Es tan duro lo que nos pasa que a veces es preferible no
decírselo con claridad. Duele en lo más profundo admitir que nos equivocamos y
que confiamos en seres que no lo merecían. En la vida muchas veces se nos
revierten las percepciones y el pensamiento brinca, se hace pedazos y nos
obliga a replantear todo desde el principio. Caemos realmente en un vacío que
hay que volver a llenar con tímidas cavilaciones, tanteando, buscando en lo más
profundo, tratando nuevamente de encontrar sentido. Ese sentido de la existencia
tan escurridizo, tan precario, tan difícil de mantener. Ese sentido que a las
primeras de cambio se evapora, lo pulveriza la realidad. Es todo tan
incongruente en nuestro entorno, tan imprevisto, tan áspero, tan hiriente al
sentido común que solo un grito lo expresa con claridad. Grito desde lo más
desgarrado de mi ser, grito por no encontrar asideros ni explicaciones, grito
por lo banal de los discurso, grito por haber caído en un abismo al que nos
vienen empujando por largos veinte años. No quiero hablar desde la rabia sino
desde el dolor.
La memoria de nuestra historia son marcas corporales, las
heridas sangran y no son precisamente esas vendas mal puestas las que van a
detener las hemorragias. Ya no bastan las palabras; las acciones honorables,
dignas, contundentes no aparecen, se escondieron en las componendas y en las
ignominias del poder. La lucha ahora es en solitario, la lucha para no sucumbir
en la impotencia, para seguir viviendo en la precariedad y ver si podemos
reinventar lo que irresponsablemente echaron por la borda los náufragos de la
democracia, en sus antiguos juegos de poder. No es justo que en este sinsentido
se le quiera achacar a la ciudadanía otro fracaso más. Una vez más hicimos lo
indecible y no se nos respetó, una vez más quedamos burlados. Un hombre solo
lucha con pruebas en mano un triunfo que no se reconoce y se le arrebata. Una
vez más se incumplen las garantías ofrecidas, una vez más se nos mata
impunemente, ya no con balas en las calles, sino con ausencia de entereza y
gallardía. Una vez más caen velos de inocencias.
Es un quiebre de los parámetros identificatorios, ya no nos
parecemos y nos negamos a que nos deshumanicen, que nos reduzcan al hambre y se
nos siga maltratando con esta violencia donde se buscan culpables en el más
sufriente. Fuimos a votar en condiciones vejatorias, se nos atropelló con todas
las artimañas imaginables y sorprendentes. No se alzó la voz, no se protestó. Se montó la
ciudadanía en jeeps para ser transportados a barrios desconocidos y a los que
se les teme. No es juego, vivimos con miedo, no nos conocemos. Contra todos los
obstáculos la ciudadanía respondió en un porcentaje bastante aceptable. Y
todavía el culpable es el que estando en su derecho decidió no votar. Basta ya,
no hay culpables, lo que hay es una oposición inerme, que aún no ha entendido
la gravedad de adversar a delincuentes.
La realidad habló, y fueron gritos de impotencia lo que se
oyó. Duro, pero más desgarrador es no admitirlo. Se sabía que estas no eran
unas elecciones normales y el no estar preparados para demostrar la
delincuencia electoral es realmente patético. Los cambios de timón de una
dirigencia perdida se hicieron más que evidentes. No se puede seguir
justificando lo que el más mínimo sentido común no puede digerir. Un sinsentido
imperdonable de discursos tardíos, vacilantes, temerosos que ofenden aún más.
Un solo hombre, estuvo a la altura, Andrés Velásquez, y se lo dejó solo. Solos estamos todos de aquí hasta que podamos
reorganizarnos como grupo cohesionado, solo con los parámetros internos no
negociables, esos principios sobre los cuales no se puede ejercer poder. Solos
y con esos valores internos nos tenemos que sostener a pesar de la orfandad en que
nos deja una oposición incoherente. Estaremos más vulnerable ante el ataque
externos de los malhechores.
El absurdo se hizo presente, como señaló alguna vez Camus,
ese absurdo que expresa una desarmonía fundamental, una trágica
incompatibilidad. No es la ausencia de paradojas, incongruencias y confusión
intelectual como está plagado el mundo, es algo más, es el quiebre del sentido.
Se impuso el silencio simbólico y apareció el rugido del absurdo. ¿Quién en su
sano juicio puede entender al mapa de Venezuela nuevamente teñido de rojo?
¿Quién con un mínimo de sensibilidad puede creer que la mayoría fuimos a las
urnas electorales a depositar nuestra confianza en el torturador? Ya no
juguemos al “buenismo”, a lo excesivamente comprensivo. Los políticos tienen su
responsabilidad y deben sentirla con toda su carga cuando no están a la altura
de las circunstancia. Y sencillamente no estuvieron. Solo un hombre es digno de
respeto.
Es inmanente al hombre la exigencia de claridad y hasta ahora
reina solo una incongruencia pasmosa entre el discurso ya gastado, mediocre y
la acción temerosa, balbuciente, espasmódica de esta irresponsable oposición.
Así que nos toca rearmarnos y continuar con los escombros a cuesta, rendirnos
sería un suicidio colectivo. El camino se nos hizo más largo e incierto pero
hay que inventarlo. Será nuestra próxima y ardua tarea. Fracasamos al no
entender que esta es una dictadura de delincuentes dispuestos a todo porque
huyen de la justicia y quizás, también, por razones aún más difíciles de
admitir. Veremos
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