Paul Klee |
Por fin consigo pasaje en Santa Bárbara, no es ni de lejos de
mi confianza, pero en estas circunstancias no se trata de escoger sino de
aceptar lo que te den. Salgo vía al aeropuerto con la intranquilidad que
siempre se tiene antes de viajar y sobre todo cuando la salida es por
Maiquetía. Piensas en la inseguridad de la vía, piensas en la inseguridad y
hostilidad del aeropuerto, por más que pienses y adelantes acontecimientos
estos siempre quedarán pálidos ante lo que realmente te va a suceder. Lo que
les voy a contar es realidad aunque pareciera producto de una imaginación proclive
al desastre y a la exageración. Es que nuestra realidad superó a la ficción hace
mucho tiempo, por eso hay que contarla, para que no se pierda la noción de lo
que es vivir en el desastre, para que nuevas generaciones la conozcan aunque no
lo puedan creer.
Al llegar al aeropuerto todo fluyó con normalidad, entregué
maletas y me dieron mi tarjeta de embarque. De repente el personal se retiró de
los mostradores para nunca más regresar y al rato se escuchó una voz que anunció
que el vuelo que me debía llevar a Tenerife estaba suspendido hasta nuevo
aviso. Ninguna información adicional, ninguna persona que pudiera calmar la
angustia y contestar las preguntas de los pasajeros. Nada, solo una voz por un
altoparlante que anunciaba que regresáramos a las respectivas casas y nos
comunicáramos al día siguiente con la aerolínea. La certeza que tenemos de que
nadie es responsable, de que nadie está para dar la cara, de que a nadie le
importa los apuros de los otros, en fin el abandono. Un remolino se formó, la
gente indignada protestaba y se preguntaban entre sí qué hacer, todos
desconcertados y tratando de resolver como iban a solucionar tremendo
contratiempo. Unos decidieron quedarse a dormir en hoteles cercanos, otros más
jóvenes con sus morrales a cuesta dijeron que dormirían en el piso del
aeropuerto. Todos furiosos pero abandonados a su suerte. Yo regresé a mi casa
en Caracas.
Pasé una noche muy intranquila y al día siguiente nadie
atendía el teléfono de la aerolínea, resultado estaba sola y sin información.
Al mediodía, ya a punto de sufrir un colapso nervioso me dirigí nuevamente al
aeropuerto, únicamente para asegurar que el vuelo no despegara sin mí y después
nadie respondiera por mi pasaje y mis maletas, de que son capaces, lo son. Es
el mundo de la no responsabilidad. Al llegar me dirijo al mostrador de Santa Bárbara
y me consigo algunas caras conocidas del día anterior y una empleada de la
línea informando que aún no se sabía cuándo saldría el vuelo y ofreciendo esta
vez hospedaje con varias alternativas. Escojo irme para el Meliá Caracas a
donde ellos me trasladarían. Me monto en su camionetica cuando veo una
avalancha de ecuatorianos, rascados y muy pero muy gritones y ordinarios que se
dirigían a Madrid en mi mismo vuelo. No dejaron de gritar y escupir en el suelo
hasta que llegamos al Hotel. Apenas se medio paró la camioneta brinqué de
primera ya asfixiada con los alientos. Una habitación muy confortable que en
realidad no disfruté.
Descansé un momento pero al ver que no podía conciliar el
sueño bajé a dar un recorrido por el hotel. No me gustó, ese tipo de ambiente
que sacrifica la elegancia por la ostentación. Demasiado despliegue de un lujo
artificial que hacía contraste vergonzoso con el entorno. No sé cómo serán sus
condiciones en este momento. Ya cercana la noche me acerqué a cenar, no había
comido nada desde el desayuno y el hambre me lo recordó. Para los pasajeros de
Santa Bárbara nos ofrecían un ligero brunch
de comida fría, un self service en una terracita acogedora. Al llegar me
dijeron que me tenía que sentar en una mesa con los ecuatorianos que seguían
gritando y bebiendo encaletado. Me negué y después de cierto forcejeo me
permitieron sentarme sola en una pequeña mesa que escogí en el otro extremo.
Algo comí, en realidad no era apetitosa la oferta y me quedé leyendo un rato. Entonces
un tipo que estaba en la mesa de al lado comenzó a fastidiarme buscando
conversación, no se veía tampoco apetitoso.
Más bien desagradable, no tenía buen aspecto. Lo saludé por
cortesía y seguí leyendo hasta que se puso algo violento al ver que no le hacía
caso. Me paré asustada y le dije al mesonero que me dirigía a mi habitación,
que se fijara que el tipo no me siguiera y si no llamara a seguridad. No volteé
para atrás pues he aprendido que no se puede mostrar miedo. Me encerré en el
cuarto pendiente de cualquier ruido extraño. Resultado, otra noche de insomnio
que remedié en la mañana con un buen baño. Después de comer algo de desayuno,
esta vez con los ecuatorianos enratonados y silenciosos, me senté en el lobby
con una hermana que fue a acompañarme y me tomé un whisky. Al medio día nos
avisaron que abordáramos el autobús que nos llevaría a Maiquetía. Allí nos advirtieron que el avión no
aterrizaría en Tenerife, se dirigiría directo a Madrid. Ya no quise saber más
nada, no hice preguntas recosté la cabeza y cerré los ojos. No podía a esas
alturas sino entregarme a lo que viniera, estaba muy cansada.
Recordé a un tío que me aconsejaba que cuando tuviera
demasiados inconvenientes en lograr algo, desistiera porque eran avisos. No
podía desistir, la cita era con el nacimiento de mi primer nieto, Sebastián,
que ayer cumplió once años. Vive en Suiza, habla francés y suspira por Caracas
mientras yo suspiro por él. Allí estuve cuando el mundo escuchó su primer
berrinche y recordé tanto a mis padres que llegaban de primeros, cómodamente en
su carro, cuando nacieron mis hijos. Cómo nos cambió la vida!!!
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