Últimamente se viene llamando a la tolerancia. Comienza a
destacarse un valor y a exigirse una comprensión con visos de perdón,
precisamente en tiempos en que hemos sido objeto de la mayor intolerancia de
nuestra historia reciente. No se ha permitido o al menos se ha perseguido, no
solo las acciones de protestas a un régimen agobiante, corrupto e ineficiente,
sino que las voces que se levantan en manifestación crítica de este gran
fracaso, son perseguidas, amenazadas y excluidas incluso si provienen de las
mismas filas del grupo opresor. Del lado de los insultados y maltratados
aparece un mandato cuasi religioso de “no te comportes como lo que criticas” sé
tolerante. En esta disyuntiva moral un poco insensata nos encontramos
divididos, porque una cosa es no salir a insultar y maltratar como lo han hecho
los “poderosos” y otra y mucho más compleja es que se nos reclame comprensión y
perdón. Hagamos un poco de reflexión al respecto para poder tomar una decisión
racional y ver después si la emoción podría acompañar la escogencia propia,
individual y libre. Si la tolerancia se ha puesto de moda, como sostiene
Alfredo Vallota, no necesariamente tenemos que seguir la moda y hacer colas en
las tiendas de valores morales.
Comencemos entonces por preguntarnos qué es la tolerancia.
¿Tolerar significa por ejemplo aceptar cualquier argumento sin ponerlo a prueba
en su racionalidad? Estaríamos de este modo rechazando el juicio y control
proveniente de la facultad de pensar. ¿Tolerar significa aceptar cualquier
conducta, acto o intención? Estaríamos, entonces, poniendo los valores, que
deben guiar al comportamiento humano, en un mismo cajón, revueltos y
estrujados. ¿Tolerar es una coartada con fines de arrimar al mingo al que se ha
comportado como adversario de mis valores esenciales? Estaríamos entonces
siendo manipuladores y pocos honestos en nuestra aparente aceptación, coartada
que termina siendo fracasada porque tarde o temprano el otro regresará a sus
posiciones contrarias a las nuestras. Ejemplos sobran en nuestra historia
reciente. Cada quien se sienta en su verdad y de allí es muy difícil un
movimiento una vez que los criterios están arraigados, una verdad basada en la
democracia, la libertad y la ley no se cambia por el autoritarismo, la
imposición y la arbitrariedad. Igual ocurre en el camino contrario, en este sentido
los signos de conducción suelen ser rígidos; no cambiamos de dirección porque
otro trate de comprarnos o seducirnos o al menos no deberíamos. Es cierto que a
las verdades no llegamos en solitario; es un debate que sostenemos a diario con
nuestros semejantes que ven las cosas de diversas maneras pero siempre dentro
de ciertos límites que nos sirven de bases para la comprensión y el intercambio
de ideas. Deberíamos al menos esperar que el otro comparta valores de bondad y
esté interesado en acercarse a la verdad. De esta forma podríamos entender a la
tolerancia como un talante de convivencia, aceptar al extranjero con sus
costumbres y hábitos pero para ello también tenemos condiciones, no es
aceptable, por ejemplo, costumbres muy apartadas de una tradición propia. No
veríamos con buenos ojos rituales de sacrificio humano que podrían ser
tolerados en otras latitudes, como tampoco imposiciones por cambiar nuestras
maneras de vivir, nuestros valores y nuestra historia. No es permisible llegar
y hacerse de un país imponiéndose como hicieron los colonizadores en épocas no
tan remotas. En este caso es razonable la defensa por conservar lo que nos hace
sentir como ciudadanos identificados. ¿Entonces podemos decir que la tolerancia
es relativa? ¿Qué es admisible ser tolerante con los otros a veces y otras
veces hay que ser intolerante?
Pareciera entonces que si vamos a considerar a la tolerancia
como un concepto moral habría que calificar a ésta misma como buena y como
mala, aceptable o no aceptable. Podríamos decir que la tolerancia es buena si
abre caminos a valores moralmente aceptables y no lo es sí con ello permitimos
que se instaure en nuestro ceno factores perturbadores de la convivencia
armoniosa y pacífica. Podríamos, entonces, entrar en una diatriba sobre que son
los valores moralmente buenos. En este punto no deberían haber medias tintas, o
se es demócrata, defensor de las libertades humanas y respetuosos de la ley o
no sé es. No es admisible que en un momento se esté en una orilla y el
siguiente se esté en la orilla contraria porque así me conviene. Ante este tipo
de comportamiento guabinoso y acomodaticio, la intolerancia es al menos
comprensible. Los parámetros en los que se nos pide ser tolerantes deben ser
enmarcados para poder considerar que, en ese caso específico, ser tolerante es
aceptar un valor moralmente bueno. El pluralismo en una sociedad es razonable y
podemos ser tolerantes con aquellos que difieren de nosotros en cómo llevar a
cabo el bien de los ciudadanos, pero no tenemos la obligación moral de ser
tolerantes con aquellos ciudadanos que afirman valores antidemocráticos.
Generalmente se le pide tolerancia al más débil en una
relación de poder, al que queda sometido por las fuerzas opresoras de aquel que
se hizo del poder y no profesa valores democráticos. Al tirano no se le exige
tolerancia, en primer lugar ¿quién se lo va exigir? Y en segundo lugar seria
como una contradicción lógica, si el tirano está sentado en su verdad y tiene
como único objetivo imponérsela a los demás, entonces ¿tolerancia a qué? Los otros no están en
posición digna de ser escuchados, vistos, respetados. Así es como la tolerancia
podría entenderse como un medio de sometimiento. “Ocupa tu lugar y aguanta” sé
tolerante. En este momento más que nunca podemos reconocer, porque lo vivimos
en carne propia, lo que significa las intenciones de sometimiento del que no
cree en la justicia y no posee como valor la libertad. Pero a pesar de la
tortura que estamos padeciendo, nuestras inclinaciones religiosas, mal
entendidas, nos llevan a pensar que es posible tolerar al verdugo. Basta un
pequeño gesto de cualquiera de los que se han mantenido cómplices del presente
atropello para que salgan en carrera personajes públicos valiosos en su rescate
inmediato, en un manifiesto mensaje de “aquí no ha pasado nada” y los que se
mantienen firmes en “si, aquí sí ha pasado algo y grave” son inmediatamente
calificados de intolerantes y radicales. Estamos perdidos, la brújula firme de
lo que se puede tolerar y de lo que no se puede tolerar, se ha perdido y las
voces moralistas del comportamiento y del pensar de los otros se erigen con
desparpajo en una clara manifestación de irrespeto. La pregunta entonces sería
¿Quién se está comportando como lo que critica, el que es intolerante ante la
imposición o el que juzga al que no tiene el perdón tan a flor de piel?
En la Modernidad y después de mucho andar, se ha conquistado
el privilegio por el individuo, el respeto, la libertad, la justicia ya son, en
nuestros días, valores irrenunciables. Una vez que ha sido conquistado ese
privilegio podemos tolerar el modo de pensar y actuar de los demás, aunque sea
diferente del propio, solamente en el caso y con la única condición de que el
otro reconozca y respete las libertades y los derechos fundamentales de las
personas. Cuando la manera de actuar y de pensar del otro se desliga de estos
valores fundamentales de la democracia, tenemos el deber moral de ser
intolerantes.
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