Estamos siendo invadidos por la vulgaridad y corremos el
grave peligro de comenzar a comportarnos como lo imponen las corrientes
pestilentes. Como adolescentes que aún no se han apropiado de su identidad
comenzamos actuar con la rebeldía propia de esa etapa de la vida; entregando
sin escatimar lo más preciado: la identidad y con ella la verdadera libertad.
No es fácil nadar contra corriente, terminamos agotados porque no hay cabida
para descuidos ni flaquezas en la voluntad, a riesgo de perder la vida. Sí, es
la vida que ponemos en juego cuando nos perdemos en esa corriente masificadora
del irrespeto, mirándonos en un espejo en el cual no se pueden identificar con
claridad las diferencias de imágenes, envilecimiento de seres idénticos, uniformados en el orden o
desorden social que se nos impone, envilecidos por ceder a comportarnos sin una
marca identitaria propia y de ese modo y sin pensar botar como desecho el
derecho de ser lo que hemos decidido ser. Como apunta Javier Marías, “suicidas
supervivientes”.
Si somos arrastrados a donde no queremos ir, a comportarnos
de una manera en la que dejemos de reconocernos, a abandonar la cultura propia,
la identidad y nuestras diferencias, estamos entregando nuestra dignidad y
definitivamente vejados por la imposición de un totalitarismo. Ese es el
verdadero triunfo del poder, no solo de los que lo ejercen desde el Estado,
sino de las masas al imponer una voluntad colectiva. Ya lo advertía Ortega y
Gasset la verdadera amenaza del futuro
que ya vislumbraba desde el siglo XIX. No pertenecemos por completo a un solo
grupo, somos producto de diferentes identificaciones y de lo que en un momento
determinado decidimos ser con la libertad de lo que determinó los intereses, el
placer, los gustos y las inclinaciones propias. La única limitación que debemos
contemplar, sin duda, es no perjudicar con nuestras acciones a la integridad
del otro. Estas son las únicas normativas que deben imponerse por parte de las
autoridades. Las únicas que debemos exigir a los órganos competentes y rechazar
como una intromisión inaceptable cualquier otra injerencia en nuestras
decisiones de vida. La libertad a la posición moral, estética y cultural
escogida no se negocia ni se traiciona por un plato de comida. No es la
imposición la que nos forma es la práctica de comportarnos como decidimos ser.
Mucho se habla de libertad hasta el punto que ya esta palabra
comienza a perder su contenido; creemos la mayoría de las veces que es
simplemente un hacer lo que viene en gana como realmente lo reclamaría un niño.
La libertad estriba en mi propia decisión de vida, cómo quiero ser, a qué me
voy a dedicar, cuáles son mis preferencias en la ociosidad, cuáles verdades
quiero conocer y sobre todo qué no estoy dispuesto aceptar. Todo ello se
alcanza con un arduo trabajo personal, no son inspiraciones, sueños,
intercambios de copias con los demás, infantiladas de retaliaciones. Ejercicio
propio de la inteligencia y contacto con nuestras emociones, acompañadas por
las responsabilidades y justos criterios de la vida adulta. Sin esta libertad no es posible la felicidad,
ni siquiera un bienestar mínimo. Es esta la libertad que nos obligan a entregar
al comenzar a comportarnos con la vulgaridad de la mayoría que hoy invaden
nuestros espacios públicos. Lo estamos viendo cada vez con mayor desparpajo en
nuestra vida ciudadana. Golpes por un producto, linchamientos, vejaciones a la
dignidad del otro con el baladí argumento de estar haciendo justicia; así
tenemos ante nuestras narices el espectáculo aterrador de estar perdiendo el
terreno más preciado en una sociedad, nuestros irrenunciables valores.
Signos irrefutables de esclavitud, obligados a actuar fuera
de los límites personales. Stuart Mill en su extraordinario ensayo sobre la
libertad resalta el gravísimo error de renunciar a la individualidad y permitir
que los grupos vulgares impongan sus formas sobre las personas cultivadas "….puede ejecutar y ejecuta sus propios
decretos; y si los dicta malos o a propósito de cosas en las que no debiera
mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que cualquier opresión
legal: en efecto, si esta tiranía no tiene a su servicio frenos tan fuertes
como otras, ofrece en cambio menos medios de poder escapar a su acción, pues
penetra mucho más a fondo en los detalles de la vida, llegando hasta encadenar
el alma". Ezra Heymann en un fabuloso ensayo sobre la identidad nos
conmina a llamar las cosas por su nombre “cabe pensar de este modo que los
canales de comunicación intersubjetiva, que es en algún grado también
intercultural (ya que no existen dos personas con idéntico fondo cultural), se
desarrollan a la par con los canales de comunicación intrapsíquica. La
elaboración de estos sistemas viales y el ejercicio de comunicación en ellos es
quizás lo que más propiamente puede reivindicar el nombre de cultura. Pero de
todos modos, lo inhumano de la cultura y de la lealtad única tiene que ser
llamado por su nombre. Hemos callado por demasiado tiempo”.
Lo peor que estamos percibiendo de esta etapa tan oscura de
nuestra historia, es como se ha ido permeando en nuestras mentes lo peor de nuestra
sociedad, como vamos dejando que lo inaceptable se ejerza con desfachatez, como
vemos con acostumbrada indiferencia actos que hasta hace nada eran ajenos a
nuestro entorno, como nos vamos uniformando en nuestros odios, como entregamos
el alma sin dolor sino con rabia. Dejamos de vivir, nos suicidamos encerrados
en un solipsismo perplejo, aunque sigamos dando patadas por un plato de comida.
Llamemos las cosas por su nombre estamos cediendo ante la verdadera tiranía
mientras nos distraemos peleando imaginariamente con nuestros arraigos.
Llamemos las cosas por su nombre esta es la verdadera
tiranía, ya no solo la que se ejerce desde afuera sino la permeabilidad en la
psique de los destructivo de nuestras individualidades. Cuando permitimos ser
confundidos con la vulgaridad y lo inhumano. Cuando no nos conducimos por
nuestras propias elecciones sino que nos dejamos arrastrar por lo que ahora se
acostumbra.