las recorría, ya no me fijaba solo en los horarios y en la prisa que siempre me envolvía. Dejé de estar enfrascada en mi Smartphone y de sortear la avalancha de gente que corría de un lado para otro como hormigas perdidas. Me detenía cerca de un poste o en una esquina a observar, solo a mirar y hacerme cuentos de cada uno de los personajes estrafalarios que caminaban apurados y nadie los veía. En realidad New York es un teatro pero de personajes solitarios. Vi personas que iban detenidas y esposadas que sonreían y saludaban. Vi personas hablando solas y gesticulando como si estuvieran ante una gran audiencia. Vi personas tatuadas de pies a cabeza con cartelones guindando “se alquila para una orgia” o “en venta al mejor postor”. Todos serios y apurados cumpliendo su misión. Nadie intervenía, nadie se asombraba, parecía que la consigna era “vive tu vida y deja vivir” llevada a su máxima y terrorífica expresión. ¿En una ciudad así qué disfraz podría arrancar una mirada, una fotografía?

Esta complicada ciudad si se parece a algo es a una gran estación de tren, todos parecieran estar de paso y apurados. La gente solo parece detenerse brevemente para tomar una bebida o comer algo de prisa y continuar hacia un destino que pareciera se les escapa. He vivido siempre aquí y todo este ajetreo me parecía natural, pero ahora que observaba con detenimiento las preguntas me agolpaban también vertiginosamente. En realidad ¿A dónde van? ¿Qué oficio desempeñan cada uno de estos seres? ¿Qué les interesa realmente? ¿Cómo viven y que los divierte? Desde que “limpiaron” New York la única irreverencia permitida es la vestimenta. Cada quien tiene un estilo muy particular y por más estrafalario que éste sea no desentona, no se es objeto de miradas, sean éstas de rechazo o de admiración. Solo en sitios muy puntuales se podría apreciar una verdadera y exquisita elegancia, pero lo común es contemplar personajes salidos de un teatro del absurdo. Sí, me dije, este es uno de los encantos de mi ciudad, no estamos uniformados y no se espera sino un comportamiento ajeno de unos hacia otros. No hay peligros que acechen, hasta los locos respetan. Raro fenómeno cultural logrado en New York.

De repente observé dos escenas que se salían de esta línea conductual y rompían por completo el guión. Al acercarse un perro, la gente comenzaba a voltear y tímidamente a realizar gestos de amabilidad y cariño. Los animales, especialmente los perros constituían seres de acercamiento, se les veía, a los atareados neoyorquinos, alegrar sus miradas ante la presencia de bellos ejemplares exquisitamente cuidados y mimados por sus dueños. Rasgos de ternura asomaban en los semblantes de casi todos los transeúntes y se permitían la licencia de hacer guiños y gestos de aprobación entre ellos. Pero por breves momentos. En cambio, los canes, se sabían reyes y desplegaban todo un repertorio de movimientos principescos, dueños privilegiados de una existencia protegida. La otra escena que me conmovió hasta hacerme llorar en esta ciudad  uniformada sin uniforme, fue un niño. Vi a un niño correr hacia otro con una cara de alegría como si hubiera descubierto un tesoro, sus bracitos abiertos con la intención de abrazar al otro de su misma escala y de repente ser frustrado abruptamente porque los padres no permitieron el encuentro entre ellos pero se miraron entre sí. Algo temían.

De esa manera pude contarme que los niños y los animales en New York rompen rutinas, aunque sean frustrados y aunque señoreen como reyes, son ellos los que miran o provocan miradas de los seres entre sí. Si quiero inventar un lugar de miradas este debe poseer la frescura, espontaneidad y sencillez de un perro o de un niño. Es así que me vestí como una niña, me senté en una calle cercana a  la cafetería donde trabajaba y comencé a elaborar animalitos de fieltro, mi propia artesanía pública y mi original propuesta de un lugar de miradas.

17 de noviembre de 2015

Brota lo ominoso



Estamos presenciando el desmoronamiento de un estado ominoso en el que hemos permanecido durante mucho tiempo, demasiado tiempo. Los acontecimientos que se precipitan, uno tras otro de forma acelerada, están develando toda una oscuridad que estaba destinada a no salir a la luz. Hechos que nos resultan familiares por lo patente que se imponen a la razón y a la emoción de nuestra experiencia cotidiana, nos estallan en la cara con toda la podredumbre y hedor de la bajeza humana. Ya no tiene cabida la duda, arribamos a la certeza de haber sido rehenes de una de las violencias más despiadadas, rastreras y oscuras que hayamos vivido en nuestra historia reciente. La dominación utilizando las armas letales del terror por la muerte violenta, por la denigración, la descalificación y el empobrecimiento de toda una población forzada a permanecer en un desasosiego y desamparo criminal. Estamos cansados, maltratados y asqueados; enfermos porque la vida se nos fue reduciendo a un paisaje desolado de muerte y destrucción. Manos criminales se apoderaron de lo nuestro y ahora comienzan a quedar al desnudo.


Ahora ha llegado el momento, como señala Richard J. Berstein, “del compromiso ferviente y revitalizado en defensa de una genuina fe democrática que reniegue de la apelación a absolutos dogmáticos y dicotomías simplistas. Una fe democrática que promueva la libertad pública tangible en la que florece el debate la persuasión y las razones reciprocas. Una fe democrática que tenga el valor de vivir con la incertidumbre, la contingencia y la ambigüedad.” Llegó el momento de unirnos y empoderarnos con la fuerza que da una causa común: nuestra libertad, la cual no debió ser negociada por ningún motivo y mucho menos por  una ideología que ya había demostrado su carácter ominoso. A la violencia le estamos respondiendo con la unión indestructible de nuestra causa común y es la mejor arma para vencer la dominación y el oprobio. Como bien puntualiza Berstein “el poder, así, entendido, es la antítesis de la violencia.”

Es un momento delicado porque la premura y desesperación que nos embarga puede ser mala consejera para actuar y pensar acertadamente la estrategia; muchos son los enemigos hábiles y sin escrúpulos que merodean. Ahora más que nunca debemos tener una claridad meridiana de estrategas y dejar, por un tiempito, la emociones abarcadoras que nos brotan por la piel. Nuestra meta es volver a conquistar los valores occidentales de libertad y dignidad que tanto costó a la humanidad alcanzar, en los que fuimos formados y queremos vivir. La decencia no se encuentra en los tratados de ética, se encuentra en una forma de vivir que se expresa en cada uno de nuestros actos y los discursos que nos arropan. Cómo nos expresamos, cómo nos dirigimos y tratamos a los otros, el respeto y consideración que estamos obligados a tenernos los unos a los otros y a nosotros mismos constituyen el arsenal indestructible para la construcción de nuestro desbastado país. Para allá vamos, ese norte no puede y no debe  negociarse ni tomarse por atajo.

Ya tendremos tiempo para poder curar las graves heridas que nos dejaron estos tiempos. Tardaremos años para poder pacificar nuestro ánimo,  para poder resolver la herencia de rencores que sin duda nos dejó tanto crimen impune, destructividad y humillación. La meta no es olvidar, imposible, es resolver lentamente en cada uno de nosotros este terrible malestar en aras de lograr una comunidad nuevamente alegre y con ganas de vivir bien. No volveremos a ser los mismos, la tragedia nos golpeó; pero quizás habremos alcanzado un grado mayor de madurez en cuanto a la responsabilidad en los asuntos públicos. Quizás, porque nuestro futuro y responsabilidad como ciudadanos estaría por demostrarse. Estos asuntos no son de elaboraciones teóricas, el comportamiento humano es impredecible y muy complejo. Solo queremos apostar porque la terrible lección haya sido incorporada en cada uno de lo que tuvimos que pasar por este tramo siniestro de la historia que no vamos a borrar; y tengamos el coraje y el buen tino de transmitir la experiencia a las nuevas generaciones. 

Lo ominoso, lo oscuro golpea al mundo civilizado en un intento por volver a los tiempos irracionales, a los fanatismos y lo confesional como imposición de los principios rectores de los estados. No presenciamos estos horrores en pleno siglo XXI por azar; es producto de haber descuidado el papel rector de los estados en la defensa y cuidado de los derechos humanos, para circunscribir, principalmente, en lo económico el lazo de unión en un mundo globalizado. La ambición monetaria, el espectáculo frívolo y gozón se apoderó del alma de los humanos, descuidando la tragedia de los excluidos del festín. La psicopatía se multiplicó y alimentó en un imaginario colectivo de dioses sádicos en donde muy bien podemos incluir al dios dinero. Es así como ya no tenemos claro que es bueno y que es malo, los límites morales se borronearon del mundo simbólico y lo real con toda su fuerza y horror nos alcanzó. Es tiempo, entonces de reflexión, de análisis, sindéresis, de medidas fuertes y determinantes para volver a alcanzar el bienestar y defensa de lo que nunca debió descuidarse en la cultura.


Es hora entonces que nos afirmemos en nuestro estar en el mundo y que participemos sin titubeos y asistamos a nuestro deber ciudadano. Con toda la determinación que expresó Luis Castro Leiva en el congreso el 23 de Enero de 1988 “Estoy aquí porque tengo que estar aquí. Porque a partir de la invitación que se me ha hecho es mi deber estar aquí y porque quiero decir lo que pienso como ciudadano, porque no quiero que me roben la expresión de mi voz ni la dignidad que la democracia venezolana recuperó para ella a través del ejercicio responsable y racional de MI libertad y de la de todos”. No lo oímos en su debido momento, dejamos que nos robaran lo más elemental; ya nos llegó la hora de elaborar lo ominoso que brota de un inframundo como hongo. Porque eso aterrador nos es familiar y también nos pertenece.

10 de noviembre de 2015

Un llamado a la esperanza



En tiempos difíciles como el que vivimos hay fundamentalmente dos caminos para el individuo, dejarse arrebatar la vida por el miedo y el sinsentido o echarle mano a las herramientas internas de la acción y la esperanza. Con total seguridad podríamos afirmar que estamos más conscientes del miedo, la desprotección y la desesperación que padecemos que de ese extraño llamado a la esperanza. En tiempos revueltos parecería casi como un discurso que apela al comodín de una fe lejana, o no tan lejana, en un credo que nos invita a confiar en un padre protector o una madre protectora, que pase lo que pase no nos abandonará. Muy bien para el que tenga este tipo de ilusión, pero para el que no la tiene también es bueno recordarle que todo lo que suceda en su vida y sus elecciones va a depender en gran medida de sus actitudes y  sobre ellas queremos reflexionar. Jacqueline Goldberg hizo una pregunta referente a  la oferta de muchos cursos para afrontar la vida en el extranjero, pero no nos ofrecen cursos de cómo afrontar y sobrevivir en nuestro país para aquellos que no quieren irse. Pregunta, por supuesto, que tiene su picardía y que apuntala nuestra seria dificultad, no queremos irnos, queremos recuperar al país, pero mientras ello sucede tenemos que resistir con esperanzas.


La esperanza se acerca más a una actitud que a un valor, supone una manera de entender la vida y pararse frente a las vicisitudes; de por sí acarrea  en su significado la certeza de nuestra condición de indefensión  y transitoriedad porque si no ¿de qué esperanzas estamos hablando? La idea de que el paso siguiente será más firme y apuntará en una mejor dirección, dado que fundamentalmente confiamos en las herramientas propias del ser humano: la cultura, la inteligencia y las emociones que impulsan a las tareas cotidianas y transformadoras. Es un estado de ánimo y una fortaleza sin la cual la vida se transformaría en un arrastrar cadenas sin sentido y sin objetivos. Todo, sin excepción, lo que el ser humano ha logrado a lo largo de su historia fue hecho por aquellos seres que confiaron en su capacidad pero también en el progreso y la posibilidad de mejorar las condiciones de vida de las generaciones posteriores. Apostaron por la superación y no se quedaron lamentando por las grandes dificultades que supone enfrentarse con el retraso y la barbarie. Es por lo tanto, también una forma de exorcizar las tentaciones de la parálisis que impone el miedo.

Este temple fuerte porque está lleno de un futuro a construir es la esencia de todo el esfuerzo que invertimos en nuestro hacernos en la vida, no es una postura irreflexiva que ve todo color de rosa por una falta fundamental de reflexión. Por el contrario es saberse objeto de las circunstancias y la incertidumbre, de la tragedia propia de nuestro existir y tener una convicción interna irrefutable de que todo lo que hagamos fortalecerá nuestra identidad y la cultura en la que nos tocó vivir. Algo así como una voz interna que nos reafirma y nos recuerda incesantemente “no es ni será en vano”. No nos engañemos, esta manera de enfrentar la vida no depende de las circunstancias, que las hay buenas y muy malas, sino de una apuesta existencial. Quien no posea este ethos griego, le será muy costoso enfrentar situaciones difíciles en la vida, que siempre e inevitablemente las habrá. Más bien, debería aparecer un llamado a la posibilidad y la esperanza en los momentos en que la vida nos llevó por derroteros del fracaso y de la dificultad. Una voz que nos recuerde que la vida es una sola y que desperdiciarla en el lamento es sencillamente perderla.

Debemos admitir que hay circunstancias en la vida en que podemos y de hecho somos derrotados, a veces irreversiblemente y a veces sólo por temporadas. El esfuerzo para volver a recuperar el temple, entonces, es muy grande pero es el reto; cuando el golpe es muy fuerte y ya no es posible asirse de las ganas, entonces debemos admitir que la vida terminó, aunque no se haya aun tropezado con la terca muerte. Lo que si pareciera un desperdicio vital es no luchar por nuestras necesidades de vivir y vivir bien como nos fue encomendado por la ética griega; los griegos supieron vivir y mostraron todas las pasiones en sus máximas intensidades. Las tragedias y los caracteres indomables de sus héroes nos hablan de la determinación, de su sólida voluntad de vivir, no de cualquier manera pero con dignidad y esperanza. No en balde levantaron quizás la cultura de más proyección en la historia de la humanidad occidental, a ellos principalmente les debemos nuestros ideales de democracia y libertad. 

De la nada que somos debemos construir esperanza si el objetivo es vivir y con sentido. De esta conmovedora forma nos lo expresa Hugo Ochoa Disselköen, profesor titular de filosofía en Valparaíso “La esperanza es de suyo inclusiva, llama a todos sin excepción, porque la esperanza surge precisamente como correlato vital de la proximidad a la nada de toda criatura humana, proximidad que se hace consciente en la experiencia del dolor, de la incompletud, del error, del miedo, de lo cual nadie está exento. Sólo tiene esperanza quien también puede ser devorado por la angustia y el sinsentido”.

Es un llamado en estos momentos en donde la oscuridad nos arropa, si caemos en la desesperanza nada podrá hacerse para enderezar nuestro camino. Ser indiferentes o quedarse  viendo impasiblemente como el país se hunde lentamente es fallar en lo más fundamental de nuestro oficio humano. Una de las pérdidas más dolorosas que puede sufrir el ser humano es la pérdida del  país que lo vio nacer, con él se pierden las referencias y la identidad en gran medida, a donde vayamos no volveremos a ser lo mismo, cambiaremos para bien o para mal y si algún día intentamos regresar ya veremos con dolor que tampoco pertenecemos a la tierra que nos dio nacionalidad. La tragedia que reclama por la esperanza de encontrarnos nuevamente como habitantes de un espacio que grita por su reconstrucción. Difícil tarea y época nos tocó pero al mismo tiempo puede convertirse en un interesantísimo reto al que no podemos acudir temblando sino, más bien, con la convicción que supone ser ciudadanos y no simples habitantes espectadores y quejosos de nuestro desacierto actual. Ortega y Gasset señaló que a la esperanza hay que abrigarla y por supuesto ello tiene sentido en tiempos de dificultades porque cuando las cosas marchan bien no hay porque abrigar esperanzas.

Fernando Savater nos alerta sobre el papel acomodaticio que pueden tener la desesperanza, un decirse “como no hay nada que hacer, entonces no muevo un dedo”. Veamos en sus palabras como escoge su posición ante los males que azotan a España y específicamente a su región vascaPero también está comprobado que acogerse a la desesperación suele ser una coartada para no mover ni un dedo ante los males del mundo. Puestas así las cosas, soy decididamente de los que prefieren abrigar esperanzas..., aunque siempre tomando la precaución de no considerarlas una especie de piloto automático que nos transportará al paraíso sin esfuerzo alguno por nuestra parte. Es decir, creo que la esperanza puede ser un tónico para los rebeldes y un estupefaciente para los oportunistas y acomodaticios. De modo que esperanza de la buena es precisamente lo que hemos derrochado desde hace bastantes años todos quienes nos hemos enfrentado al terrorismo y al nacionalismo.”

Esperanza y esfuerzo equipaje para el camino que no podemos dejar olvidado.


3 de noviembre de 2015

El Perdón

El perdón usualmente ha estado asociado a un mandato religioso y sostenido dentro de un discurso conciliador que alimenta el deber de ser generosos y de mostrar un alma de entrega y sacrificio. Así es como el concepto del perdón ha perdido sentido para quedar inscrito en un mandato ético con un exceso de moralidad; como una imposición de un ser cruel que nos obliga a ser conciliadores con el que nos causó daño, con el asesino de un hijo, con el sicario y el torturador, ¡Olvida el acto que te destrozó la vida, perdona! Esta concepción del perdón ha causado reticencia en las personas que cada vez más se rigen por principios laicos y que apuestan por el cumplimiento de las leyes como condición indispensables para la convivencia social. Sólo los hombres de iglesia pueden perdonar a un sujeto que cometió un crimen con convencimiento y asunción de una doctrina, la cual abrazan en su totalidad sin cuestionamiento y con fe. Pero esto supone borrarse uno como ser humano para seguir directrices dictadas por un ser superior, al que se le debe obediencia plena. No importa el movimiento emocional ni el horror causado por los actos monstruoso, debes perdonar es el mandato. Lo cual no deja de ser una imposición muy cruel.



Entendiendo al perdón como un paso necesario para ampliar el horizonte de la vida, para no quedar atrapados solo por la obsesión de querer venganza y permanecer resentidos (ya sea como individuos o como sociedad) lo primero a considerar es que se trata de un proceso. Cuando se produce un agravio está en juego no solo la relación intersubjetiva entre la víctima y el victimario, sino que también entra a jugar un factor esencial, nuestra interioridad psíquica; el revuelo de emociones conocidas y reprimidas las cuales ameritan elaboración y sosiego. Estos procesos suelen ser largos y muy dolorosos porque el agraviado no está dispuesto a perdonar o a perdonarse nunca de entrada. Bien porque está tomado por una sed de venganza o bien porque siente no haber estado a la altura de las circunstancias para haberse defendido más acertadamente. Al mismo tiempo de sentir haber sido injustamente maltratado siente una desvalorización de su yo, lo cual lo lleva paradójicamente a maltratarse a sí mismo. Estos cuadros de melancolía, que cada vez se observan más en la clínica, son muy difíciles de resolver, porque la culpa se impone como un juez implacable y tirano. El melancólico ha perdido la esperanza del perdón.

Por supuesto que poder perdonar y perdonarse siempre tiene un efecto purificador y curativo porque permite continuar con la vida y abrir el horizonte de intereses. El perdón permite la libertad de un sujeto y de la sociedad para poder construir a partir de ahí los destrozos y ruinas que dejaron los maltratos, pero eso sí cuando se perdona como producto de una pacificación no impuesta sino sentida. El perdón no es un acto de la voluntad, no puede ser mandado, surge casi sin saberlo, porque ya no continúa maltratando el recuerdo. No se olvida, lo que cesa es la emoción que acompañó al acontecimiento. No es conveniente ignorar las patologías en nombre de un supuesto ideal impuesto; la libertad que tanto también pregonamos trae como consecuencia un respeto por aquel que sabe y siente que no está dispuesto a perdonar sin justicia que es otro asunto muy importante cuando se trata este tema. La vida está llena de conflictos y problemas, en ese camino hay muchos que se extravían y quedan relegados de un saber moral, causando heridas que a veces son incurables. Pues bien esos seres deben pagar el daño que ocasionaron sin miramientos doctrinarios, para volver a tener una sociedad sana y pacifica que haga posible una convivencia armónica. No son tan sencillos estos asuntos si de verdad queremos entender y comenzar a vivir de otra manera. El perdón es parte de la dialéctica que se vive en una sociedad civilizada, pero se hace difícil calificar de esta manera nuestra realidad.

Pasar la página siempre lleva un tiempo y es producto de elaboraciones simbólicas para poder apaciguar lo real que dejó marcado en cada uno de nosotros el horror y el maltrato, la tristeza y las pérdidas, las amenazas y humillaciones en las que hemos vivido tantos e interminables años;  nos han dejado heridas que tardarán en cicatrizar. Hay en todo esto una responsabilidad y en primera instancia debe de ser reclamada; en ningún caso jugar a los “buenos” salir corriendo en estampida y mostrar una generosidad que no hace resonancia. Que resuena como una mueca, más que como una amplia y gratificante sonrisa. Como parte de un proceso pacificador hay que dignificar a las víctimas; antes de perdonar, el inocente debe de estar en libertad y resarcido por los actos cometidos en su contra, violando sus más elementales derechos humanos. Esa es la verdadera deuda social que tenemos los unos con los otros. Es imperdonable justificar y excusar al verdugo por ninguna razón banal que esgrima, debe sin contemplaciones pagar por sus actos horribles. Después podremos hablar de un perdón con justicia que nos permita continuar y construir, adquirir una disposición vital y las ganas necesarias para poder llevar a cabo nuestra importante deuda de volver a construir una sociedad digna. Como lo expresó Hannah Arendt “El juicio y el perdón son, en realidad, dos caras de la misma moneda”

Perdonar es una acción muy difícil porque intenta borrar las marcas dejadas por un pasado muy traumático para poder tener acceso a un porvenir. Sin ninguna duda implica unos de los actos humanos más valientes y liberadores si proviene de lo más íntimo de lo personal, si no, es un discurso más de los tantos que se imponen.


27 de octubre de 2015

El Odio es una emoción


El odio es una emoción que todos hemos sentido alguna vez en la vida. Es tan primitivo en nuestro sentir como lo es el amor; sentimos odio y amor por nuestros padres desde muy pequeños, amor cuando somos protegidos y complacidos en nuestros deseos y odio cuando somos víctimas irremediablemente de las normas educativas. Al estar indefensos no podemos hacer otra cosa que obedecer por las buenas o por las malas; odiamos a aquel que nos restringe y nos prohíbe y amamos a quien nos deja hacer lo que queremos. Como es la misma persona parental que nos permite y nos restringe, resulta que amamos y odiamos al mismo ser sin el cual, al fin y al cabo, no podríamos subsistir. Es la ambivalencia que desde esos tiempos tempranos nos acompañará toda la vida. Incluso Freud planteaba que el odio es más primitivo que el amor, quedando unidos indefectiblemente, amor y odio en un constante intercambio del objeto de las pulsiones. Al odiar queremos el mal para el objeto hostil y al amar queremos el bien para el objeto bondadoso.


La tradición judeo-cristiana, nos invitó  a “amar al prójimo como a nosotros mismos” y “amar a Dios sobre todas las cosas” pero estos mandatos religiosos por tratar de obviar esta emoción ancestral no dejan de lado el problema del odio. Se hace válido  preguntar ¿Habría que odiar a todo aquel que no ame a Dios? O las personas que no se inclinan por andar amando a todos por igual, o que aman a algunos y a otros no ¿también son merecedoras del odio del no elegido? Tal vez la respuesta sería de “ninguna manera” el odio es un mal que debe ser erradicado del alma. Muy bien pero resulta que lo admitamos o no albergamos este sentimiento como parte de las pasiones indestructibles del hombre. Ignorando, censurando o negando no estamos borrando de la faz de la tierra un fenómeno cotidiano. 

Es más, sería muy peligroso, porque reconociendo el odio es como éste podría ser tramitado, para evitar que se convierta en conductas no aceptables socialmente, o en una fuerza destructora del propio “yo”. Freud ubicó el odio del lado de la pulsión de muerte, fuerzas que destruyen si permitimos dejarlas a su libre destino. Fuerzas que pujan sin cesar por satisfacción y que se dirigen en contra de toda creación y construcción vital del ser humano. Una constante lucha entre lo destructivo y lo vital que vemos todos los días en los fenómenos caseros y mundiales. Que albergamos en nuestra psique lo queramos admitir o no.

La tendencia de reglamentar al odio puede ser peligrosa, porque allí lo que se hace es prohibir incluso su manifestación. Quedarse callado y no decir que se odia, por ejemplo, la injusticia y los actos vandálicos, es simplemente una impostura y ese odio reprimido se manifestará, entonces, en contra de las personas que teniendo una mayor libertad para reconocer sus emociones manifiestan su odio por lo que es realmente malo. Malo es quedar sometido a una banda especialista en odio que trata de destruir todo lo que le resta hegemonía para imponer su goce único y abarcador, que la emprende contra aquel que se plantea un goce limitado con su propio mundo construido. Para llevar a cabo semejante plan destructivo, el resentido, se ampara en un padre todopoderoso que lo protege y garantiza su libertinaje impositor. Como al fin y al cabo estas tretas terminan implosionando, el padre protector muere y con él termina la garantía, los miembros de la secta henchidos de odio acaban destruyéndose entre sí. Comenzamos a observar este fenómeno del comportamiento humano tan conocido y repetitivo que Freud narró en su Toten y Tabú. Muerto el padre de la horda que tenía todo el goce para él, los hijos se destruyen entre sí para alcanzar la cuota de goce que les había sido negada.

Así que, con motivos objetivos o subjetivos para odiar, lo adecuado no es su represión por mandato de alguna cosmovisión vigente en la cultura. La represión podría hacer padecer a un sujeto de manera insoportable a través de la culpa, que al no poder ser subsanada vías rituales de expiación, se erige en el propio tirano de prohibiciones constantes. Prohibido todo, incluso malos pensamientos, malos sentimientos y malos sueños. Padecimiento inútil e innecesario porque las emociones fuertes, como sin duda es el odio, terminan manifestándose a través de los síntomas, lapsus y sueños como se manifiesta lo reprimido. Pero por otro lado, al no reconocerse que se odia e intensamente, se podrá terminar sumándose a grupos delictivos que toman cualquier ideal, mientras más loables mejor, para justificar a otros y así mismo sus fechorías. Es en este punto que debe caer la condena moral cuando se traspasa a lo social lo que no está permitido, hacerle daño a otro.

La madurez y la civilización se alcanzan solo por el razonamiento, cuando entendemos que el comportamiento debe estar regido por lo razonable y por las elecciones de una vida dentro de las normas de la convivencia. No tenemos ni debemos llevarnos por una moralidad milenaria que prohíbe hasta lo más humano como es conocer que sentimos odio; no actuarlo porque el razonamiento nos indica que por esa vía seremos sancionados y con razón, es otro asunto. Es lícito sentir odio por las injusticias, los asesinatos de los inocentes, las torturas, los dictadores y tiranos, ellos actúan al margen de la ley y con impunidad; entonces nadie me puede indicar que no sienta odio y desee el mal para el que hace mal; hay que desmitificar el mito que hace del odio un sentimiento de maldad. No se es bueno porque se ame ni se es malo porque se odie. 

Los seres humanos no son tan simples y por lo tanto no lo es el mundo que hemos construido; el cual deja mucho que desear entre otras cosas porque, parece mentira, no prevalece la razón, la ilustración y la sensatez; aún seguimos regidos por mandatos superyoicos dictados por una instancia superior que para inventarla y llenarla de oropeles no nos falta imaginación. El ser humano es producto de sus circunstancias, de su historia, de sus objetos amados y odiados  perdidos; si alberga en su alma impulsos constructores o destructores es producto de su camino recorrido y la fortuna o infortunio que le marcó la vida. Pero su obligación primordial está consigo mismo y por lo tanto tendrá que dosificar y administrar sus pasiones, no se puede vivir con tranquilidad si se ama demasiado, así como tampoco si el odio abarca todo el espectro emocional.

20 de octubre de 2015

Sobrevivir o vivir


Cuando decimos que estamos sobreviviendo a ¿qué realmente nos referimos? La descripción sería más o menos ésta: perdimos nuestras costumbres, perdimos nuestras diversiones, perdimos la seguridad que nos arropaba, perdimos el contacto con nuestros seres queridos, perdimos… y sin embargo seguimos de alguna forma funcionando. Funcionando quiere decir que cubrimos lo esencial: nos bañamos cuando hay agua, comemos lo que encontramos y no le hacemos mucho caso a los gustos y las ganas; nos reunimos muy de vez en cuando con lo mínimo que podemos contribuir; transitamos cerca de casa y con todos los sentidos muy bien puestos porque el peligro acecha y tenemos miedo. Pareciera que lo único que ya importa es no perder la vida porque allí si es verdad que todo termina; como dijo una necia “es para toda la vida”. 

Fenomenológicamente eso es sobrevivir y no vivir; pero eso que estamos haciendo no es inocuo y acarrea grandes costos de todo tipo a un ser que por sus méritos propios y por el soporte que les brindó, en su oportunidad, su familia y sociedad se convirtió en un ser humano.  No le queda otra opción que agarrarse de sus recursos internos o bien de sus coartadas psicológicas a las que quedó atado en su “novela familiar”. No es fácil de este modo la convivencia, porque las neurosis no hacen fácil el encuentro sano entre los seres humanos. Porque carecemos de las gratificaciones y el carácter se nos va agriando, porque nos enfermamos, porque dejamos de razonar adecuadamente y por lo tanto de poder evaluar, con propiedad, la realidad. Expulsamos al exterior todo aquello que no podemos reconocer como nuestro, y abonamos el terreno de la agresión y la hostilidad. 


De allí que estemos viendo, en su forma más descarnada, a las personas asumiendo sus posiciones vitales de una manera defendida y, quizás, un tanto rígidas. El que tiene tendencia por la tragedia, ahora está más trágico; el que se inclina por la ironía y el humor, ahora está más gracioso y ocurrente; el que naturalmente ha percibido al mundo como hostil, ahora está más violento y agresivo; el que se siente culpable por esta tragedia, ahora está pidiendo disculpas de una forma muy particular con el “yo no sabía” ; el que no puede vivir sin el reconocimiento de las multitudes, ahora anda haciendo piruetas para volver a encontrar los aplausos que se extinguieron por muchos años. Estas expresiones que lamentablemente lucen caricaturescas, entre otras cosas porque hemos perdido la inocencia, adornan feamente nuestras vidas ya sin adornos. ¿Qué es lo que provoca realmente?, salir corriendo y escapar por cualquier puerta que se nos abra de este espectáculo bufo y a la vez macabro. Muchos, muchísimos ya lo hicieron y otros estamos resistiendo, sobreviviendo lo que ya se nos tornó invivible.


¿Qué hacemos? Digamos podemos hacer un esfuerzo por asumir una convicción realmente opositora que no dependa de organizaciones ni de líderes políticos que marquen pauta. Pero ¿Cómo? Encontremos un lugar propio como sujetos desde el cual actuar y que no sea negociable ni doblegable. Tomemos nuestras propias decisiones y terminemos de entender que no es por voluntad propia que las cosas se remedian; se cambia en sociedad cuando la mayoría de sus integrantes sean personas que decidan ser sujetos de su propia historia y se hagan responsables de sus actos. Seres íntegros que no transigen son pocos y destacan en una población mayoritariamente muy básica en sus intereses vitales. La invitación es a la reafirmación del yo creador; Freud, que no vivió una vida fácil y que tampoco auguró para la humanidad felicidad plena, invita a el humor como una de las maneras de triunfar sobre el dolor y la destrucción personal “El humor no es resignado, es opositor; no solo significa el triunfo del yo, sino también el del principio del placer, capaz de afirmarse aquí a pesar de los desfavorable de las circunstancias reales” Hay que tener humor y buen sentido del vivir bien para, a pesar de esta calamidad sin límites, seguir produciendo culturalmente. Testimonios de ese tesón no las dan esos seres, insignes venezolanos, merecedores de premios internacionales que nos llenan de orgullo y fuerza.  Esta es la verdadera forma de oponerse a la barbarie.


Las sociedades y los seres humanos siempre hemos atravesados por crisis, eso nos lo debe recordar la memoria histórica. Supone la ruptura de un orden simbólico a través del cual ordenábamos nuestro mundo particular; al producirse esta falla sentimos un vacío y lo llenamos con síntomas, que son los que estamos observando con perplejidad; una comunidad enferma en la cual se producen crímenes que revelan un sadismo sin límites. Falló precisamente el ideal de sociedad que soñábamos y la pulsión desbordada arrancó a actuar. Sin desconocer la descomposición colectiva que es una realidad, la salida momentánea para más o menos vivir sin enloquecer es particular, porque estando bien (o lo mejor posible) podremos contribuir, en mejor forma, a la construcción y cambio que necesariamente debe producirse en el país. Ocupar el lugar del deseo de cada quien y desde allí actuar en pos del mejoramiento de este estado de cosas. No podemos evitar sufrir pero el actuar creativo con el dolor es la invitación para oponernos a lo perverso; conseguir nuestras propias respuestas porque ellas no provienen del exterior. De allí que la historia también nos muestra lo que han logrado personas geniales en épocas terribles por las que tuvieron que pasar. El horror no debe pasar desapercibido, escondido; el deber es revelar esta verdad.


Svetlana Alexievich, premio nobel de literatura 2015, vivió unas de las peores heridas que la humanidad se ha infringido;  gracias a ella y a otros seres valientes testigos de ese horror hoy podemos conocer cómo es posible vivir en una guerra. En una conferencia dictada en México en el 2003 nos regaló esta advertencia “Sin el testimonio humano, sin los esfuerzos de cada uno de nosotros para comprender algo en este mundo, sin los informes individuales de cada uno de nosotros, nuestras dudas, testimonio de los acontecimientos, etc., el cuadro del mundo estaría incompleto. Así que cuando en un libro se integra cien o doscientas voces emerge cierta imagen del acontecimiento en la que ya confías. No tienes ya la sensación de que te están mintiendo, aunque más o menos todos mentimos un poco”


Todo ser que actúa desde su deseo es un artista y se aparta de la banalidad en la que vivimos. Solo desde ese lugar se puede desplegar el propio discurso y se puede legar a la humanidad una verdad.

13 de octubre de 2015

¿Otro delirio más?


Como colectivo, como nación, como ciudadanos vivimos una incertidumbre que se hace insoportable. Es el efecto de una crisis general que ha llegado a límites intolerables, nada funciona, todos nuestros más elementales quehaceres se han tornado hostiles, difíciles, imposibles. Vivimos amenazados y  estamos obligados a presenciar hechos monstruosos cada día más espeluznantes. Sumergidos en el horror permanecemos inertes sin ver, sin presentir una verdadera lucha organizada, estructurada para salir de esta tragedia. Los intentos, loables pero no suficientes, se muestran fríos, distantes, silentes. Se siente en el ambiente una angustia insoportable, puede escucharse, palparse. El aire se ha vuelto pesado, el caminar lento, todo parece ensombrecido, los deseos se encuentran mermados, las esperanzas se diluyen y se oye cada vez con mayor frecuencia: estamos perdidos y no hay nada que hacer. La sensación de haber caído en manos muy perversas y estar allí sometidos sin posibilidades de movimiento, secuestrados. Estamos como sociedad, deprimidos y con pocas herramientas internas para darle un empujón nuevamente a nuestras fuerzas vitales.


El malestar en la cultura de Freud puede ser apreciado en su máxima intensidad, no hay espacios de deleite que nos permitan alimentarnos culturalmente y los pocos que aún se mantienen gracias a la labor empecinada de unos pocos ciudadanos ejemplares, son disfrutados a medias porque pende sobre nuestras cabezas las amenazas de la violencia y el horror. Estamos sometidos por las prohibiciones que ahora ejercen con una autoridad gozosa cualquier empleado de un establecimiento. “No puede” es el imperativo más comúnmente utilizado; no camine por ahí, no toque, no puede llevar tres, no puede pagar por aquí, no puede, no puede. Ahora también el no puedes hablar o no puedes decir eso; cállate te pueden estar oyendo. Las prohibiciones en contraposición al empuje natural de un goce vital dan como resultados monstruosidades como las que estamos observando. Ortega y Gasset decía que el hombre nada en el mar sin fondo de la existencia y que para encubrir la falta de rumbo, el desconocimiento del rumbo, lo hace vigorosamente, intentando autoengañarse y convertir la radical y fundamental inseguridad en seguridad y firmeza pero que para mantenerse a flote es necesario crear algún valor, alguna creencia, alguna ilusión.

Cada vez más despojados de ilusiones y de los seres queridos que se nos van, quedamos inertes, desamparados, solos y buscando nuestras salidas particulares para no terminar de enloquecer. Una de estas salidas que se están viendo cada vez más generalizadas y, la que sin duda es la más primitiva, es la agresividad. Basta darse un paseíto por las redes sociales para presenciar las más lastimosas expresiones soeces y destructivas proferidas sin ninguna vergüenza o arrepentimiento. Sorprende lo salvaje, la falta de educación más elemental de personas que por su lugar social y conocimientos creíamos con un grado de cultura y convivencia civilizada. Aflora sin freno lo más oscuro y pervertido sin límites. Nuestra rabia por haber sido despojados de una vida digna, la vertemos sin control sobre cualquiera que se nos atraviese en el camino. Ya Freud nos advirtió que el ser humano por naturaleza viene dotado con fuerzas pulsionales destructivas que debe controlar para poder convivir en sociedad; pues bien esas turbulencias mortales andan sueltas y se dejan aflorar sin la más mínima contemplación. Un goce sádico se apoderó de nuestra sociedad y está modelando conductas cada vez más generalizadas. El narcisismo haciendo de las suyas.

También es cierto el deseo desesperado por un cambio, queremos vivir de otra manera, donde predomine la solidaridad, el apoyo mutuo, el respeto. Los valores y derechos fundamentales para una convivencia en paz, ¿pero qué hacemos? esperamos y esperando ya se nos fueron dieciséis valiosos años. El país destruido y destruida su población queremos llegar, callados y obedientes a una fecha que se nos ha vendido como salvadora. Llegaremos y votaremos, sin duda, pero lejos estamos de una verdadera libertad si creemos en esta única posibilidad. Tenemos que activarnos, emocionarnos, drenar nuestra frustración con acciones creativas, diferentes, inyectar esperanzas no adormecidas. Aunque nada nos garantiza un éxito (porque así es la vida incierta), por lo menos saldremos de la modorra enfermiza que nos ha arropado. La incertidumbre vivida solo con el horror está matando nuestra alma, aplastando nuestras ganas y socavando posibilidades. Hemos querido ser cerebrales, calculadores y fríos en momentos en que la pasión se está desbordando descontroladamente y de forma peligrosa a través del hampa y la criminalidad que son realmente quienes mandan.


Mucho se ha hablado de la política como un arte: saber escuchar, plantear estrategias, actuar con sagacidad y apreciar el tempo con tino. No podemos entonces encasillarnos en dogmas como criticamos, con razón, al adversario. Corremos el peligro de fabricar otro delirio colectivo, que extrañe la realidad. Sí, estamos divididos en dos grandes grupos: los ciudadanos acorralados, vejados, humillados, sometidos; y el grupo de aprovechadores, corruptos, enchufados, cínicos y abusadores. Esa es la verdadera división y no se sabe cuál grupo es el más grande. Es muy humano buscar remedios que alivien el gran malestar vital que nos agobia, pero es bueno recordar que no podemos extrañar la realidad y encasillarnos en un nuevo delirio. Votar es necesario pero no suficiente, es necesario, también, mantener vivo el entusiasmo.

6 de octubre de 2015

La alquimia del dinero


En un ensayo titulado “In God we trust” Víctor Krebs hace una interesante reflexión sobre el complejo psíquico que representa el dinero. Su título es el lema del billete de un dólar americano que nos revela la paradojal relación que guarda el dinero entre lo espiritual y lo material, a lo que Víctor se refiere como la “alquimia del dinero”. El dinero nos ofrece la posibilidad de transformar nuestros deseos y fantasías en realidades palpables; obtener los bienes que anhelamos; proporcionarnos la calidad y forma de vida que hemos soñado. Llevado a extremos existenciales cada vez más reales, vivimos con la firme convicción que sin dinero no es posible acceder a una vida satisfactoria y plena. Esta paradojal relación (entre lo psíquico y lo material) que guarda el dinero nos ha conducido a batallar por su obtención a cualquier costo, sin detenernos a contactar nuestros deseos, a pensar lo que queremos, a definir y cultivar nuestros gustos; con los que obtendremos y gastaremos el dinero. Lo importante es el dinero, contarlo, amasarlo e invertirlo siguiendo las guías de los expertos en el tema; aquellos expertos en la multiplicación de las monedas. Así el dinero pierde su capacidad transformadora y se convierte en un instrumento de goce en sí mismo. Dejamos de disfrutar del mundo a los que nos da acceso el dinero para dedicarnos a reproducir los “In God we trust” al infinitum. El peligro de la polarización como bien advierte Krebs.

De esta forma, al perderse el balance psíquico por el simple instrumento que ayudaría a conformar una vida a nuestra manera, éste se puede convertir en un perturbador por excelencia de cualquier vida individual o colectiva. Conducirnos a la locura, como es tan fácil observar en la fenomenología que nos rodea. De esta forma lo expresa Axel Capriles: “Las finanzas tejen silenciosamente intricados contratos interpersonales, demarcan territorios y fronteras que nos ciñen y violentan disimuladamente. En muchas relaciones de pareja el tema monetario se convierte en tabú pues, de lo contrario, desataría devastadoras tempestades y heridas incurables. El presupuesto agobia la sexualidad y el matrimonio, y es parte de la manipulación y las luchas de poder en las relaciones interpersonales. Los asuntos financieros embrollan el trato con los amigos, los lazos con la pareja, los nexos de parentesco e incluso las relaciones entre padres e hijos. El dinero, en otras palabras, convierte al íntimo en extraño y consteliza la sombra, en el otro”. (Cita tomada del ensayo de Krebs)
El dinero es el tema central de las ideologías referenciales en las organizaciones sociales. Unas ideologías consideran que todo sistema de producción debe estar controlado por el Estado y otras ideologías mantienen que no hay mejor incentivo, para mantener a los ciudadanos productivos, que ellos mismos sean los dueños de sus creaciones comerciales. Esto por supuesto no es banal, el dinero y su capacidad moldeadora de la existencia es el gran motor que impulsa hoy en día los deseos de un hombre universal. En este aspecto todos nos parecemos, lo que es distinto es el lugar psíquico que le otorgamos al dinero. O lo mantenemos en esa bisagra entre lo psíquico y lo material, sin descuidar la esencia del alma y su alimentación cultural o como bien lo expresa Krebs perdemos el balance y quedamos sometidos a “La obsesión por la cifra [que] no es sino el síntoma de un dinero que ha perdido su poder alquímico, que ha dejado de sostener el fino balance entre la materia y el espíritu del que surge. Y es entonces, que el alma, en palabras de James Hillman, es desviada por el camino de la negación y el mundo se abandona a la lujuria, la avaricia y la codicia”. A lo que nos conduce una sociedad que le ha cerrado las puertas a la cultura, que ha ahogado en la pobreza a sus habitantes y que la ha doblegado a través de las dificultades para obtener lo más elemental como es la comida y la medicina.  Herramienta macabra para que olvidemos nuestra esencia movilizadora, los deseos propiamente humanos.
Yuval Noah Harari en su libro “De animales a dioses” dedica todo un capitulo al tema del dinero considerándolo una de las invenciones de la imaginación colectiva de mayor éxito en todo el mundo; de esta forma lo considera “el más universal y más eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado” Es así como confiamos ciegamente en un billete de un dólar, pero también confiamos en el sistema político, social y económico de Los Estados Unidos y en su secretario del Tesoro que firma el billete. Y no importa si vociferamos contra este país, todos veneramos al dólar como antes se veneraba a un Tótem. La moneda de un país deja de ser confiable cuando desconfiamos de un sistema político, social y económico de una sociedad dada y cuando esta moneda pierde su capacidad para adquirir bienes y servicios. Entonces es  cuando, más fácilmente, perdemos el “balance” y nos dedicamos a ver de qué forma obtenemos ese dólar tan codiciado, por cualquier vía, que para eso no se ha perdido la capacidad creativa. Es el camino expedito para perder el alma del colectivo y quedar atados a los múltiples síntomas que estamos padeciendo. En este estado enfermizo en que nos mantenemos no solo perdemos nuestro dinero sino que perdemos la confianza. Se empobrece el alma irremediablemente.
Las conversaciones cada vez más giran sobre la escasez, el costo de los objetos, lo insuficiente de los sueldos. Giran, por lo tanto, en lo que más nos agobia en estos momentos porque no estamos viviendo, estamos sobreviviendo. Nos forzaron a reducirnos a meras cifras y perdemos nuestro valioso tiempo cuantificando objetos y personas. Encuestas que nos cosifican e índices del valor del “In God we trust” son nuestras mayores preocupaciones, en una lamentable pérdida del “sentido existencial” como bien señala Krebs: “Cuando la alquimia del dinero se polariza y éste se reduce solo a cifra material, nos protegemos de la inversión anímica pero al costo del sentido existencial”.

Cuando nos vendemos por un puñado de monedas perdemos nuestra esencia y surgen de las sombras todo tipo de fantasmas.

29 de septiembre de 2015

El derecho a tener derechos

Mucho hablamos de la dignidad humana en términos discursivos, pero tendemos a pasarla desapercibida cuando nos enfrentamos día a día a las experiencias atropellantes que debemos sortear. La imagen que nos hacemos cuando se nos dice que en un país se está violando la dignidad humana, es que se está abusando del ciudadano, que no se le está garantizando su derecho a la vida, a la salud, a la libertad. Nos imaginamos, entonces, a personas desprotegidas por el abuso de autoridades que no respetan los derechos humanos y creemos que esto es un asunto que solo compete al ámbito político y por lo tanto dejamos que sean las personas con poder las que solucionen los atropellos e injusticias. Mientras esto sucede, si es que sucede, pareciera que se vive con una especie de resignación los vejámenes de que somos objeto todos los días. La libertad y la igualdad ante la ley son conceptos que el ser humano conquistó producto de sus luchas a lo largo de la historia; y sobre todo el gran impulsor para esta conquista fueron las dos mortales heridas que nos dejaron las dos guerras mundiales. A partir de allí y con la clara conciencia, por haberla experimentado, supimos que puede haber otros seres humanos que se propongan arrebatar los derechos de otros humanos.
 
Solo por el hecho de ser humanos debemos concebirnos libres para pensar y proporcionarnos una vida digna de ser vivida. No importa el lugar, etnia, credo religioso o preferencia sexual. Ninguna persona puede ni otorgar ni quitar lo que por derecho tiene un ser humano desde el momento en el que nace, su derecho a ser respetado y tratado con la deferencia del reconocimiento a su dignidad. Así mismo como se debe tratar con respeto a un niño y por respeto también educarlo para que tenga conciencia de su inalienable importancia y de la igual inalienable importancia de los demás; así mismo, como adultos, no deberíamos pasar por alto, no deberíamos dejarnos herir constantemente con el bochornoso espectáculo de los maltratos inferidos a través de sentencias truncadas, de atropellos xenofóbicos a destacados comunicadores sociales, con la tortura y muerte a mansalva de los valientes ciudadanos que ejercen a plenitud su dignidad. Cuando vemos a un hombre justo tras las rejas o cuando una digna persona nos debe recordar que “la libertad es una fiesta” es porque en nuestro país se nos están violando nuestros derechos constantemente y se nos está negando una vida digna. No es posible ser espectadores de un circo macabro sin salir de la experiencia mortalmente heridos.
Lo que nos pasa es que no hay un reconocimiento práctico, una conciencia plena de la conquista humana irreversible del lugar que ocupamos en la vida; de los derechos individuales, intocables, indisolubles con los que estamos dotados. No hay conciencia cuando maltratamos a un animal, no hay conciencia cuando arruinamos al medio ambiente y de esa misma manera salvaje como tratamos a nuestro entorno, de esa misma manera salvaje nos tratamos a nosotros mismos. No ocupamos con dignidad la condición de la existencia y vamos dejando en el camino las huellas del desprecio por la titánica tarea que conquistaron nuestros antepasados. Nuestros derechos y el respeto por la existencia es una conquista de todos los días, es tarea del diario vivir; requiere levantar la voz cuando las circunstancias lo ameritan, requiere de la manifestación de la indignación, requiere del reclamo por el despojo de nuestra condición de humanos. Pero para ello antes teníamos que habernos conformados en humanos y en esta importante tarea nos descuidamos. Esta facultad de reconocer y respetar la esencia humana la posee el hombre por su condición de poseer un lenguaje, pero así mismo puede desestimarla, como bien nos recordaba Sandra Pinardi en su conferencia sobre los Derechos Humanos. Pueden quedar relegados a un plano de la idealidad o bien solo escritos en tratados internacionales que muy pocos leen.
Se trata de inscribirse en una ley ética y cultural que  haga posible una convivencia armoniosa. Sin estar sujetos a estos ordenadores morales no es posible la racionalidad ni el ejercicio pleno de nuestras obligaciones y derechos. Ignorando o expulsando las leyes fundamentales que demarcan y definen lo propiamente humano lo que podemos esperar es el primitivismo y la locura. Ya vemos con qué facilidad se logra la barbarie utilizando como medio operador ideologías que desconocen por completo al ser humano en su esencia; lo cosifican y utilizan como herramientas para su perpetuación dominadora. Mientras más atrasada se mantenga una población en cuanto a la concientización de los derechos humanos, más fácil victima será de los atropellos ejercidos por otros. De esta forma recuerda Sandra que la concientización de nuestros derechos constituye un “micropoder”, capaz de modificar estructuras, instituciones; de modificar un orden político. Mantener un estilo de vida digno, a pesar de la insistencia por doblegarnos, es la mejor manera de resistirse a un tirano; ejercer a plenitud y con verdadera responsabilidad las tareas a la que cada quien se dedica y no ceder a imposiciones ni vejaciones en cualquier lugar que estas aparezcan. Ejemplos de dignidad no nos han faltado y conmueven hasta las lágrimas. Reconforta oír en una peluquería, en un restaurant, en las humillantes colas por comida, como la gente comenta emocionada el valiente y emotivo discurso de un hombre que no vende su dignidad por nada. Esas acciones son las que hacen patria.
Heridas profunda dejó a la humanidad el nazismo y el comunismo, pero estamos ahora presenciando otras profundas heridas que se le infringe a la humanidad en nombre de fundamentalismos y populismos que recrudecen en todo el planeta. Personas que tienen que abandonar  su país porque no se les ofrecen condiciones adecuadas para poder desarrollar sus vidas de formas dignas. Allí a donde vayan se llevan consigo lo que nadie les puede arrebatar, su derecho a tener derechos. Y esa es la gran batalla que se libra hoy en el mundo y en nuestro país en particular. Digámosle pues NO a este atropello constante.

22 de septiembre de 2015

Eso no se debe hacer

Estamos tan tomados por esta trágica realidad que a veces pareciera que nos han invadido abusadores, sin haber sido invitados, en lo más íntimo y sagrado de nuestro ser. Borrar esa barrera entre lo público y lo privado es el objetivo de todo totalitarismo, el comunista con aquello de es el “orden de la historia” y el nazismo con su “historia de la vida”. Hacerlo todo público y tener la osadía de juzgar lo más íntimo de un ser humano es de las cosas que no se deben hacer. Las personas tenemos derecho a sentir como sintamos, tenemos derecho a indignarnos, a sentir dolor, a  tener miedo, odio. Tenemos derecho a perder las esperanzas y luego, y con suerte, a recuperarla. A tener un sentido trágico de la vida o por el contrario a creer que las acciones humanas siempre conllevan a la búsqueda y logro del bienestar. Así que aquello de ¿por qué estas abatido si eso ya se sabía?, duele por la lejanía empática y por la soledad en la que se deja al otro. Esas reacciones provienen de alguien que se erigió en autoridad moral y determina como debe sentir el otro o no; de alguien que además se erige en autoridad intelectual y determina lo que se tiene que saber o no. Montarse en un pedestal y mirar hacia abajo a los demás, no se debe hacer.
 
Unos de los grandes logros de la civilización occidental son el derecho, las instituciones, el resguardo de la ley y la justicia, sin las cuales no tenemos elementos que nos protejan de las fuerzas salvajes destructivas de la naturaleza y de los instintos más bajos de los humanos. Quedar a la intemperie y sin protección nos hace seres débiles y objetos fáciles de la manipulación y esto, simplemente, no se debe hacer. No se puede permitir que nos socaven las herramientas fundamentales para la seguridad para quedar entonces presos del resentimiento y del constante presentimiento de la maldad que acecha; convertirnos en seres atentos solo para la sospecha y de esta forma vivir encerrados en nuestros miedos sin tener la capacidad de comprender y unirnos al que esta de igual manera maltratado. Perder la capacidad de vernos y entendernos porque, sin duda, el malestar dificulta el vínculo social. Convertirnos en enemigos o ceder ante los espejos de imágenes distorsionadas, solo por el espejismo de migajas protectoras; esto no se debe hacer. Adoptar una moral utilitaria, donde no ponemos en juicio las consecuencias de nuestros actos; en la cual no se tiene en consideración el daño que se le hace al otro al desconocerlo es optar por la soledad más radical en un momento en que somos devorados por la tiranía. Romperles las alas a los que tienen la valentía de dar la cara y oponerse abiertamente y asumiendo sus propios riesgos, por aquellos que se prefiere conservar las prebendas materiales aunque limitadas, es algo que no se debe hacer.
La dignidad humana estriba en mantener el talante ante la adversidad, no ceder en nuestras íntimas convicciones por más trágicas que sean las circunstancias, pero también en reconocer que el otro, el que se nos parece, el que está igualmente sometido y abatido por las mismas circunstancias, el que decide hablar y mostrar su dolor debe ser respetado; despreciarlo no es digno y eso no se debe hacer. El éxito absoluto e inmediato de las acciones tendientes a recuperar un mínimo de civilidad, no se puede esperar por más desesperados que estemos. El camino ha sido lento tanto para las fuerzas opresoras como para las liberadoras. Hemos llegado lejos y podemos decir y sentir con toda razón que estamos todos presos. Pero también es verdad que cada vez más la indignación y el rechazo al tirano se siente con mayor ímpetu y quizás estemos ya viviendo etapas terminales que suelen ser las más duras. Tenemos derecho a atravesarlas con mayor o menor escepticismo; pero lo que debemos evitar es andar insultando, desprestigiando y acusando de traición a los actores políticos del lado de la democracia. Como tampoco es admisible las descalificaciones de ellos para con nosotros. Destruirnos entre nosotros, no se debe hacer. La base de los derechos humanos es el derecho a tener derechos. Comencemos entonces a reconocer el derecho que tiene cada quien a sentir y pensar cómo puede y quiere, claro, siempre y cuando se trate de un ser que respete los derechos de los otros. Si no es así, es allí donde debemos identificar al enemigo y marginarlo de sus derechos. El tirano es el que debe estar preso, simplemente porque no cumplió con su deber de hacerse humano y eso no se debe hacer.
Perder la vida sumidos en una indiferencia hacia las manifestaciones culturales, no indignarse ante el arrebato de nuestras fuentes de entretenimiento que nos ofrecen un crecimiento en la formación cultural: un libro, una película, un concierto o el deleite de poder ir a caminar en un bello parque es renunciar a ser ciudadanos y esto no se debe hacer. Ya no hay espacio para el ocio y mucho menos para el negocio, por lo que solo nos va quedando el ruin y desbastador lugar de la pereza y el automatismo de la sobrevivencia; lugar destructor de los verdaderos valores humanos. Caer en acciones tramposas permitidas por la distorsión del régimen opresor es optar por marginarnos del compromiso con una patria que duele y contribuir a su destrucción; esto simplemente, no se debe hacer. La vida en la incultura es siempre igual, como bien señala Sabater, no quedan las ganas morales ni siquiera de trascender el aburrimiento a la que nos empujan lo que nos quieren ver a todos uniformados. Como apuntaba Mallarmé “Maldición, mis sentidos, mis instintos, están tristes, y ya he leído todos los libros”. Entregarse sin resistir a que nos quiten la vida, bien con un tiro o de aburrimiento, no se debe hacer.
Creer invencibles a los portadores del mal, mistificarlos como diabólicos estrategas y sentirse disminuidos ante sus ruines intenciones es algo que no se debe hacer. Son, por lo general, personas corrientes y muy incultas que al quedar descubiertas muestran su falta de “palabras” para explicar su entrega a la maldad. Seres banales como muy bien legó Hannah Arendt a la humanidad para ayudarnos a combatirlos y eso si es algo que debemos hacer.

15 de septiembre de 2015

¿TOLERANCIA A QUÉ?

Últimamente se viene llamando a la tolerancia. Comienza a destacarse un valor y a exigirse una comprensión con visos de perdón, precisamente en tiempos en que hemos sido objeto de la mayor intolerancia de nuestra historia reciente. No se ha permitido o al menos se ha perseguido, no solo las acciones de protestas a un régimen agobiante, corrupto e ineficiente, sino que las voces que se levantan en manifestación crítica de este gran fracaso, son perseguidas, amenazadas y excluidas incluso si provienen de las mismas filas del grupo opresor. Del lado de los insultados y maltratados aparece un mandato cuasi religioso de “no te comportes como lo que criticas” sé tolerante. En esta disyuntiva moral un poco insensata nos encontramos divididos, porque una cosa es no salir a insultar y maltratar como lo han hecho los “poderosos” y otra y mucho más compleja es que se nos reclame comprensión y perdón. Hagamos un poco de reflexión al respecto para poder tomar una decisión racional y ver después si la emoción podría acompañar la escogencia propia, individual y libre. Si la tolerancia se ha puesto de moda, como sostiene Alfredo Vallota, no necesariamente tenemos que seguir la moda y hacer colas en las tiendas de valores morales.
 
Comencemos entonces por preguntarnos qué es la tolerancia. ¿Tolerar significa por ejemplo aceptar cualquier argumento sin ponerlo a prueba en su racionalidad? Estaríamos de este modo rechazando el juicio y control proveniente de la facultad de pensar. ¿Tolerar significa aceptar cualquier conducta, acto o intención? Estaríamos, entonces, poniendo los valores, que deben guiar al comportamiento humano, en un mismo cajón, revueltos y estrujados. ¿Tolerar es una coartada con fines de arrimar al mingo al que se ha comportado como adversario de mis valores esenciales? Estaríamos entonces siendo manipuladores y pocos honestos en nuestra aparente aceptación, coartada que termina siendo fracasada porque tarde o temprano el otro regresará a sus posiciones contrarias a las nuestras. Ejemplos sobran en nuestra historia reciente. Cada quien se sienta en su verdad y de allí es muy difícil un movimiento una vez que los criterios están arraigados, una verdad basada en la democracia, la libertad y la ley no se cambia por el autoritarismo, la imposición y la arbitrariedad. Igual ocurre en el camino contrario, en este sentido los signos de conducción suelen ser rígidos; no cambiamos de dirección porque otro trate de comprarnos o seducirnos o al menos no deberíamos. Es cierto que a las verdades no llegamos en solitario; es un debate que sostenemos a diario con nuestros semejantes que ven las cosas de diversas maneras pero siempre dentro de ciertos límites que nos sirven de bases para la comprensión y el intercambio de ideas. Deberíamos al menos esperar que el otro comparta valores de bondad y esté interesado en acercarse a la verdad. De esta forma podríamos entender a la tolerancia como un talante de convivencia, aceptar al extranjero con sus costumbres y hábitos pero para ello también tenemos condiciones, no es aceptable, por ejemplo, costumbres muy apartadas de una tradición propia. No veríamos con buenos ojos rituales de sacrificio humano que podrían ser tolerados en otras latitudes, como tampoco imposiciones por cambiar nuestras maneras de vivir, nuestros valores y nuestra historia. No es permisible llegar y hacerse de un país imponiéndose como hicieron los colonizadores en épocas no tan remotas. En este caso es razonable la defensa por conservar lo que nos hace sentir como ciudadanos identificados. ¿Entonces podemos decir que la tolerancia es relativa? ¿Qué es admisible ser tolerante con los otros a veces y otras veces hay que ser intolerante?
Pareciera entonces que si vamos a considerar a la tolerancia como un concepto moral habría que calificar a ésta misma como buena y como mala, aceptable o no aceptable. Podríamos decir que la tolerancia es buena si abre caminos a valores moralmente aceptables y no lo es sí con ello permitimos que se instaure en nuestro ceno factores perturbadores de la convivencia armoniosa y pacífica. Podríamos, entonces, entrar en una diatriba sobre que son los valores moralmente buenos. En este punto no deberían haber medias tintas, o se es demócrata, defensor de las libertades humanas y respetuosos de la ley o no sé es. No es admisible que en un momento se esté en una orilla y el siguiente se esté en la orilla contraria porque así me conviene. Ante este tipo de comportamiento guabinoso y acomodaticio, la intolerancia es al menos comprensible. Los parámetros en los que se nos pide ser tolerantes deben ser enmarcados para poder considerar que, en ese caso específico, ser tolerante es aceptar un valor moralmente bueno. El pluralismo en una sociedad es razonable y podemos ser tolerantes con aquellos que difieren de nosotros en cómo llevar a cabo el bien de los ciudadanos, pero no tenemos la obligación moral de ser tolerantes con aquellos ciudadanos que afirman valores antidemocráticos.
Generalmente se le pide tolerancia al más débil en una relación de poder, al que queda sometido por las fuerzas opresoras de aquel que se hizo del poder y no profesa valores democráticos. Al tirano no se le exige tolerancia, en primer lugar ¿quién se lo va exigir? Y en segundo lugar seria como una contradicción lógica, si el tirano está sentado en su verdad y tiene como único objetivo imponérsela a los demás, entonces  ¿tolerancia a qué? Los otros no están en posición digna de ser escuchados, vistos, respetados. Así es como la tolerancia podría entenderse como un medio de sometimiento. “Ocupa tu lugar y aguanta” sé tolerante. En este momento más que nunca podemos reconocer, porque lo vivimos en carne propia, lo que significa las intenciones de sometimiento del que no cree en la justicia y no posee como valor la libertad. Pero a pesar de la tortura que estamos padeciendo, nuestras inclinaciones religiosas, mal entendidas, nos llevan a pensar que es posible tolerar al verdugo. Basta un pequeño gesto de cualquiera de los que se han mantenido cómplices del presente atropello para que salgan en carrera personajes públicos valiosos en su rescate inmediato, en un manifiesto mensaje de “aquí no ha pasado nada” y los que se mantienen firmes en “si, aquí sí ha pasado algo y grave” son inmediatamente calificados de intolerantes y radicales. Estamos perdidos, la brújula firme de lo que se puede tolerar y de lo que no se puede tolerar, se ha perdido y las voces moralistas del comportamiento y del pensar de los otros se erigen con desparpajo en una clara manifestación de irrespeto. La pregunta entonces sería ¿Quién se está comportando como lo que critica, el que es intolerante ante la imposición o el que juzga al que no tiene el perdón tan a flor de piel?
En la Modernidad y después de mucho andar, se ha conquistado el privilegio por el individuo, el respeto, la libertad, la justicia ya son, en nuestros días, valores irrenunciables. Una vez que ha sido conquistado ese privilegio podemos tolerar el modo de pensar y actuar de los demás, aunque sea diferente del propio, solamente en el caso y con la única condición de que el otro reconozca y respete las libertades y los derechos fundamentales de las personas. Cuando la manera de actuar y de pensar del otro se desliga de estos valores fundamentales de la democracia, tenemos el deber moral de ser intolerantes.

8 de septiembre de 2015

El Despojo

Desde Freud sabemos que el sujeto depende de su historia y de su inserción en el medio en el que creció. Esa cosa, el mundo que nos acogió, que estaba antes de nosotros y que Descartes denominó la res-extensa, conformó lo que somos y como operamos en nuestra vida. Ese océano enorme en el que nadamos con inseguridades pero a la vez con la brújula que nos orienta en lo familiar, en los códigos conocidos, en el leguaje con el que nos tratamos de explicar y entender a los otros, nos permite permanecer más o menos plácidos y flotando. A pesar de sabernos diferentes en nuestras especificidades, miramos a nuestro entorno sin recelo, sin miedo porque nos es conocido. Se trata de la constelación de identificaciones que fuimos haciendo en la medida que crecimos y comenzamos a darnos tropezones  en el camino. No pocas veces en la vida se nos rompe este camisón constitutivo y surge una parte violenta, por su carga emotiva sin freno, a la que no hubiésemos tenido acceso sino fuera por su aparición abrupta en esos episodios que nos dio por denominar “crisis”.
 
¿Qué hacemos en esos momentos? En primer lugar nos desconcertamos, nos invade un gran malestar y en muchas ocasiones recurrimos a un especialista, junto con el cual, emprendemos un camino de elaboración para encontrar el lugar particular desde el cual vamos a seguir dialogando con nuestro entorno. Camino doloroso, difícil y apasionante porque requiere sumergirnos en nuestros mares revueltos. Pero allí pataleando para no ahogarnos, contamos con nuestros recursos, con las propias cicatrices producidas en nuestra historia y contamos con otra mano confiable que nos ayudará para que la marea no nos arrastre. Permanecemos, de esta manera, en un entorno amigable en el cual nos volvemos a construir. Pero ¿qué realmente nos pasa si la turbulencia desatada no depende de nuestras ganas de apaciguarlas? ¿Qué nos pasa si somos arrancados de cuajo de nuestras identificaciones? ¿Qué nos pasa si ya nuestro entorno no se parece en nada a lo que estábamos acostumbrados? ¿Qué nos pasa si los seres más queridos se nos van? ¿Qué nos pasa cuando perdemos al país? ¿Qué nos pasa si el despojo es masivo? ¿Qué nos pasa si el querer recuperar lo nuestro no depende de nuestras ganas? ¿Qué nos pasa si ya no existe esa mano amiga que nos oriente? Quedamos como decía Borges, “solo y no hay nadie en el espejo”.
Se produce necesariamente un cambio en la subjetividad, somos arrojados a una irremediable marginalidad producida por el cierre de los espacios desde los cuales intercambiábamos con nuestro mundo y pasamos a ser “cosas” objeto de los vaivenes de aquellos monstruos que experimentan de forma macabra con cada uno de nosotros. El pensamiento en cierta forma se paraliza porque ya no tiene cabida el deseo de trascender el malestar, no depende de nosotros. Quedamos presos de la subsistencia elemental. Es este el principal padecimiento actual y lo que nos mantiene paralizados. Hay miedo, si por supuesto como no tenerlo, pero no es el pánico en primera instancia el motivo de nuestra falta de energías. Es ya no saber quiénes somos y como llegamos a esto en un proceso lento que nos fue despojando. Estamos en un proceso de duelo en donde la primera pregunta es ¿Qué sentido tiene seguir viviendo de esta forma? Unos se van a buscar otros derroteros y con toda la razón. Allí, donde lleguen, poco a poco irán experimentando nuevas vidas y logrando nuevas identificaciones; de esta forma se irán distanciando de sus ciudades y costumbres de origen. Ya no serán los mismos y no pertenecerán totalmente a ningún sitio que es el verdadero drama del emigrante, pero tendrán la alegría de una calidad de vida que en su propio país les fue arrebatada. Otros se quedan arrastrando los pies en la pesadumbre de dedicar la vida a batallar por no perder las cuotas de dignidad posibles; haciendo un esfuerzo titánico por no perder totalmente el reconocimiento como seres humanos. El Otro que te mira es un ser cruel.
Una maquinaria destinada a abolir la humanidad de una persona, a reducirla a objetos de desechos donde ya no puede sostenerse la dignidad de la elección. Queda solo una elección inconsciente orientada por las fijaciones infantiles, lo que explica que la manifestación del sufrimiento sea diferente en cada quien. Pero la elección producto de una voluntad consciente, la elección de la vida que queremos vivir queda reducida a la intimidad de cuatro paredes en donde fuimos forzados a  encerrarnos. El modo como sufrimos es absolutamente singular pero ninguno escapamos del dolor profundo de haber sido despojado de lo nuestro. Hasta ahora se ha cumplido el objetivo de la conformación de individuos necesarios para conservar el sistema y para conservar el poder, pero siempre hay una hendidura, una falla por donde debemos colarnos con habilidad y destreza si aún tenemos ganas de recuperar lo nuestro. Se hace, de esta forma necesaria, las estrategias firmes, los discursos alentadores y las nuevas formas de redefinir las relaciones del sujeto singular con el tipo de sociedad que nos gustaría conformar. Tenemos, en este aspecto, una gran deuda con nosotros mismos y las nuevas generaciones. Un nuevo pensamiento, sin sujeto, debe impregnar nuestro ambiente. Un pensamiento del que debemos apropiarnos para adquirir el ímpetu necesario en momentos cruciales como los que atravesamos.
No le pidamos a otro nos devuelva lo nuestro, vayamos todos con coraje a recoger nuestras pertenencias con las herramientas posibles que nos ha legado el mundo civilizado. Digamos un no rotundo a los depredadores y alcemos nuestra voz, la que no debemos permitir nos sea despojada.