El perdón usualmente ha estado asociado a un mandato
religioso y sostenido dentro de un discurso conciliador que alimenta el deber
de ser generosos y de mostrar un alma de entrega y sacrificio. Así es como el concepto
del perdón ha perdido sentido para quedar inscrito en un mandato ético con un
exceso de moralidad; como una imposición de un ser cruel que nos obliga a ser
conciliadores con el que nos causó daño, con el asesino de un hijo, con el sicario
y el torturador, ¡Olvida el acto que te destrozó la vida, perdona! Esta
concepción del perdón ha causado reticencia en las personas que cada vez más se
rigen por principios laicos y que apuestan por el cumplimiento de las leyes
como condición indispensables para la convivencia social. Sólo los hombres de
iglesia pueden perdonar a un sujeto que cometió un crimen con convencimiento y
asunción de una doctrina, la cual abrazan en su totalidad sin cuestionamiento y
con fe. Pero esto supone borrarse uno como ser humano para seguir directrices
dictadas por un ser superior, al que se le debe obediencia plena. No importa el
movimiento emocional ni el horror causado por los actos monstruoso, debes
perdonar es el mandato. Lo cual no deja de ser una imposición muy cruel.
Entendiendo al perdón como un paso necesario para ampliar el
horizonte de la vida, para no quedar atrapados solo por la obsesión de querer
venganza y permanecer resentidos (ya sea como individuos o como sociedad) lo
primero a considerar es que se trata de un proceso. Cuando se produce un
agravio está en juego no solo la relación intersubjetiva entre la víctima y el
victimario, sino que también entra a jugar un factor esencial, nuestra
interioridad psíquica; el revuelo de emociones conocidas y reprimidas las cuales
ameritan elaboración y sosiego. Estos procesos suelen ser largos y muy
dolorosos porque el agraviado no está dispuesto a perdonar o a perdonarse nunca
de entrada. Bien porque está tomado por una sed de venganza o bien porque
siente no haber estado a la altura de las circunstancias para haberse defendido
más acertadamente. Al mismo tiempo de sentir haber sido injustamente maltratado
siente una desvalorización de su yo, lo cual lo lleva paradójicamente a
maltratarse a sí mismo. Estos cuadros de melancolía, que cada vez se observan
más en la clínica, son muy difíciles de resolver, porque la culpa se impone
como un juez implacable y tirano. El melancólico ha perdido la esperanza del
perdón.
Por supuesto que poder perdonar y perdonarse siempre tiene un
efecto purificador y curativo porque permite continuar con la vida y abrir el
horizonte de intereses. El perdón permite la libertad de un sujeto y de la
sociedad para poder construir a partir de ahí los destrozos y ruinas que dejaron
los maltratos, pero eso sí cuando se perdona como producto de una pacificación
no impuesta sino sentida. El perdón no es un acto de la voluntad, no puede ser
mandado, surge casi sin saberlo, porque ya no continúa maltratando el recuerdo.
No se olvida, lo que cesa es la emoción que acompañó al acontecimiento. No es
conveniente ignorar las patologías en nombre de un supuesto ideal impuesto; la
libertad que tanto también pregonamos trae como consecuencia un respeto por
aquel que sabe y siente que no está dispuesto a perdonar sin justicia que es
otro asunto muy importante cuando se trata este tema. La vida está llena de
conflictos y problemas, en ese camino hay muchos que se extravían y quedan
relegados de un saber moral, causando heridas que a veces son incurables. Pues
bien esos seres deben pagar el daño que ocasionaron sin miramientos
doctrinarios, para volver a tener una sociedad sana y pacifica que haga posible
una convivencia armónica. No son tan sencillos estos asuntos si de verdad
queremos entender y comenzar a vivir de otra manera. El perdón es parte de la
dialéctica que se vive en una sociedad civilizada, pero se hace difícil
calificar de esta manera nuestra realidad.
Pasar la página siempre lleva un tiempo y es producto de
elaboraciones simbólicas para poder apaciguar lo real que dejó marcado en cada
uno de nosotros el horror y el maltrato, la tristeza y las pérdidas, las
amenazas y humillaciones en las que hemos vivido tantos e interminables
años; nos han dejado heridas que
tardarán en cicatrizar. Hay en todo esto una responsabilidad y en primera
instancia debe de ser reclamada; en ningún caso jugar a los “buenos” salir
corriendo en estampida y mostrar una generosidad que no hace resonancia. Que
resuena como una mueca, más que como una amplia y gratificante sonrisa. Como
parte de un proceso pacificador hay que dignificar a las víctimas; antes de
perdonar, el inocente debe de estar en libertad y resarcido por los actos
cometidos en su contra, violando sus más elementales derechos humanos. Esa es
la verdadera deuda social que tenemos los unos con los otros. Es imperdonable
justificar y excusar al verdugo por ninguna razón banal que esgrima, debe sin
contemplaciones pagar por sus actos horribles. Después podremos hablar de un
perdón con justicia que nos permita continuar y construir, adquirir una disposición
vital y las ganas necesarias para poder llevar a cabo nuestra importante deuda
de volver a construir una sociedad digna. Como lo expresó Hannah Arendt “El
juicio y el perdón son, en realidad, dos caras de la misma moneda”
Perdonar es una acción muy difícil porque intenta borrar las
marcas dejadas por un pasado muy traumático para poder tener acceso a un
porvenir. Sin ninguna duda implica unos de los actos humanos más valientes y
liberadores si proviene de lo más íntimo de lo personal, si no, es un discurso
más de los tantos que se imponen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario