El odio es una emoción que todos hemos sentido alguna vez en
la vida. Es tan primitivo en nuestro sentir como lo es el amor; sentimos odio y
amor por nuestros padres desde muy pequeños, amor cuando somos protegidos y
complacidos en nuestros deseos y odio cuando somos víctimas irremediablemente
de las normas educativas. Al estar indefensos no podemos hacer otra cosa que
obedecer por las buenas o por las malas; odiamos a aquel que nos restringe y
nos prohíbe y amamos a quien nos deja hacer lo que queremos. Como es la misma
persona parental que nos permite y nos restringe, resulta que amamos y odiamos
al mismo ser sin el cual, al fin y al cabo, no podríamos subsistir. Es la
ambivalencia que desde esos tiempos tempranos nos acompañará toda la vida.
Incluso Freud planteaba que el odio es más primitivo que el amor, quedando
unidos indefectiblemente, amor y odio en un constante intercambio del objeto de
las pulsiones. Al odiar queremos el mal para el objeto hostil y al amar
queremos el bien para el objeto bondadoso.
La tradición judeo-cristiana, nos invitó a “amar al prójimo como a nosotros mismos” y
“amar a Dios sobre todas las cosas” pero estos mandatos religiosos por tratar
de obviar esta emoción ancestral no dejan de lado el problema del odio. Se hace
válido preguntar ¿Habría que odiar a
todo aquel que no ame a Dios? O las personas que no se inclinan por andar
amando a todos por igual, o que aman a algunos y a otros no ¿también son
merecedoras del odio del no elegido? Tal vez la respuesta sería de “ninguna
manera” el odio es un mal que debe ser erradicado del alma. Muy bien pero
resulta que lo admitamos o no albergamos este sentimiento como parte de las
pasiones indestructibles del hombre. Ignorando, censurando o negando no estamos
borrando de la faz de la tierra un fenómeno cotidiano.
Es más, sería muy
peligroso, porque reconociendo el odio es como éste podría ser tramitado, para
evitar que se convierta en conductas no aceptables socialmente, o en una fuerza
destructora del propio “yo”. Freud ubicó el odio del lado de la pulsión de
muerte, fuerzas que destruyen si permitimos dejarlas a su libre destino.
Fuerzas que pujan sin cesar por satisfacción y que se dirigen en contra de toda
creación y construcción vital del ser humano. Una constante lucha entre lo
destructivo y lo vital que vemos todos los días en los fenómenos caseros y
mundiales. Que albergamos en nuestra psique lo queramos admitir o no.
La tendencia de reglamentar al odio puede ser peligrosa,
porque allí lo que se hace es prohibir incluso su manifestación. Quedarse
callado y no decir que se odia, por ejemplo, la injusticia y los actos
vandálicos, es simplemente una impostura y ese odio reprimido se manifestará,
entonces, en contra de las personas que teniendo una mayor libertad para
reconocer sus emociones manifiestan su odio por lo que es realmente malo. Malo
es quedar sometido a una banda especialista en odio que trata de destruir todo
lo que le resta hegemonía para imponer su goce único y abarcador, que la
emprende contra aquel que se plantea un goce limitado con su propio mundo
construido. Para llevar a cabo semejante plan destructivo, el resentido, se
ampara en un padre todopoderoso que lo protege y garantiza su libertinaje
impositor. Como al fin y al cabo estas tretas terminan implosionando, el padre
protector muere y con él termina la garantía, los miembros de la secta
henchidos de odio acaban destruyéndose entre sí. Comenzamos a observar este
fenómeno del comportamiento humano tan conocido y repetitivo que Freud narró en
su Toten y Tabú. Muerto el padre de la horda que tenía todo el goce para él,
los hijos se destruyen entre sí para alcanzar la cuota de goce que les había
sido negada.
Así que, con motivos objetivos o subjetivos para odiar, lo
adecuado no es su represión por mandato de alguna cosmovisión vigente en la cultura.
La represión podría hacer padecer a un sujeto de manera insoportable a través
de la culpa, que al no poder ser subsanada vías rituales de expiación, se erige
en el propio tirano de prohibiciones constantes. Prohibido todo, incluso malos
pensamientos, malos sentimientos y malos sueños. Padecimiento inútil e
innecesario porque las emociones fuertes, como sin duda es el odio, terminan
manifestándose a través de los síntomas, lapsus y sueños como se manifiesta lo
reprimido. Pero por otro lado, al no reconocerse que se odia e intensamente, se
podrá terminar sumándose a grupos delictivos que toman cualquier ideal,
mientras más loables mejor, para justificar a otros y así mismo sus fechorías.
Es en este punto que debe caer la condena moral cuando se traspasa a lo social
lo que no está permitido, hacerle daño a otro.
La madurez y la civilización se alcanzan solo por el
razonamiento, cuando entendemos que el comportamiento debe estar regido por lo
razonable y por las elecciones de una vida dentro de las normas de la
convivencia. No tenemos ni debemos llevarnos por una moralidad milenaria que
prohíbe hasta lo más humano como es conocer que sentimos odio; no actuarlo
porque el razonamiento nos indica que por esa vía seremos sancionados y con
razón, es otro asunto. Es lícito sentir odio por las injusticias, los
asesinatos de los inocentes, las torturas, los dictadores y tiranos, ellos
actúan al margen de la ley y con impunidad; entonces nadie me puede indicar que
no sienta odio y desee el mal para el que hace mal; hay que desmitificar el
mito que hace del odio un sentimiento de maldad. No se es bueno porque se ame
ni se es malo porque se odie.
Los seres humanos no son tan simples y por lo
tanto no lo es el mundo que hemos construido; el cual deja mucho que desear entre
otras cosas porque, parece mentira, no prevalece la razón, la ilustración y la
sensatez; aún seguimos regidos por mandatos superyoicos dictados por una
instancia superior que para inventarla y llenarla de oropeles no nos falta
imaginación. El ser humano es producto de sus circunstancias, de su historia,
de sus objetos amados y odiados
perdidos; si alberga en su alma impulsos constructores o destructores es
producto de su camino recorrido y la fortuna o infortunio que le marcó la vida.
Pero su obligación primordial está consigo mismo y por lo tanto tendrá que
dosificar y administrar sus pasiones, no se puede vivir con tranquilidad si se
ama demasiado, así como tampoco si el odio abarca todo el espectro emocional.