24 de noviembre de 2015

Un Lugar de Miradas (Cuento)


foto de Doreen Drujan 
Había probado todas las formas para ocupar un lugar en una ciudad tremendamente competitiva. No era una mujer especialmente atractiva y no era muy dada a los despliegues sexis de la seducción. No lo había aprendido y cuando, por algunos momentos lo probé, me sentí como un verdadero disfraz. No sabía moverme y mi cara solo reflejaba una mirada muy inocente, diría casi infantil, para sumergirme en un juego en el que se desempeñaban verdaderos expertos y ante los cuales, supe de inmediato, no tenía vida. Haciendo ese contacto conmigo misma enseguida me propuse encontrar una forma, mi forma, de dejar atrás el anonimato en el que me había convertido. Seré mi único y original disfraz y solo lo encontraré si logro contactar con lo más cotidiano que me ha pasado desapercibido hasta ahora -me dije.


De allí en adelante estuve más atenta que nunca a cada detalle de mi diario vivir. En realidad mi vida no era muy atractiva, vista así a la ligera y por encima. Trabajé por muchos años en una modesta cafetería cercana a Central Park, un trabajo rutinario que se reducía a complacer a los clientes en sus pedidos y a recoger de las mesas unas pocas monedas que de malas ganas dejaban tiradas, así, como al descuido. Debo admitirlo, no me fijaba mucho en las caras ni en las vestimentas de los clientes, vivía como que no los veía, de la misma manera que ellos tampoco me veían. No había caído en cuenta de ello, hasta que me tracé el plan de montarme en un escenario, así fuera el de una calle cualquiera. Fue entonces que comencé a considerar al público de galería. Mi vida cambió rotundamente porque mi imaginación emprendió un vuelo y comencé a soñar con múltiples telones que se abrían. Mi verdadero teatro, mi único guion, comenzaba a delinear sus primeras letras y solo eso me despertó a una pasión que me era totalmente desconocida. La pasión de ser protagonista y probablemente de un monólogo que solo está reservado para grandes actores. Así que vamos, ¡que se levante el telón!.

Les juro que caminaba por las calles de New York como si fuera la primera vez que las recorría, ya no me fijaba solo en los horarios y en la prisa que siempre me envolvía. Dejé de estar enfrascada en mi Smartphone y de sortear la avalancha de gente que corría de un lado para otro como hormigas perdidas. Me detenía cerca de un poste o en una esquina a observar, solo a mirar y hacerme cuentos de cada uno de los personajes estrafalarios que caminaban apurados y nadie los veía. En realidad New York es un teatro pero de personajes solitarios. Vi personas que iban detenidas y esposadas que sonreían y saludaban. Vi personas hablando solas y gesticulando como si estuvieran ante una gran audiencia. Vi personas tatuadas de pies a cabeza con cartelones guindando “se alquila para una orgia” o “en venta al mejor postor”. Todos serios y apurados cumpliendo su misión. Nadie intervenía, nadie se asombraba, parecía que la consigna era “vive tu vida y deja vivir” llevada a su máxima y terrorífica expresión. ¿En una ciudad así qué disfraz podría arrancar una mirada, una fotografía?

Esta complicada ciudad si se parece a algo es a una gran estación de tren, todos parecieran estar de paso y apurados. La gente solo parece detenerse brevemente para tomar una bebida o comer algo de prisa y continuar hacia un destino que pareciera se les escapa. He vivido siempre aquí y todo este ajetreo me parecía natural, pero ahora que observaba con detenimiento las preguntas me agolpaban también vertiginosamente. En realidad ¿A dónde van? ¿Qué oficio desempeñan cada uno de estos seres? ¿Qué les interesa realmente? ¿Cómo viven y que los divierte? Desde que “limpiaron” New York la única irreverencia permitida es la vestimenta. Cada quien tiene un estilo muy particular y por más estrafalario que éste sea no desentona, no se es objeto de miradas, sean éstas de rechazo o de admiración. Solo en sitios muy puntuales se podría apreciar una verdadera y exquisita elegancia, pero lo común es contemplar personajes salidos de un teatro del absurdo. Sí, me dije, este es uno de los encantos de mi ciudad, no estamos uniformados y no se espera sino un comportamiento ajeno de unos hacia otros. No hay peligros que acechen, hasta los locos respetan. Raro fenómeno cultural logrado en New York.

De repente observé dos escenas que se salían de esta línea conductual y rompían por completo el guión. Al acercarse un perro, la gente comenzaba a voltear y tímidamente a realizar gestos de amabilidad y cariño. Los animales, especialmente los perros constituían seres de acercamiento, se les veía, a los atareados neoyorquinos, alegrar sus miradas ante la presencia de bellos ejemplares exquisitamente cuidados y mimados por sus dueños. Rasgos de ternura asomaban en los semblantes de casi todos los transeúntes y se permitían la licencia de hacer guiños y gestos de aprobación entre ellos. Pero por breves momentos. En cambio, los canes, se sabían reyes y desplegaban todo un repertorio de movimientos principescos, dueños privilegiados de una existencia protegida. La otra escena que me conmovió hasta hacerme llorar en esta ciudad  uniformada sin uniforme, fue un niño. Vi a un niño correr hacia otro con una cara de alegría como si hubiera descubierto un tesoro, sus bracitos abiertos con la intención de abrazar al otro de su misma escala y de repente ser frustrado abruptamente porque los padres no permitieron el encuentro entre ellos pero se miraron entre sí. Algo temían.

De esa manera pude contarme que los niños y los animales en New York rompen rutinas, aunque sean frustrados y aunque señoreen como reyes, son ellos los que miran o provocan miradas de los seres entre sí. Si quiero inventar un lugar de miradas este debe poseer la frescura, espontaneidad y sencillez de un perro o de un niño. Es así que me vestí como una niña, me senté en una calle cercana a  la cafetería donde trabajaba y comencé a elaborar animalitos de fieltro, mi propia artesanía pública y mi original propuesta de un lugar de miradas.

17 de noviembre de 2015

Brota lo ominoso



Estamos presenciando el desmoronamiento de un estado ominoso en el que hemos permanecido durante mucho tiempo, demasiado tiempo. Los acontecimientos que se precipitan, uno tras otro de forma acelerada, están develando toda una oscuridad que estaba destinada a no salir a la luz. Hechos que nos resultan familiares por lo patente que se imponen a la razón y a la emoción de nuestra experiencia cotidiana, nos estallan en la cara con toda la podredumbre y hedor de la bajeza humana. Ya no tiene cabida la duda, arribamos a la certeza de haber sido rehenes de una de las violencias más despiadadas, rastreras y oscuras que hayamos vivido en nuestra historia reciente. La dominación utilizando las armas letales del terror por la muerte violenta, por la denigración, la descalificación y el empobrecimiento de toda una población forzada a permanecer en un desasosiego y desamparo criminal. Estamos cansados, maltratados y asqueados; enfermos porque la vida se nos fue reduciendo a un paisaje desolado de muerte y destrucción. Manos criminales se apoderaron de lo nuestro y ahora comienzan a quedar al desnudo.


Ahora ha llegado el momento, como señala Richard J. Berstein, “del compromiso ferviente y revitalizado en defensa de una genuina fe democrática que reniegue de la apelación a absolutos dogmáticos y dicotomías simplistas. Una fe democrática que promueva la libertad pública tangible en la que florece el debate la persuasión y las razones reciprocas. Una fe democrática que tenga el valor de vivir con la incertidumbre, la contingencia y la ambigüedad.” Llegó el momento de unirnos y empoderarnos con la fuerza que da una causa común: nuestra libertad, la cual no debió ser negociada por ningún motivo y mucho menos por  una ideología que ya había demostrado su carácter ominoso. A la violencia le estamos respondiendo con la unión indestructible de nuestra causa común y es la mejor arma para vencer la dominación y el oprobio. Como bien puntualiza Berstein “el poder, así, entendido, es la antítesis de la violencia.”

Es un momento delicado porque la premura y desesperación que nos embarga puede ser mala consejera para actuar y pensar acertadamente la estrategia; muchos son los enemigos hábiles y sin escrúpulos que merodean. Ahora más que nunca debemos tener una claridad meridiana de estrategas y dejar, por un tiempito, la emociones abarcadoras que nos brotan por la piel. Nuestra meta es volver a conquistar los valores occidentales de libertad y dignidad que tanto costó a la humanidad alcanzar, en los que fuimos formados y queremos vivir. La decencia no se encuentra en los tratados de ética, se encuentra en una forma de vivir que se expresa en cada uno de nuestros actos y los discursos que nos arropan. Cómo nos expresamos, cómo nos dirigimos y tratamos a los otros, el respeto y consideración que estamos obligados a tenernos los unos a los otros y a nosotros mismos constituyen el arsenal indestructible para la construcción de nuestro desbastado país. Para allá vamos, ese norte no puede y no debe  negociarse ni tomarse por atajo.

Ya tendremos tiempo para poder curar las graves heridas que nos dejaron estos tiempos. Tardaremos años para poder pacificar nuestro ánimo,  para poder resolver la herencia de rencores que sin duda nos dejó tanto crimen impune, destructividad y humillación. La meta no es olvidar, imposible, es resolver lentamente en cada uno de nosotros este terrible malestar en aras de lograr una comunidad nuevamente alegre y con ganas de vivir bien. No volveremos a ser los mismos, la tragedia nos golpeó; pero quizás habremos alcanzado un grado mayor de madurez en cuanto a la responsabilidad en los asuntos públicos. Quizás, porque nuestro futuro y responsabilidad como ciudadanos estaría por demostrarse. Estos asuntos no son de elaboraciones teóricas, el comportamiento humano es impredecible y muy complejo. Solo queremos apostar porque la terrible lección haya sido incorporada en cada uno de lo que tuvimos que pasar por este tramo siniestro de la historia que no vamos a borrar; y tengamos el coraje y el buen tino de transmitir la experiencia a las nuevas generaciones. 

Lo ominoso, lo oscuro golpea al mundo civilizado en un intento por volver a los tiempos irracionales, a los fanatismos y lo confesional como imposición de los principios rectores de los estados. No presenciamos estos horrores en pleno siglo XXI por azar; es producto de haber descuidado el papel rector de los estados en la defensa y cuidado de los derechos humanos, para circunscribir, principalmente, en lo económico el lazo de unión en un mundo globalizado. La ambición monetaria, el espectáculo frívolo y gozón se apoderó del alma de los humanos, descuidando la tragedia de los excluidos del festín. La psicopatía se multiplicó y alimentó en un imaginario colectivo de dioses sádicos en donde muy bien podemos incluir al dios dinero. Es así como ya no tenemos claro que es bueno y que es malo, los límites morales se borronearon del mundo simbólico y lo real con toda su fuerza y horror nos alcanzó. Es tiempo, entonces de reflexión, de análisis, sindéresis, de medidas fuertes y determinantes para volver a alcanzar el bienestar y defensa de lo que nunca debió descuidarse en la cultura.


Es hora entonces que nos afirmemos en nuestro estar en el mundo y que participemos sin titubeos y asistamos a nuestro deber ciudadano. Con toda la determinación que expresó Luis Castro Leiva en el congreso el 23 de Enero de 1988 “Estoy aquí porque tengo que estar aquí. Porque a partir de la invitación que se me ha hecho es mi deber estar aquí y porque quiero decir lo que pienso como ciudadano, porque no quiero que me roben la expresión de mi voz ni la dignidad que la democracia venezolana recuperó para ella a través del ejercicio responsable y racional de MI libertad y de la de todos”. No lo oímos en su debido momento, dejamos que nos robaran lo más elemental; ya nos llegó la hora de elaborar lo ominoso que brota de un inframundo como hongo. Porque eso aterrador nos es familiar y también nos pertenece.

10 de noviembre de 2015

Un llamado a la esperanza



En tiempos difíciles como el que vivimos hay fundamentalmente dos caminos para el individuo, dejarse arrebatar la vida por el miedo y el sinsentido o echarle mano a las herramientas internas de la acción y la esperanza. Con total seguridad podríamos afirmar que estamos más conscientes del miedo, la desprotección y la desesperación que padecemos que de ese extraño llamado a la esperanza. En tiempos revueltos parecería casi como un discurso que apela al comodín de una fe lejana, o no tan lejana, en un credo que nos invita a confiar en un padre protector o una madre protectora, que pase lo que pase no nos abandonará. Muy bien para el que tenga este tipo de ilusión, pero para el que no la tiene también es bueno recordarle que todo lo que suceda en su vida y sus elecciones va a depender en gran medida de sus actitudes y  sobre ellas queremos reflexionar. Jacqueline Goldberg hizo una pregunta referente a  la oferta de muchos cursos para afrontar la vida en el extranjero, pero no nos ofrecen cursos de cómo afrontar y sobrevivir en nuestro país para aquellos que no quieren irse. Pregunta, por supuesto, que tiene su picardía y que apuntala nuestra seria dificultad, no queremos irnos, queremos recuperar al país, pero mientras ello sucede tenemos que resistir con esperanzas.


La esperanza se acerca más a una actitud que a un valor, supone una manera de entender la vida y pararse frente a las vicisitudes; de por sí acarrea  en su significado la certeza de nuestra condición de indefensión  y transitoriedad porque si no ¿de qué esperanzas estamos hablando? La idea de que el paso siguiente será más firme y apuntará en una mejor dirección, dado que fundamentalmente confiamos en las herramientas propias del ser humano: la cultura, la inteligencia y las emociones que impulsan a las tareas cotidianas y transformadoras. Es un estado de ánimo y una fortaleza sin la cual la vida se transformaría en un arrastrar cadenas sin sentido y sin objetivos. Todo, sin excepción, lo que el ser humano ha logrado a lo largo de su historia fue hecho por aquellos seres que confiaron en su capacidad pero también en el progreso y la posibilidad de mejorar las condiciones de vida de las generaciones posteriores. Apostaron por la superación y no se quedaron lamentando por las grandes dificultades que supone enfrentarse con el retraso y la barbarie. Es por lo tanto, también una forma de exorcizar las tentaciones de la parálisis que impone el miedo.

Este temple fuerte porque está lleno de un futuro a construir es la esencia de todo el esfuerzo que invertimos en nuestro hacernos en la vida, no es una postura irreflexiva que ve todo color de rosa por una falta fundamental de reflexión. Por el contrario es saberse objeto de las circunstancias y la incertidumbre, de la tragedia propia de nuestro existir y tener una convicción interna irrefutable de que todo lo que hagamos fortalecerá nuestra identidad y la cultura en la que nos tocó vivir. Algo así como una voz interna que nos reafirma y nos recuerda incesantemente “no es ni será en vano”. No nos engañemos, esta manera de enfrentar la vida no depende de las circunstancias, que las hay buenas y muy malas, sino de una apuesta existencial. Quien no posea este ethos griego, le será muy costoso enfrentar situaciones difíciles en la vida, que siempre e inevitablemente las habrá. Más bien, debería aparecer un llamado a la posibilidad y la esperanza en los momentos en que la vida nos llevó por derroteros del fracaso y de la dificultad. Una voz que nos recuerde que la vida es una sola y que desperdiciarla en el lamento es sencillamente perderla.

Debemos admitir que hay circunstancias en la vida en que podemos y de hecho somos derrotados, a veces irreversiblemente y a veces sólo por temporadas. El esfuerzo para volver a recuperar el temple, entonces, es muy grande pero es el reto; cuando el golpe es muy fuerte y ya no es posible asirse de las ganas, entonces debemos admitir que la vida terminó, aunque no se haya aun tropezado con la terca muerte. Lo que si pareciera un desperdicio vital es no luchar por nuestras necesidades de vivir y vivir bien como nos fue encomendado por la ética griega; los griegos supieron vivir y mostraron todas las pasiones en sus máximas intensidades. Las tragedias y los caracteres indomables de sus héroes nos hablan de la determinación, de su sólida voluntad de vivir, no de cualquier manera pero con dignidad y esperanza. No en balde levantaron quizás la cultura de más proyección en la historia de la humanidad occidental, a ellos principalmente les debemos nuestros ideales de democracia y libertad. 

De la nada que somos debemos construir esperanza si el objetivo es vivir y con sentido. De esta conmovedora forma nos lo expresa Hugo Ochoa Disselköen, profesor titular de filosofía en Valparaíso “La esperanza es de suyo inclusiva, llama a todos sin excepción, porque la esperanza surge precisamente como correlato vital de la proximidad a la nada de toda criatura humana, proximidad que se hace consciente en la experiencia del dolor, de la incompletud, del error, del miedo, de lo cual nadie está exento. Sólo tiene esperanza quien también puede ser devorado por la angustia y el sinsentido”.

Es un llamado en estos momentos en donde la oscuridad nos arropa, si caemos en la desesperanza nada podrá hacerse para enderezar nuestro camino. Ser indiferentes o quedarse  viendo impasiblemente como el país se hunde lentamente es fallar en lo más fundamental de nuestro oficio humano. Una de las pérdidas más dolorosas que puede sufrir el ser humano es la pérdida del  país que lo vio nacer, con él se pierden las referencias y la identidad en gran medida, a donde vayamos no volveremos a ser lo mismo, cambiaremos para bien o para mal y si algún día intentamos regresar ya veremos con dolor que tampoco pertenecemos a la tierra que nos dio nacionalidad. La tragedia que reclama por la esperanza de encontrarnos nuevamente como habitantes de un espacio que grita por su reconstrucción. Difícil tarea y época nos tocó pero al mismo tiempo puede convertirse en un interesantísimo reto al que no podemos acudir temblando sino, más bien, con la convicción que supone ser ciudadanos y no simples habitantes espectadores y quejosos de nuestro desacierto actual. Ortega y Gasset señaló que a la esperanza hay que abrigarla y por supuesto ello tiene sentido en tiempos de dificultades porque cuando las cosas marchan bien no hay porque abrigar esperanzas.

Fernando Savater nos alerta sobre el papel acomodaticio que pueden tener la desesperanza, un decirse “como no hay nada que hacer, entonces no muevo un dedo”. Veamos en sus palabras como escoge su posición ante los males que azotan a España y específicamente a su región vascaPero también está comprobado que acogerse a la desesperación suele ser una coartada para no mover ni un dedo ante los males del mundo. Puestas así las cosas, soy decididamente de los que prefieren abrigar esperanzas..., aunque siempre tomando la precaución de no considerarlas una especie de piloto automático que nos transportará al paraíso sin esfuerzo alguno por nuestra parte. Es decir, creo que la esperanza puede ser un tónico para los rebeldes y un estupefaciente para los oportunistas y acomodaticios. De modo que esperanza de la buena es precisamente lo que hemos derrochado desde hace bastantes años todos quienes nos hemos enfrentado al terrorismo y al nacionalismo.”

Esperanza y esfuerzo equipaje para el camino que no podemos dejar olvidado.


3 de noviembre de 2015

El Perdón

El perdón usualmente ha estado asociado a un mandato religioso y sostenido dentro de un discurso conciliador que alimenta el deber de ser generosos y de mostrar un alma de entrega y sacrificio. Así es como el concepto del perdón ha perdido sentido para quedar inscrito en un mandato ético con un exceso de moralidad; como una imposición de un ser cruel que nos obliga a ser conciliadores con el que nos causó daño, con el asesino de un hijo, con el sicario y el torturador, ¡Olvida el acto que te destrozó la vida, perdona! Esta concepción del perdón ha causado reticencia en las personas que cada vez más se rigen por principios laicos y que apuestan por el cumplimiento de las leyes como condición indispensables para la convivencia social. Sólo los hombres de iglesia pueden perdonar a un sujeto que cometió un crimen con convencimiento y asunción de una doctrina, la cual abrazan en su totalidad sin cuestionamiento y con fe. Pero esto supone borrarse uno como ser humano para seguir directrices dictadas por un ser superior, al que se le debe obediencia plena. No importa el movimiento emocional ni el horror causado por los actos monstruoso, debes perdonar es el mandato. Lo cual no deja de ser una imposición muy cruel.



Entendiendo al perdón como un paso necesario para ampliar el horizonte de la vida, para no quedar atrapados solo por la obsesión de querer venganza y permanecer resentidos (ya sea como individuos o como sociedad) lo primero a considerar es que se trata de un proceso. Cuando se produce un agravio está en juego no solo la relación intersubjetiva entre la víctima y el victimario, sino que también entra a jugar un factor esencial, nuestra interioridad psíquica; el revuelo de emociones conocidas y reprimidas las cuales ameritan elaboración y sosiego. Estos procesos suelen ser largos y muy dolorosos porque el agraviado no está dispuesto a perdonar o a perdonarse nunca de entrada. Bien porque está tomado por una sed de venganza o bien porque siente no haber estado a la altura de las circunstancias para haberse defendido más acertadamente. Al mismo tiempo de sentir haber sido injustamente maltratado siente una desvalorización de su yo, lo cual lo lleva paradójicamente a maltratarse a sí mismo. Estos cuadros de melancolía, que cada vez se observan más en la clínica, son muy difíciles de resolver, porque la culpa se impone como un juez implacable y tirano. El melancólico ha perdido la esperanza del perdón.

Por supuesto que poder perdonar y perdonarse siempre tiene un efecto purificador y curativo porque permite continuar con la vida y abrir el horizonte de intereses. El perdón permite la libertad de un sujeto y de la sociedad para poder construir a partir de ahí los destrozos y ruinas que dejaron los maltratos, pero eso sí cuando se perdona como producto de una pacificación no impuesta sino sentida. El perdón no es un acto de la voluntad, no puede ser mandado, surge casi sin saberlo, porque ya no continúa maltratando el recuerdo. No se olvida, lo que cesa es la emoción que acompañó al acontecimiento. No es conveniente ignorar las patologías en nombre de un supuesto ideal impuesto; la libertad que tanto también pregonamos trae como consecuencia un respeto por aquel que sabe y siente que no está dispuesto a perdonar sin justicia que es otro asunto muy importante cuando se trata este tema. La vida está llena de conflictos y problemas, en ese camino hay muchos que se extravían y quedan relegados de un saber moral, causando heridas que a veces son incurables. Pues bien esos seres deben pagar el daño que ocasionaron sin miramientos doctrinarios, para volver a tener una sociedad sana y pacifica que haga posible una convivencia armónica. No son tan sencillos estos asuntos si de verdad queremos entender y comenzar a vivir de otra manera. El perdón es parte de la dialéctica que se vive en una sociedad civilizada, pero se hace difícil calificar de esta manera nuestra realidad.

Pasar la página siempre lleva un tiempo y es producto de elaboraciones simbólicas para poder apaciguar lo real que dejó marcado en cada uno de nosotros el horror y el maltrato, la tristeza y las pérdidas, las amenazas y humillaciones en las que hemos vivido tantos e interminables años;  nos han dejado heridas que tardarán en cicatrizar. Hay en todo esto una responsabilidad y en primera instancia debe de ser reclamada; en ningún caso jugar a los “buenos” salir corriendo en estampida y mostrar una generosidad que no hace resonancia. Que resuena como una mueca, más que como una amplia y gratificante sonrisa. Como parte de un proceso pacificador hay que dignificar a las víctimas; antes de perdonar, el inocente debe de estar en libertad y resarcido por los actos cometidos en su contra, violando sus más elementales derechos humanos. Esa es la verdadera deuda social que tenemos los unos con los otros. Es imperdonable justificar y excusar al verdugo por ninguna razón banal que esgrima, debe sin contemplaciones pagar por sus actos horribles. Después podremos hablar de un perdón con justicia que nos permita continuar y construir, adquirir una disposición vital y las ganas necesarias para poder llevar a cabo nuestra importante deuda de volver a construir una sociedad digna. Como lo expresó Hannah Arendt “El juicio y el perdón son, en realidad, dos caras de la misma moneda”

Perdonar es una acción muy difícil porque intenta borrar las marcas dejadas por un pasado muy traumático para poder tener acceso a un porvenir. Sin ninguna duda implica unos de los actos humanos más valientes y liberadores si proviene de lo más íntimo de lo personal, si no, es un discurso más de los tantos que se imponen.