foto de Doreen Drujan |
Había probado todas las formas para ocupar un lugar en una
ciudad tremendamente competitiva. No era una mujer especialmente atractiva y no
era muy dada a los despliegues sexis de la seducción. No lo había aprendido y
cuando, por algunos momentos lo probé, me sentí como un verdadero disfraz. No sabía
moverme y mi cara solo reflejaba una mirada muy inocente, diría casi infantil,
para sumergirme en un juego en el que se desempeñaban verdaderos expertos y
ante los cuales, supe de inmediato, no tenía vida. Haciendo ese contacto
conmigo misma enseguida me propuse encontrar una forma, mi forma, de dejar
atrás el anonimato en el que me había convertido. Seré mi único y original
disfraz y solo lo encontraré si logro contactar con lo más cotidiano que me ha
pasado desapercibido hasta ahora -me dije.
De allí en adelante estuve más atenta que nunca a cada
detalle de mi diario vivir. En realidad mi vida no era muy atractiva, vista así
a la ligera y por encima. Trabajé por muchos años en una modesta cafetería
cercana a Central Park, un trabajo rutinario que se reducía a complacer a los
clientes en sus pedidos y a recoger de las mesas unas pocas monedas que de
malas ganas dejaban tiradas, así, como al descuido. Debo admitirlo, no me
fijaba mucho en las caras ni en las vestimentas de los clientes, vivía como que
no los veía, de la misma manera que ellos tampoco me veían. No había caído en
cuenta de ello, hasta que me tracé el plan de montarme en un escenario, así
fuera el de una calle cualquiera. Fue entonces que comencé a considerar al
público de galería. Mi vida cambió rotundamente porque mi imaginación emprendió
un vuelo y comencé a soñar con múltiples telones que se abrían. Mi verdadero
teatro, mi único guion, comenzaba a delinear sus primeras letras y solo eso me
despertó a una pasión que me era totalmente desconocida. La pasión de ser
protagonista y probablemente de un monólogo que solo está reservado para
grandes actores. Así que vamos, ¡que se levante el telón!.
Les juro que caminaba por las calles de New York como si
fuera la primera vez que las recorría, ya no me fijaba solo en los horarios y
en la prisa que siempre me envolvía. Dejé de estar enfrascada en mi Smartphone
y de sortear la avalancha de gente que corría de un lado para otro como
hormigas perdidas. Me detenía cerca de un poste o en una esquina a observar,
solo a mirar y hacerme cuentos de cada uno de los personajes estrafalarios que
caminaban apurados y nadie los veía. En realidad New York es un teatro pero de
personajes solitarios. Vi personas que iban detenidas y esposadas que sonreían
y saludaban. Vi personas hablando solas y gesticulando como si estuvieran ante
una gran audiencia. Vi personas tatuadas de pies a cabeza con cartelones
guindando “se alquila para una orgia” o “en venta al mejor postor”. Todos
serios y apurados cumpliendo su misión. Nadie intervenía, nadie se asombraba,
parecía que la consigna era “vive tu vida y deja vivir” llevada a su máxima y
terrorífica expresión. ¿En una ciudad así qué disfraz podría arrancar una
mirada, una fotografía?
Esta complicada ciudad si se parece a algo es a una gran
estación de tren, todos parecieran estar de paso y apurados. La gente solo
parece detenerse brevemente para tomar una bebida o comer algo de prisa y
continuar hacia un destino que pareciera se les escapa. He vivido siempre aquí
y todo este ajetreo me parecía natural, pero ahora que observaba con
detenimiento las preguntas me agolpaban también vertiginosamente. En realidad
¿A dónde van? ¿Qué oficio desempeñan cada uno de estos seres? ¿Qué les interesa
realmente? ¿Cómo viven y que los divierte? Desde que “limpiaron” New York la
única irreverencia permitida es la vestimenta. Cada quien tiene un estilo muy
particular y por más estrafalario que éste sea no desentona, no se es objeto de
miradas, sean éstas de rechazo o de admiración. Solo en sitios muy puntuales se
podría apreciar una verdadera y exquisita elegancia, pero lo común es
contemplar personajes salidos de un teatro del absurdo. Sí, me dije, este es
uno de los encantos de mi ciudad, no estamos uniformados y no se espera sino un
comportamiento ajeno de unos hacia otros. No hay peligros que acechen, hasta
los locos respetan. Raro fenómeno cultural logrado en New York.
De repente observé dos escenas que se salían de esta línea
conductual y rompían por completo el guión. Al acercarse un perro, la gente
comenzaba a voltear y tímidamente a realizar gestos de amabilidad y cariño. Los
animales, especialmente los perros constituían seres de acercamiento, se les
veía, a los atareados neoyorquinos, alegrar sus miradas ante la presencia de
bellos ejemplares exquisitamente cuidados y mimados por sus dueños. Rasgos de
ternura asomaban en los semblantes de casi todos los transeúntes y se permitían
la licencia de hacer guiños y gestos de aprobación entre ellos. Pero por breves
momentos. En cambio, los canes, se sabían reyes y desplegaban todo un repertorio
de movimientos principescos, dueños privilegiados de una existencia protegida.
La otra escena que me conmovió hasta hacerme llorar en esta ciudad uniformada sin uniforme, fue un niño. Vi a un
niño correr hacia otro con una cara de alegría como si hubiera descubierto un
tesoro, sus bracitos abiertos con la intención de abrazar al otro de su misma
escala y de repente ser frustrado abruptamente porque los padres no permitieron
el encuentro entre ellos pero se miraron entre sí. Algo temían.
De esa manera pude contarme que los niños y los animales en
New York rompen rutinas, aunque sean frustrados y aunque señoreen como reyes,
son ellos los que miran o provocan miradas de los seres entre sí. Si quiero inventar
un lugar de miradas este debe poseer la frescura, espontaneidad y sencillez de
un perro o de un niño. Es así que me vestí como una niña, me senté en una calle
cercana a la cafetería donde trabajaba y
comencé a elaborar animalitos de fieltro, mi propia artesanía pública y mi
original propuesta de un lugar de miradas.