3 de noviembre de 2015

El Perdón

El perdón usualmente ha estado asociado a un mandato religioso y sostenido dentro de un discurso conciliador que alimenta el deber de ser generosos y de mostrar un alma de entrega y sacrificio. Así es como el concepto del perdón ha perdido sentido para quedar inscrito en un mandato ético con un exceso de moralidad; como una imposición de un ser cruel que nos obliga a ser conciliadores con el que nos causó daño, con el asesino de un hijo, con el sicario y el torturador, ¡Olvida el acto que te destrozó la vida, perdona! Esta concepción del perdón ha causado reticencia en las personas que cada vez más se rigen por principios laicos y que apuestan por el cumplimiento de las leyes como condición indispensables para la convivencia social. Sólo los hombres de iglesia pueden perdonar a un sujeto que cometió un crimen con convencimiento y asunción de una doctrina, la cual abrazan en su totalidad sin cuestionamiento y con fe. Pero esto supone borrarse uno como ser humano para seguir directrices dictadas por un ser superior, al que se le debe obediencia plena. No importa el movimiento emocional ni el horror causado por los actos monstruoso, debes perdonar es el mandato. Lo cual no deja de ser una imposición muy cruel.



Entendiendo al perdón como un paso necesario para ampliar el horizonte de la vida, para no quedar atrapados solo por la obsesión de querer venganza y permanecer resentidos (ya sea como individuos o como sociedad) lo primero a considerar es que se trata de un proceso. Cuando se produce un agravio está en juego no solo la relación intersubjetiva entre la víctima y el victimario, sino que también entra a jugar un factor esencial, nuestra interioridad psíquica; el revuelo de emociones conocidas y reprimidas las cuales ameritan elaboración y sosiego. Estos procesos suelen ser largos y muy dolorosos porque el agraviado no está dispuesto a perdonar o a perdonarse nunca de entrada. Bien porque está tomado por una sed de venganza o bien porque siente no haber estado a la altura de las circunstancias para haberse defendido más acertadamente. Al mismo tiempo de sentir haber sido injustamente maltratado siente una desvalorización de su yo, lo cual lo lleva paradójicamente a maltratarse a sí mismo. Estos cuadros de melancolía, que cada vez se observan más en la clínica, son muy difíciles de resolver, porque la culpa se impone como un juez implacable y tirano. El melancólico ha perdido la esperanza del perdón.

Por supuesto que poder perdonar y perdonarse siempre tiene un efecto purificador y curativo porque permite continuar con la vida y abrir el horizonte de intereses. El perdón permite la libertad de un sujeto y de la sociedad para poder construir a partir de ahí los destrozos y ruinas que dejaron los maltratos, pero eso sí cuando se perdona como producto de una pacificación no impuesta sino sentida. El perdón no es un acto de la voluntad, no puede ser mandado, surge casi sin saberlo, porque ya no continúa maltratando el recuerdo. No se olvida, lo que cesa es la emoción que acompañó al acontecimiento. No es conveniente ignorar las patologías en nombre de un supuesto ideal impuesto; la libertad que tanto también pregonamos trae como consecuencia un respeto por aquel que sabe y siente que no está dispuesto a perdonar sin justicia que es otro asunto muy importante cuando se trata este tema. La vida está llena de conflictos y problemas, en ese camino hay muchos que se extravían y quedan relegados de un saber moral, causando heridas que a veces son incurables. Pues bien esos seres deben pagar el daño que ocasionaron sin miramientos doctrinarios, para volver a tener una sociedad sana y pacifica que haga posible una convivencia armónica. No son tan sencillos estos asuntos si de verdad queremos entender y comenzar a vivir de otra manera. El perdón es parte de la dialéctica que se vive en una sociedad civilizada, pero se hace difícil calificar de esta manera nuestra realidad.

Pasar la página siempre lleva un tiempo y es producto de elaboraciones simbólicas para poder apaciguar lo real que dejó marcado en cada uno de nosotros el horror y el maltrato, la tristeza y las pérdidas, las amenazas y humillaciones en las que hemos vivido tantos e interminables años;  nos han dejado heridas que tardarán en cicatrizar. Hay en todo esto una responsabilidad y en primera instancia debe de ser reclamada; en ningún caso jugar a los “buenos” salir corriendo en estampida y mostrar una generosidad que no hace resonancia. Que resuena como una mueca, más que como una amplia y gratificante sonrisa. Como parte de un proceso pacificador hay que dignificar a las víctimas; antes de perdonar, el inocente debe de estar en libertad y resarcido por los actos cometidos en su contra, violando sus más elementales derechos humanos. Esa es la verdadera deuda social que tenemos los unos con los otros. Es imperdonable justificar y excusar al verdugo por ninguna razón banal que esgrima, debe sin contemplaciones pagar por sus actos horribles. Después podremos hablar de un perdón con justicia que nos permita continuar y construir, adquirir una disposición vital y las ganas necesarias para poder llevar a cabo nuestra importante deuda de volver a construir una sociedad digna. Como lo expresó Hannah Arendt “El juicio y el perdón son, en realidad, dos caras de la misma moneda”

Perdonar es una acción muy difícil porque intenta borrar las marcas dejadas por un pasado muy traumático para poder tener acceso a un porvenir. Sin ninguna duda implica unos de los actos humanos más valientes y liberadores si proviene de lo más íntimo de lo personal, si no, es un discurso más de los tantos que se imponen.


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