Estamos presenciando el desmoronamiento de un estado ominoso
en el que hemos permanecido durante mucho tiempo, demasiado tiempo. Los
acontecimientos que se precipitan, uno tras otro de forma acelerada, están
develando toda una oscuridad que estaba destinada a no salir a la luz. Hechos
que nos resultan familiares por lo patente que se imponen a la razón y a la
emoción de nuestra experiencia cotidiana, nos estallan en la cara con toda la
podredumbre y hedor de la bajeza humana. Ya no tiene cabida la duda, arribamos
a la certeza de haber sido rehenes de una de las violencias más despiadadas,
rastreras y oscuras que hayamos vivido en nuestra historia reciente. La
dominación utilizando las armas letales del terror por la muerte violenta, por
la denigración, la descalificación y el empobrecimiento de toda una población
forzada a permanecer en un desasosiego y desamparo criminal. Estamos cansados,
maltratados y asqueados; enfermos porque la vida se nos fue reduciendo a un
paisaje desolado de muerte y destrucción. Manos criminales se apoderaron de lo
nuestro y ahora comienzan a quedar al desnudo.
Ahora ha llegado el momento, como señala Richard J. Berstein,
“del compromiso ferviente y revitalizado en defensa de una genuina fe
democrática que reniegue de la apelación a absolutos dogmáticos y dicotomías
simplistas. Una fe democrática que promueva la libertad pública tangible en la
que florece el debate la persuasión y las razones reciprocas. Una fe
democrática que tenga el valor de vivir con la incertidumbre, la contingencia y
la ambigüedad.” Llegó el momento de unirnos y empoderarnos con la fuerza que da
una causa común: nuestra libertad, la cual no debió ser negociada por ningún
motivo y mucho menos por una ideología
que ya había demostrado su carácter ominoso. A la violencia le estamos
respondiendo con la unión indestructible de nuestra causa común y es la mejor
arma para vencer la dominación y el oprobio. Como bien puntualiza Berstein “el
poder, así, entendido, es la antítesis de la violencia.”
Es un momento delicado porque la premura y desesperación que
nos embarga puede ser mala consejera para actuar y pensar acertadamente la
estrategia; muchos son los enemigos hábiles y sin escrúpulos que merodean. Ahora
más que nunca debemos tener una claridad meridiana de estrategas y dejar, por
un tiempito, la emociones abarcadoras que nos brotan por la piel. Nuestra meta
es volver a conquistar los valores occidentales de libertad y dignidad que
tanto costó a la humanidad alcanzar, en los que fuimos formados y queremos
vivir. La decencia no se encuentra en los tratados de ética, se encuentra en
una forma de vivir que se expresa en cada uno de nuestros actos y los discursos
que nos arropan. Cómo nos expresamos, cómo nos dirigimos y tratamos a los
otros, el respeto y consideración que estamos obligados a tenernos los unos a
los otros y a nosotros mismos constituyen el arsenal indestructible para la
construcción de nuestro desbastado país. Para allá vamos, ese norte no puede y
no debe negociarse ni tomarse por atajo.
Ya tendremos tiempo para poder curar las graves heridas que
nos dejaron estos tiempos. Tardaremos años para poder pacificar nuestro ánimo, para poder resolver la herencia de rencores
que sin duda nos dejó tanto crimen impune, destructividad y humillación. La
meta no es olvidar, imposible, es resolver lentamente en cada uno de nosotros
este terrible malestar en aras de lograr una comunidad nuevamente alegre y con
ganas de vivir bien. No volveremos a ser los mismos, la tragedia nos golpeó;
pero quizás habremos alcanzado un grado mayor de madurez en cuanto a la
responsabilidad en los asuntos públicos. Quizás, porque nuestro futuro y
responsabilidad como ciudadanos estaría por demostrarse. Estos asuntos no son
de elaboraciones teóricas, el comportamiento humano es impredecible y muy
complejo. Solo queremos apostar porque la terrible lección haya sido incorporada
en cada uno de lo que tuvimos que pasar por este tramo siniestro de la historia
que no vamos a borrar; y tengamos el coraje y el buen tino de transmitir la
experiencia a las nuevas generaciones.
Lo ominoso, lo oscuro golpea al mundo civilizado en un intento
por volver a los tiempos irracionales, a los fanatismos y lo confesional como imposición
de los principios rectores de los estados. No presenciamos estos horrores en
pleno siglo XXI por azar; es producto de haber descuidado el papel rector de
los estados en la defensa y cuidado de los derechos humanos, para
circunscribir, principalmente, en lo económico el lazo de unión en un mundo
globalizado. La ambición monetaria, el espectáculo frívolo y gozón se apoderó
del alma de los humanos, descuidando la tragedia de los excluidos del festín.
La psicopatía se multiplicó y alimentó en un imaginario colectivo de dioses
sádicos en donde muy bien podemos incluir al dios dinero. Es así como ya no
tenemos claro que es bueno y que es malo, los límites morales se borronearon
del mundo simbólico y lo real con toda su fuerza y horror nos alcanzó. Es
tiempo, entonces de reflexión, de análisis, sindéresis, de medidas fuertes y
determinantes para volver a alcanzar el bienestar y defensa de lo que nunca debió
descuidarse en la cultura.
Es hora entonces que nos afirmemos en nuestro estar en el
mundo y que participemos sin titubeos y asistamos a nuestro deber ciudadano.
Con toda la determinación que expresó Luis Castro Leiva en el congreso el 23 de
Enero de 1988 “Estoy aquí porque tengo que estar aquí. Porque a partir de la
invitación que se me ha hecho es mi deber estar aquí y porque quiero decir lo
que pienso como ciudadano, porque no quiero que me roben la expresión de mi voz
ni la dignidad que la democracia venezolana recuperó para ella a través del
ejercicio responsable y racional de MI libertad y de la de todos”. No lo oímos
en su debido momento, dejamos que nos robaran lo más elemental; ya nos llegó la
hora de elaborar lo ominoso que brota de un inframundo como hongo. Porque eso
aterrador nos es familiar y también nos pertenece.
No hay comentarios:
Publicar un comentario