René Magritte |
Los filósofos en general afirman que Venezuela nunca ingresó
en la Modernidad y por lo tanto tampoco accederá a esos dibujos sociales, aun
incompletos, que se han denominado la postmodernidad, según afirma Alfredo
Vallota. Sin embargo algo de ese giro intelectual que se dio en el siglo XVII
nos guió en cómo entender al mundo y como entendernos a nosotros mismos de una
forma un tanto confusa, mezclada y fuertemente cargada de mitos
sentimentaloides, como en varias ocasiones se lamentaba Castro Leiva. La
Modernidad privilegia el valor del individuo como responsable y libre para
acordar con otros las normas que queremos nos rijan en sociedad. Pero también
demarca de forma clara los ámbitos en la que inexorablemente transcurre la
existencia de todo ser humano, lo público y lo privado. Dos escenarios en los
cuales somos demandados de forma distinta, en el ámbito privado se resguarda la
intimidad y en el público se debe resguardar lo externo, lo que nos es común
con grupos de seres humanos, allí se debe proteger los bienes públicos lo que
es una pertenencia común.
En lo público debemos llegar a acuerdos y pactar las formas;
en lo privado se privilegia el amor, los sentimientos, los afectos
fundamentales y las necesidades básicas de confort y placer. En lo público rige
la razón, en lo privado el gusto. De esta forma vamos de error en error cuando
entremezclamos y confundimos estos diferentes ámbitos lo cual ha sido con
frecuencia una de nuestras grandes dificultades. Tratamos lo público como si
estuviéramos discutiendo con la pareja en la cocina, y tratamos lo privado, lo
íntimo con absoluto irrespeto por la privacidad del otro y de nosotros mismos.
Ante determinaciones políticas brincamos con un “no me gusta” sin dar razones y
nos enamoramos del líder ocasional por sentirlo como el “redentor”. Posturas
serviles del ser indefenso y entregado al mito del héroe incrustado en el
inconsciente colectivo. El Simon Bolívar santificado y redivivo, el que
despierta sin pudor el que quiere arengar a las masas para la satisfacción de
sus impulsos íntimos. Ese avaro de poder que quiere y necesita a las
poblaciones postradas, tragadas e impedidas de su intimidad en ser. Del
resguardo de lo más sagrado de su humanidad.
Si no prestamos atención a nuestro mundo privado, a esa voz
íntima que nos conecta con lo necesario de la ilusión, de los proyectos de vida
personales, somos presa fácil para dejarnos sobornar por las comodidades de
aceptar lo que está hecho o mejor dicho, deshecho. Otra postura muy distinta es
atender a la obligación histórica que toca encarar con firmeza para tener un
mínimo de país vivible. Muy incómoda y trágica realidad que ha enrarecido la
intimidad, que ha entristecido nuestros hogares. Pero al pronunciarnos en la
vida pública debemos tragar grueso y saber que actuamos en el terreno de los
acuerdos. No todo nos va a convencer y a “gustar” por supuesto, de eso se
trata. Pero seguro que será mejor que el infierno en el que vivimos. No tenemos
vida ni pública ni privada, la vida está reducida a las necesidades básicas
y un “sálvese quien pueda”.
Nuestra intimidad fue invadida por un Otro opaco que es la
más atroz de las invasiones, la usurpación de la esencia del ser humano
destruida. Contra ese terrible despojo es que tenemos que rebelarnos. El juego
es macabro, un Estado oscuro que exige a los sujetos transparencia; cada vez
sabemos menos del poder y el poder sabe cada vez más de nosotros. Queremos que
todos nuestros movimientos se hagan públicos, mientras el otro se mueve en la
oscuridad para acertar en sus zarpazos. Hay una amenaza al secreto de la
estrategia por una sospecha siempre viva de traiciones. La emocionalidad, el
sentimentalismo, las pasiones enrareciendo la racionalidad. Lacan acuñó una
expresión para denominar este síntoma que se hace evidente en nuestro mundo
actual, “La extimidad” aquello que está más cerca del interior pero sin dejar
de encontrarse en el exterior. Nuestros miedos más ancestrales, avivados por un
Estado vigilante y represor, rigiendo nuestra vida pública de acuerdos para
rescatar al país.
La sociedad de control de la que habla Deleuze, todos
culpables de algún delito en potencia. Aquí nadie se ha salvado, aquel que
defiende una solución que a mi “no me gusta” es en seguida culpado de estar
vendido a algún grupo con fines oscuros. Algunos si son culpables de lucrarse
en este desorden social y otros son
señalados injustamente. Algunos se enriquecen con el dolor ajeno y otros cargan
con su dolor que nos es ajeno. Una mirada acusadora que permeó y envileció la
vida al haber penetrado en la intimidad. Se abrió un boquete en el resguardo
por donde se cuela la intimidad para ser exhibida de forma obscena.
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