Desde Freud sabemos que el sujeto depende de su historia y de
su inserción en el medio en el que creció. Esa cosa, el mundo que nos acogió,
que estaba antes de nosotros y que Descartes denominó la res-extensa, conformó
lo que somos y como operamos en nuestra vida. Ese océano enorme en el que
nadamos con inseguridades pero a la vez con la brújula que nos orienta en lo
familiar, en los códigos conocidos, en el leguaje con el que nos tratamos de
explicar y entender a los otros, nos permite permanecer más o menos plácidos y
flotando. A pesar de sabernos diferentes en nuestras especificidades, miramos a
nuestro entorno sin recelo, sin miedo porque nos es conocido. Se trata de la
constelación de identificaciones que fuimos haciendo en la medida que crecimos
y comenzamos a darnos tropezones en el
camino. No pocas veces en la vida se nos rompe este camisón constitutivo y
surge una parte violenta, por su carga emotiva sin freno, a la que no
hubiésemos tenido acceso sino fuera por su aparición abrupta en esos episodios
que nos dio por denominar “crisis”.
¿Qué hacemos en esos momentos? En primer lugar nos
desconcertamos, nos invade un gran malestar y en muchas ocasiones recurrimos a
un especialista, junto con el cual, emprendemos un camino de elaboración para
encontrar el lugar particular desde el cual vamos a seguir dialogando con
nuestro entorno. Camino doloroso, difícil y apasionante porque requiere
sumergirnos en nuestros mares revueltos. Pero allí pataleando para no
ahogarnos, contamos con nuestros recursos, con las propias cicatrices
producidas en nuestra historia y contamos con otra mano confiable que nos
ayudará para que la marea no nos arrastre. Permanecemos, de esta manera, en un
entorno amigable en el cual nos volvemos a construir. Pero ¿qué realmente nos
pasa si la turbulencia desatada no depende de nuestras ganas de apaciguarlas?
¿Qué nos pasa si somos arrancados de cuajo de nuestras identificaciones? ¿Qué
nos pasa si ya nuestro entorno no se parece en nada a lo que estábamos
acostumbrados? ¿Qué nos pasa si los seres más queridos se nos van? ¿Qué nos
pasa cuando perdemos al país? ¿Qué nos pasa si el despojo es masivo? ¿Qué nos
pasa si el querer recuperar lo nuestro no depende de nuestras ganas? ¿Qué nos
pasa si ya no existe esa mano amiga que nos oriente? Quedamos como decía Borges,
“solo y no hay nadie en el espejo”.
Se produce necesariamente un cambio en la subjetividad, somos
arrojados a una irremediable marginalidad producida por el cierre de los
espacios desde los cuales intercambiábamos con nuestro mundo y pasamos a ser
“cosas” objeto de los vaivenes de aquellos monstruos que experimentan de forma
macabra con cada uno de nosotros. El pensamiento en cierta forma se paraliza
porque ya no tiene cabida el deseo de trascender el malestar, no depende de
nosotros. Quedamos presos de la subsistencia elemental. Es este el principal
padecimiento actual y lo que nos mantiene paralizados. Hay miedo, si por
supuesto como no tenerlo, pero no es el pánico en primera instancia el motivo
de nuestra falta de energías. Es ya no saber quiénes somos y como llegamos a
esto en un proceso lento que nos fue despojando. Estamos en un proceso de duelo
en donde la primera pregunta es ¿Qué sentido tiene seguir viviendo de esta
forma? Unos se van a buscar otros derroteros y con toda la razón. Allí, donde
lleguen, poco a poco irán experimentando nuevas vidas y logrando nuevas
identificaciones; de esta forma se irán distanciando de sus ciudades y
costumbres de origen. Ya no serán los mismos y no pertenecerán totalmente a
ningún sitio que es el verdadero drama del emigrante, pero tendrán la alegría
de una calidad de vida que en su propio país les fue arrebatada. Otros se
quedan arrastrando los pies en la pesadumbre de dedicar la vida a batallar por
no perder las cuotas de dignidad posibles; haciendo un esfuerzo titánico por no
perder totalmente el reconocimiento como seres humanos. El Otro que te mira es
un ser cruel.
Una maquinaria destinada a abolir la humanidad de una
persona, a reducirla a objetos de desechos donde ya no puede sostenerse la
dignidad de la elección. Queda solo una elección inconsciente orientada por las
fijaciones infantiles, lo que explica que la manifestación del sufrimiento sea
diferente en cada quien. Pero la elección producto de una voluntad consciente, la
elección de la vida que queremos vivir queda reducida a la intimidad de cuatro
paredes en donde fuimos forzados a
encerrarnos. El modo como sufrimos es absolutamente singular pero
ninguno escapamos del dolor profundo de haber sido despojado de lo nuestro. Hasta
ahora se ha cumplido el objetivo de la conformación de individuos necesarios
para conservar el sistema y para conservar el poder, pero siempre hay una
hendidura, una falla por donde debemos colarnos con habilidad y destreza si aún
tenemos ganas de recuperar lo nuestro. Se hace, de esta forma necesaria, las
estrategias firmes, los discursos alentadores y las nuevas formas de redefinir
las relaciones del sujeto singular con el tipo de sociedad que nos gustaría
conformar. Tenemos, en este aspecto, una gran deuda con nosotros mismos y las
nuevas generaciones. Un nuevo pensamiento, sin sujeto, debe impregnar nuestro
ambiente. Un pensamiento del que debemos apropiarnos para adquirir el ímpetu
necesario en momentos cruciales como los que atravesamos.
No le pidamos a otro nos devuelva lo nuestro, vayamos todos
con coraje a recoger nuestras pertenencias con las herramientas posibles que
nos ha legado el mundo civilizado. Digamos un no rotundo a los depredadores y alcemos
nuestra voz, la que no debemos permitir nos sea despojada.
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