Foto de Federico Vegas |
Es propio de lo humano, y expresión de estar inmersos en
discursos, emitir mensajes a través de gestos, miradas, hábitos y ritos. Estas
expresiones muestran una manera de ser, no solo individual, sino colectiva. Por
esta vía se manifiesta el deseo inconsciente y nuestra inserción en una
tradición particular. Es la forma que tenemos de legar algo que no podemos trasmitir
en palabras porque comporta algo desconocido, un añadido, un plus, una
diferencia, una pincelada que revela la marca del autor, un misterio propio.
Ese algo que se revela en las formas particulares de estar alegre, de
manifestar el dolor; esa forma particular de amar, odiar, e incluso de morir.
Diferencias individuales y colectivas que sentimos como un vacío, un despojo
cuando nos distanciamos de ellas pero que reconocemos familiar y propias cuando
se vuelven a contactar, sin poder explicar de qué se trata. Expresiones como
“es algo mío con lo que no puedo hacer contacto si no estoy aquí”. Mitos,
historias, relatos, formas particulares de crear y de vivir.
El tiempo lo vamos revistiendo de diferentes significados y
de ritos que nos sumergen en emociones variadas. La Navidad, Carnavales, Semana
Santa. Los periodos de asueto, de vacaciones, de rupturas de las monotonías, de
cambios tan necesarios para el entusiasmo y para el contacto con nuestra única
y propia vitalidad. No podemos vivir en una monotonía mortecina sin ir
perdiendo los revestimientos simbólicos, el entusiasmo y terminar reducidos a
objetos sin anclajes y lazos sociales. Invade una angustia desbordada que nos
da la señal del peligro de ya no poder dialogar ni con nuestros muertos.
Perdemos lo esencial para poder ser
reconocidos como “humanos”, la pertenencia a un discurso compartido donde nos
reconocemos y reconocemos a los otros. “El aquí no pasa nada y todo sigue
igual” es el grito desesperado de haber perdido nuestras tradiciones, nuestros
símbolos y nuestros ritos. La sensación de transcurrir como “almas en pena”
arrastrando dolor y desarraigo. No sentimos nuestros rituales con los cuales
nos revestimos, nuestros adornos particulares, los perdimos o los mantenemos
pospuestos; solo invaden como intrusos los discursos ajenos, extraños y
sinsentido.
Estas pérdidas vitales, muy patentes en nuestro país, es
fenómeno más o menos generalizado en la vida contemporánea, producto de haber
cambiado las creencias. Ya no se hace lazos con las ideas, los antiguos dioses
fueron desterrados y otros nuevos erigidos. Nuestros cuerpos elevados a una
categoría venerable ayudados por la ciencia que los transforman y la tecnología
como medio para exhibirlos. Nos negamos
a los cambios que inexorablemente el paso del tiempo impone, queremos
permanecer adorándonos frente a un espejo. No son pocas las consecuencias. Los
jóvenes quedaron admirados como la perfección de la creación y desprovistos de
sus propios cambios. Un vacío de responsabilidades en su formación los hace muy
vulnerables a quedar fuera de toda línea civilizada. Abandonados a sí mismos, a
su sensación de ser eternos y a la violencia al ser incapaces de reconocer
autoridad alguna. No son ayudados en la difícil travesía que implica la
adolescencia, no se acompañan con los rituales que señalan los cambios y que
ayudan a la inscripción de nuevas etapas y nuevas responsabilidades. Los padres
ya no cumplen la función moldeadora porque ellos están embobados con los nuevos
dioses de los cuerpos. No se respeta a los mayores, más bien se les desprecia e
insulta. Los abuelos ya no tienen lugar y se les abandona.
Dado este descontrol que no nos conduce sino a la expresión
de la pulsión de muerte, a la maldad desbordada comienzan a surgir propuestas
para inventarnos nuevamente. Eric Laurent, psicoanalista lacaniano, propone la
urgencia de inventarnos nuevos rituales para ayudar a los niños a contener su
violencia; quizás nuevos modelos para lo cual tendríamos que sacudir a los
padres para que despierten de su sueño narcisista y quizás nuevas pasiones
colectivas que los inviten a tener algo común con los otros seres humanos. Enseñarlos
a insertarse en un mundo y descubrir la maravilla de vivir en armonía. De lo
contrario serán victimas fáciles de los delirios terroristas y del desprecio a
toda autoridad que los organice. Es lo que estamos viendo en el mundo, las
identificaciones, en ese mundo líquido de Bauman, son efímeras y arrojan al
vértigo de que nada es propio sino todo es cuestión de oportunidad, todo hay
que aprovecharlo de inmediato; las tragedias de los otros es la ocasión para
resaltar, enriquecer y trascender. El surgimiento de las tribus. Un mundo
descreído.
No se siguen consignas comunes; si se acompaña a los otros en
una manifestación común se hace desde un lugar de la ignorancia, no se sabe a
ciencia cierta qué se quiere y por qué se está allí, poco importa y cada vez
menos nos vemos impulsados de pertenecer a este tipo de manifestaciones. No
estamos identificados porque pertenecemos al mundo de la labilidad. Se
desconfía y nos cuidamos en exceso de ser utilizados. En realidad desaparecemos
como sujetos y en ese vacío solo obedecemos a los fantasmas. Eric Laurent
expresa este rasgo de la hipermodernidad de esta manera, “Cuando un sujeto puede decir “no sé por qué estoy allí
pero debo estar” se trata precisamente de este movimiento por el cual el que no
está identificado a ningún rasgo unario viene a testimoniar de su propia
desaparición para poner en escena cierta nadificación de los ideales y valores
establecidos y presentar un goce otro”.
El mundo reclama nuevos lazos sociales,
salir de la soledad, de los encierros propios. No solo requerimos volver a
nuestros ritos con los que nos reconocemos y cohesionamos sino, también,
recuperar la confianza en los otros y proporcionarnos seguridad asumiendo
nuestros propios riesgos. Un proyecto común que requiere la recuperación de
nuestro espacio. Identificaciones sólidas para no volver a dejar que nos
arrebaten lo nuestro; para no seguir, como adolescentes desorientados,
persiguiendo falsas creencias.
O será como dice
Leonardo Padrón “Ya no hay dinero para los ritos”
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