Valentin Gubarev |
Lo publico nos incumbe a todos porque todos somos partícipes de una vida común. No hay democracia sin la participación de los ciudadanos, allí reside la fragilidad del sistema que más deseamos y más maltratamos. Se comienza a resquebrajar el equilibrio cuando la mayoría pasa a engrosar la fila de los idiotas en la acepción aristotélica, cuando somos indiferentes a los intereses comunes. Siempre en controversia las exigencias e interpretaciones de una democracia. Sin la conciencia individual de respeto al otro es imposible verdaderas organizaciones que controlen y cambien el poder autoritario que nos asfixia. Todo poder, y más uno arbitrario y despótico requiere de una vigilancia y control por parte de sus afectados. Esto se ve con mucha claridad cuando perdemos autonomía y nos agobia la ineficacia. Difícil es estar atentos cuando estamos gozando de bienestar y sumidos en placeres adormecedores. Agobiados por carencias básicas como estamos es muy difícil ser fieles y constantes en el cumplimiento de los deberes que inexorablemente tenemos como ciudadanos.
Como a niños se nos tiene que estar indicando lo elemental y los criterios que acompañan todo temple formal. Se resquebrajan los límites, los criterios se pierden en un interés egoísta de reafirmación rebajando al otro. ¡Golpea! Pareciera ser el lema no importa la forma, así incurramos en los horrores que rechazamos o debíamos rechazar. Toda manifestación racista o xenofóbica debía causar repulsión en un hombre de letras. Esos grandes detalles nos hablan de lo bajo que han caído los valores y se nos aleja aún más la ilusión de recuperar nuestra democracia. Si no nos volvemos a fortalecer como personas y empezamos desde cero a organizarnos no será posible salir de esta pesadilla. No deseo a mis amigos expresándose de otros, por mas despreciables que sean, de forma despectiva por su posición social, religión o color de piel. Se decía que el venezolano no sufría de esos males, pues ya los vemos brotar en cualquier persona, incluso querida. Sacaron de nosotros lo peor y ya nos parece “normal”. Se puede lograr en un régimen autoritario que la mayoría deseen lo mismo, por ello uno no se puede distraer. No deseo esto para mi país.
Las democracias se pierden al resquebrajarse el espíritu cívico de los ciudadanos. Aparecen, entonces, las agitaciones civiles descontroladas, las guerras (cota 905), la militarización del poder y la corrupción en todo nivel. Se mantienen en el poder, dictando normas de procedimientos a los seres más corruptos de nuestra sociedad en contra del deseo de la mayoría de los sufrientes ciudadanos sin capacidad para organizarse y hacer valer sus derechos. La democracia, nos dice Bobbio, está constituida por un conjunto de reglas fundamentales y los funcionarios elegidos democráticamente vigilan su cumplimiento. Mucha responsabilidad que debe reposar en manos probas. Pero nada de esto es posible sin una formación sólida de los habitantes del país. Me da verdadero dolor toda manifestación desencajada de una persona valiosa. Pero más indignación me causa la censura y la persecución. Todo fuera de lugar.
Quizás estoy observando, con mucha resistencia, un cambio cultural y la pérdida irrevocable del ánimo que poseíamos. Las culturas cambian y cambian los códigos culturales. Quizás la cultura que se está manifestando no me encaja, no va conmigo, quizás también me fui, aunque permanezca en el mismo sitio. La violencia permeó y no es patrimonio solo de los oligarcas, se avizora una cultura muy violenta. Estamos presenciando como nos desgastamos en combates banales y descuidamos las organizaciones ciudadanas que se nos hicieron urgentes.
Una nueva reflexión que inevitablemente compartimos, Marina. A veces siento que en la vida solo somos espectadores con boletos en galería.
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