Fan Ho |
Cuando Fernando Mires afirma que este es un país sin ley y
sin Dios se está refiriendo a un núcleo central de nuestra terrible
problemática. Lo más obvio es entender que se trata de un país en el que se
vulneran descaradamente los DDHH, un país en el cual no se respeta la vida de
los ciudadanos. Donde nuestros derechos elementales son diariamente vulnerados
y se nos miente con descaro y cinismo. Pero también se está refiriendo a algo más
profundo no tan fácil de percibir e interpretar. Al perder el ancla que procura
la ley la sociedad queda disuelta. No hay códigos comunes, se interrumpe la
comunicación, se rompe el vínculo que posibilita la interpretación del mensaje
y quedamos a la deriva hablando de forma inconexa sin posibilidades de
entendernos.
No hay canales que nos haga posible una conexión entre
nosotros, el mismo efecto que se produce cuando cada quien inventa su propio
lenguaje. ¿De qué habla? uno se pregunta. Es que no entiendo una sola palabra.
¿Es en serio que en este momento me llamen a tener fe y esperanza? Bueno, si
esas palabras están rodeadas de un contexto eclesiástico, el receptor del
mensaje entiende que en Dios confiamos para que nos libre de este atolladero.
Pero si suponemos que estamos en un contexto donde religión y política se deben
desligar y ese mensaje lo emite un dirigente político en momentos tan
angustiantes, lo primero que produce es desconcierto, ¿De qué está hablando? Y
como estamos sujetos a la interpretación comienza el dibujo libre y las
discusiones estériles sobre quien tiene la verdad de la verdad. Digamos la
Torre de Babel. Es que en realidad pareciera que no se está diciendo nada, nada
que pueda ser interpretado. Dios se nos perdió en palabras vacías, en
desconcierto generalizado. En pérdida de rumbo y desorganización psíquica. Cada
quien en su delirio.
Si bien las sociedades postmodernas han puesto en cuestión
toda jerarquía y progresivamente se han venido disolviendo los roles
tradicionales de las autoridades, no se han visto, todavía, cuáles serán las
nuevas anclas que organicen y apuntalen la ley. El resultado es un derrumbe de
las creencias fundamentales en cuanto al rumbo de las sociedades y un deseo que
no posee significación colectiva. ¿Qué
queremos? Tampoco se sabe y se comienza a echarle mano a las ideologías más
perversa, el nazismo, El comunismo, el militarismo, el populismo. A falta de un
símbolo paterno que introduzca al sujeto en la ley se recurre al padre tirano
que anule toda posibilidad de desear libremente, es decir, que impida la vida
del sujeto del lenguaje. Europa amenazada por los neonazis y América por un
populismo ramplón de muy poco vuelo. Autoridades perversas que disponen de la
vida de los ciudadanos.
Sin ley y sin Dios, en otras palabras, está solo la locura.
Lo que excluimos, diría Lacan “lo que forcluimos” nos regresa de afuera en
forma de delirio. Vemos personajes que no existen, oímos voces que hacen ruido
pero no entendemos el mensaje que pretenden comunicar; nos hacemos relatos que
no corresponden con la realidad y en una suerte de desacato furioso nos creemos
estar sentados en una parcela de verdad. Verdad que vociferamos y no se oye, no
hay interés en escuchar sino en emitir ruidos sin cesar. A esa ancla
fundamental en la psique humana Lacan la denomina “El Nombre del Padre” y
afirma que sin este significante, ni la formación de los efectos de significado
ni la economía del deseo, quedan plenamente regulados. Por no reconocer el
símbolo de autoridad que representa la Democracia comenzamos un peregrinaje sin
rumbo por los bosques del terror. No escuchamos, ni respetamos la autoridad que
emana de las leyes y la justicia.
Las instituciones en Democracia son autoridades más allá de
los hombres que en un momento dado las representen. A los hombres le podemos
perdonar sus equívocos y sus debilidades pero es imperdonable la maldad y sobre
todo cuando ésta se ejerce con placer. La carcajada diabólica que opaca las
voces de la sensatez y la cordura. La vida psíquica no es solipsista necesita
de un “tu” que le confiera referencia, es allí donde las sociedades se tornan
esenciales. Sin sociedad el sujeto queda sin símbolos, sin códigos y con deseos
primitivos que son los que animan a las turbas. Así que hacemos un acto de fe
en la sociedad aunque se nos vuelva dudoso. Una apuesta por poder entender y
compartir un mismo lenguaje. Hacemos apuestas por la comprensión entre los
civilizados. No todos los humanos son civilizados ya lo sabemos porque nos
salpicaron de sangre. Estamos gravemente heridos y hemos aprendido “los
elementos que son radicalmente no significantes, que no se tratan con buenas
palabras” indica Miller.
Lo simbólico es esencial a la civilización y es allí donde
habita la autoridad que todos deberíamos tener si somos sujetos a un orden. Hay
jerarquías en una sociedad que representan seres que deben estar a la altura
del lugar. No se debería actuar de cualquier manera cuando se está ocupando una
representación institucional democrática en momentos tan delicados. Eso no es
ser demócrata, eso es irrespetar el lugar. Estando la Democracia abolida,
cuando la lucha es por recuperarla, no se deben cometer infracciones tan
pueriles. No es lo principal en una situación de supervivencia pero si es parte
importante de nuestras dificultades. Es un irrespeto a la autoridad simbólica que
debe acatar una sociedad civilizada. Lo
demás es salvajismo, juego, puerilidad.
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